El Destino

**Destino**

Hoy hablé con Lucía. ¿Te imaginas? Alejandro ha vuelto a sus andadas —comentó Tamara mientras en la televisión comenzaba un corte publicitario, interrumpiendo la telenovela del canal dos.

Miró a su marido. Estaba medio sentado, recostado contra las almohadas, observando los anuncios con curiosidad.

—Víctor, ¿me escuchas? Alejandro otra vez con sus tonterías —repitió ella al no recibir respuesta.

—Te escucho. ¿Y a ti qué? —preguntó él.

—¿Cómo que a mí qué? Lucía es mi amiga. Me preocupo por ella. ¿Alejandro no te ha dicho nada? —indagó Tamara, estudiando su perfil.

—No me rinde cuentas. Hace tiempo que no lo veo. Y tu amiga, sinceramente, es una histérica. Cualquiera huiría de una así. Basta ya. La serie va a continuar.

—¿Ah, sí? ¿Eso te dijo él? Entonces Lucía tiene la culpa. La mujer siempre es la culpable para ustedes, con tal de justificar su condición de infieles. ¿Y quién la volvió histérica? Toda la vida escapándose de casa. —Tamara apretó los labios mientras su marido clavaba la mirada en la pantalla.

—Oye, yo también te regaño a ti. ¿Cuántas veces te he pedido que seques los pies antes de entrar? Llenas la casa de barro. Nunca limpias la bañera… ¿También soy una histérica? ¿O será que tú también andas de picos pardos? ¿Por compañía? —Tamara lo fulminó con la mirada.

—Ya empezamos. Ahora me toca a mí. —Víctor apartó la manta y se levantó de la cama. —Terminaré el capítulo en la cocina.

—Solo me da pena mi amiga —dijo Tamara a su espalda.

—Antes se querían tanto. Él le llevaba flores, trepaba hasta su ventana en el segundo piso. ¿Es que no tienen suficiente con un hombre? —gritó hacia la puerta abierta.

—Mientras nos cortejan, nos llaman “cielo”, “conejita”, “princesa”. Pero en cuanto encuentran una amante, pasamos a ser histéricas —murmuró para sí, como si él pudiera oírla—. Lucía lo perdonó tantas veces. La primera vez se arrodilló, juró y perjuró que nunca más se iría con otra. Lloró como un niño. Ella lo perdonó por los hijos. No, no es que Alejandro sea mal hombre, pero le ha destrozado el alma. Seguirá así hasta que se le caiga a pedazos… —Tamara calló y aguzó el oído. Desde la cocina no llegaba ni un sonido.

*¿Y si Víctor también me engaña? ¿Por qué se ha molestado tanto? ¿Le he tocado el ego? No, él es perezoso. Alejandro al menos se cuida, va al gimnasio. El mío tiene barriga, calvicie incipiente…*

Pero la semilla de la duda germinó en su pecho. Tamara ya no miraba la televisión. Se levantó, calzó las zapatillas y fue a la cocina. Víctor estaba sentado, las piernas cruzadas, fumando y dirigiendo el humo hacia la ventana entreabierta. Una corriente helada la hizo estremecerse.

—¿Y tú por qué fumas de repente?

Él se sobresaltó, la ceniza cayó sobre la mesa.

—Diablos, qué susto. —Víctor sopló las cenizas al suelo—. Quizá yo también estoy preocupado. Alejo y yo somos amigos.

—Pues háblale. ¿No le da vergüenza ante sus hijos? ¿Qué ejemplo les da? —Tamara tomó el cenicero del alféizar y lo puso frente a él.

—Como si me fuera a escuchar. No me meteré en su vida. Él sabe lo que hace. —Dio una última calada y apagó el cigarrillo. Luego cerró la ventana—. Vamos a dormir.

Pasó junto a ella sin mirarla. Tamara movió la cabeza, apagó la luz y siguió sus pasos. Al entrar, él ya estaba de espaldas, alejado de su mitad de la cama. En la tele hablaban de fútbol. Apagó todo y se acostó. Llevaban meses durmiendo así, dándose la espalda.

Se conocieron en la universidad, en esos años felices. Se casaron dos años después. Tuvieron todo lo normal: peleas, reconciliaciones, seguir adelante. Su hija creció, se graduó y se fue a Madrid. Tamara no pensaba en la felicidad. Pero había sido feliz. Sus amigos se divorciaron, volvieron a casarse. Todos con sus historias. Y ellos llevaban veintisiete años juntos, veinticinco de matrimonio. Un cuarto de siglo.

Volvió a pensar en Lucía. Su voz resonaba en sus oídos: *”¿Por qué hace esto conmigo? Yo lo di todo por él. Tuve sus hijos. Ahora ni juventud ni marido, me quedo sola en la vejez…”*

Al otro lado de la cama, Víctor tenía los ojos abiertos, mirando fijamente la oscuridad, conteniendo suspiros y sin moverse.

Dos días después, Víctor se retrasó del trabajo. Tamara no se inquietó. Ocurría a veces. Podía ser el tráfico, un amigo, trabajo pendiente. Sabía la razón con solo verlo. Si llegaba alegre y bebido, era que había salido con amigos. Serio y malhumorado, problemas en la oficina.

Por fin, la llave giró en la cerradura. Tamara lo oyó desvestirse, sin sus habituales quejidos. Luego pasó a la cocina.

Cuando entró, lo encontró sentado junto a la mesa, pegado a la pared. No parecía relajado, sino más bien como un resorte tenso. Percibió su nerviosismo. El corazón le dio un vuelco. La ansiedad de aquella noche volvió a agitarse dentro de ella. Víctor miraba al frente, como tomando una decisión crucial.

—¿Pasa algo? —preguntó Tamara en voz baja, pero la angustia ya se expandía, llenándola, escapando por sus ojos—. ¿Quieres que caliente la cena?

—No, no tengo hambre. —Se levantó y salió sin mirarla.

Tamara captó un leve aroma a perfume. Ajeno, pero conocido. Ya lo había olido antes.

Esperó en el salón, pero él no apareció. ¿Estaría enfermo? ¿Se habría acostado? Fue al dormitorio. Víctor seguía allí, vestido, sentado al borde de la cama, las manos entrelazadas sobre las rodillas, la cabeza gacha.

—Víctor… —lo llamó.

—Siéntate —dijo él.

Ella obedeció, notando de nuevo aquel perfume y la tensión que emanaba de él. Permaneció en silencio. Algo en su interior ya sabía lo que diría.

—No puedo mentir. Tengo a otra mujer —confesó al fin.

—¿Te vas?

La pregunta era innecesaria. Lo decía porque ya lo había decidido.

—Sí. No puedo evitarlo. Pienso en ella todo el tiempo.

*”Todo el tiempo. Llevan tiempo juntos. Y yo, ilusa, creía que salía con amigos”*, pensó Tamara con amargura.

—Si te vas, no te recibiré de vuelta como hace Lucía —dijo.

—Lo sé. Ya está decidido. No puedo seguir engañándote. Voy a recoger mis cosas.

Tamara quiso preguntar: *¿Y yo? ¿Y nuestra hija? ¿Y nuestros veinticinco años?* Pero de pronto todo le dio igual. Siempre creyó que a ellos no les pasaría. Pero sabía que no perdonaría. No sería como Lucía, aferrándose a un hombre infiel.

Salió del cuarto y cerró la puerta. Oyó a Víctor moviéndose, el ruido de perchas vacías, la cremallera de laY mientras las lágrimas caían silenciosas sobre la foto de aquella mujer feliz de hace diez años, comprendió que el destino, al final, siempre tenía la última palabra.

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