Desde el primer momento, Javier le cayó mal al pequeño Adrián, incluso más que mal: lo odió.
Su madre, retorciendo nerviosamente los dedos, le dijo aquella tarde al niño de ocho años:
—Adrián, te presento a Javier. Trabajamos juntos y hemos decidido vivir juntos.
Adrián frunció el ceño, sin entender. ¿Qué significaba eso? ¿Que ese desconocido iba a quedarse en su casa?
—¿Y papá? —preguntó, lanzando una mirada furiosa a su madre y otra de reojo a Javier, que seguía en la puerta.
—Adrián, ¡no empieces! —Su madre se puso más nerviosa y hasta alzó la voz.
—¡Papá volverá! ¡Volverá seguro! ¡No te queremos aquí! —gritó Adrián al desconocido, mientras las lágrimas le saltaban de los ojos. Dio media vuelta y corrió a su habitación.
—Adrián, hijo mío. ¿Cuántas veces te lo he dicho? Tu padre nos abandonó. Me abandonó a mí y te abandonó a ti. No va a volver. Nunca más.
Pero Javier es buena persona. Verás, cuidará de nosotros y os haréis amigos. —Su madre se sentó al borde de la cama donde Adrián se había tirado de bruces. Le acarició la cabeza y los hombros, hablando en voz baja y dulce, pero el niño no se giró, clavando la mirada en la pared. No le creía. No quería escucharla.
Su padre ya se había ido muchas veces antes, en su gran camión de transporte, pero siempre volvía. Alegre, con regalos para Adrián y su madre. Desde la puerta gritaba: «¡Eh, salid a recibirme! ¡Mirad quién ha llegado!», y Adrián corría hacia él con los brazos abiertos: «¡Papá, papá! ¿Qué me has traído?».
La última vez que se fue, Adrián tenía seis años. Sus padres hablaron mucho rato en la cocina, su madre sollozaba y su padre decía: «Mari, no me hagas escenas, sabías que tengo otra familia. Tengo que ocuparme de ellos». Adrián no entendió por qué lloraba su madre si su padre hablaba de ellos, de su familia, de él y de su madre. No podía ser que hubiera otra familia.
Se durmió y, a la mañana siguiente, su padre ya no estaba.
—¿Cuándo vuelve? —preguntó Adrián a su madre, que esa mañana parecía ausente y suspiraba mucho.
No le creyó cuando le explicó que su padre no regresaría jamás. Que tenía otra familia, otra mujer, otros hijos, y que ellos ya no le importaban.
Adrián se enfadó mucho con su madre, gritó y lloró, diciendo que mentía, que su padre le quería y volvería. Pero pasó el tiempo y su padre no apareció. Su madre le regañaba si preguntaba por él.
Y ahora, en su casa, estaba ese Javier.
Su madre se fue. Adrián escuchó a Javier decir en la cocina:
—Mari, no deberías haberlo hecho así. Debimos prepararlo.
—No importa. Se acostumbrará. Todo irá bien. —Su madre cortó la conversación.
A la mañana siguiente, Javier desayunó con ellos. Elogió las tortillas con chorizo como si fueran un manjar exquisito. Su madre sonreía mientras le servía más té caliente.
—Adrián, ¿quieres que te lleve al colegio? Puedes ayudarme a conducir —propuso Javier.
—Voy solo —refunfuñó Adrián.
Su padre también le dejaba tocar el volante de su camión, aunque solo cuando estaba apagado. A Adrián le gustaba girarlo, tocar las palancas y los botones, imaginando que viajaba lejos, más allá del horizonte. Pero de Javier no quería nada.
Javier no insistió, y su madre no le reprendió por ser maleducado. Adrián estaba acostumbrado a ir solo al colegio. Su madre trabajaba en una fábrica en el pueblo cercano y, siempre apurada para coger el autobús, le gritaba desde la puerta: «¡Adrián, levántate! ¡El desayuno está en la mesa!». Solo compartían el desayuno los fines de semana.
Aunque Adrián estaba enfadado con Javier, le picaba la curiosidad por saber qué coche tendría. Seguramente un viejo Seat como el del vecino, el abuelo Manuel, que lo arrancaba una vez al mes para ir al mercadillo.
Pero no. El coche de Javier era plateado y reluciente. Su madre se subió y se fueron hacia el pueblo, despidiéndose con la mano. Javier tocó el claxon.
Adrián no les devolvió el saludo, frunció el ceño y echó a andar en dirección contraria. A dos casas de distancia, en un banco, le esperaba su mejor amigo, Raúl.
—Vaya, no has tenido suerte. Ahora empezará a darte lecciones —comentó Raúl, rascándose la nuca. Un gesto automático cada vez que recordaba a su padrastro. El tío Luis llevaba cuatro años viviendo con ellos. Bebía mucho, le gritaba a Raúl y a menudo le daba tortas, con o sin motivo. Su madre no le defendía. Ella también bebía con su marido y creía que un hombre sabía más sobre cómo educar a otro futuro hombre.
Adrián imaginó que Javier sería igual y se puso aún más hosco. Su madre no bebía y siempre había sido cariñosa y alegre, solo se enfadaba cuando él mencionaba a su padre.
Pero sus temores eran infundados. Javier no bebía. Después del trabajo y los fines de semana, silbando, arreglaba y construía cosas. Siempre invitaba a Adrián a ayudarle, pero el niño refunfuñaba:
—No me interesa —y se marchaba, aunque luego espiaba a escondidas cómo Javier trabajaba con habilidad. La casa y el patio se transformaban poco a poco gracias a él.
Su madre, feliz, se llevaba las manos al pecho. Ahora reía y sonreía más.
Adrián seguía enfadado. Escondía herramientas, clavos, lo que fuera, y observaba a Javier, esperando que estallara. Pero Javier no se enfadaba. Si algo faltaba, sonreía y decía: —Duende, duende, juega, pero devuélvemelo —guiñándole un ojo a Adrián antes de buscar en otro sitio. Y siempre lo encontraba.
Por las noches, Javier preguntaba a Adrián cómo le iba en el colegio, si necesitaba ayuda con los deberes.
—Bien. Yo solo puedo —respondía Adrián, malhumorado.
El tío Luis nunca ayudaba a Raúl, pero si sacaba malas notas, le caía una paliza. Adrián estaba acostumbrado a estudiar solo. Sabía que su madre no tenía tiempo para ayudarle, siempre ocupada con la casa y cansada del trabajo.
Ahora su madre tenía más tiempo libre, pero cuando le proponía leer o ver la tele juntos, él se negaba. Seguía enfadado por haber traicionado a su padre.
Un día, Adrián y Raúl se pelearon con unos chicos de quinto. Fue una tontería, incluso acabaron reconciliándose, pero Adrián se llevó un ojo morado.
—Adrián, ¿necesitas ayuda? ¿Quieres hablar de lo que pasó? —preguntó Javier, serio, sin su sonrisa habitual.
—No quiero nada de ti —bufó Adrián, dejando la cena a medias antes de encerrarse en su cuarto.
—Son cosas de críos, seguro que no es para tanto, siempre están peleándose —oyó decir a su madre.
—Si fue una pelea normal, uno contra uno, pues pasa, que aprenda a defenderse. Pero ¿y si lo están acosando? —preguntó Javier pensativo—. Ya tiene bastante con lo nuestro. Si vuelve a pasar, iré a hablar con su tutor, pero en secreto, por si hay algo que no vemos.
Su madre asintió. Adrián, sentado en su habitación, pensó: «¡Vaya, ahora resulta que**Adaptación final:**
Javier le abrazó en silencio, y Adrián, por primera vez, sintió que aquel hombre fuerte y paciente era, de verdad, su padre.