El primer día de invierno comenzó de mala manera. A Tatiana le tocaba trabajar y el tiempo no acompañaba. Nevaba entre la lluvia, la temperatura había bajado a cero y no había término medio. Así que el abrigo ligero no servía; tuvo que ponerse el plumífero y las botas de invierno.
Era su primer día laboral tras un largo descanso. En verano, tan feliz con su Adrián, había dejado su trabajo sin pensarlo dos veces, siguiendo su consejo. El enamorado le compró billetes para la playa, pero su jefe no le daba permiso. Así que renunció.
Entonces el cielo parecía lleno de diamantes… Tatiana estaba segura de que, en aquella costa, la esperaba una proposición de matrimonio. ¿Para qué necesitaba trabajar, se decía? Adrián los mantendría a los dos, y sus ahorros no importarían.
Soñaba entonces con una boda, con un bebé, con una vida lujosa en la casa de Adrián. ¡Cómo se maldecía ahora por su frivolidad!
En la playa, no hubo propuesta alguna. La llevó a restaurantes, le regaló noches maravillosas y la trajo de vuelta. No la dejó de inmediato; durante medio año alimentó la esperanza de que su relación tendría un final lógico. Pero una semana atrás, Tatiana no pudo más y le preguntó cuáles eran sus planes.
*«No tengo muchos, Tatiana —respondió—. Voy a volver con mi exmujer. Tenemos un negocio familiar. Mi padre está enfermo, dice que todo será para mi hijo, pero si recomponemos el matrimonio, la herencia será mía. Lo siento, cariño…»*
Y siguió con su discurso de amor y despedidas, de lo desdichado e impotente que era.
Tatiana se puso el último regalo que le había hecho, un abrigo de piel, y dijo secamente:
*«Adiós»*.
Y desapareció de su vida. No sentía pena por Adrián, pero sí por el tiempo perdido.
Tuvo que superar aquel «dolor» y volver a su antiguo trabajo, rogándole al director que la readmitiera. Tras cambiar unas palabras con sus compañeras, esperó frente al despacho. Dentro, se oía la voz enérgica del jefe, reprendiendo a alguien.
Cuando todos salieron, Tatiana entró tímidamente, sonrió con nerviosismo y le explicó su situación: necesitaba trabajar, su vida personal no había funcionado.
El jefe, un hombre casado pero que siempre le había tenido cierto cariño, la miró con compasión y dijo:
*«A nadie más lo readmitiría. Pero a ti sí. Aunque no en tu antiguo puesto; está ocupado. ¿Quieres ser mi secretaria? Marina se va de baja maternal. Pero disciplina, ¿eh? Y nada de vacaciones imprevistas»*.
Aceptó. Y así llegó su primer día: falda entallada, blusa blanca, maquillaje discreto, pelo impecable. Llevaba zapatos de tacón en la bolsa para cambiarse en la oficina.
Mientras corría hacia la parada, recibió un mensaje del jefe:
*«Ven antes. Reunión urgente»*.
Miró la hora: no llegaría a tiempo. Decidió llamar un taxi. Pero, de pronto, un chico en monopatín —¡en ese clima!— la golpeó sin previo aviso. Ambos cayeron al suelo.
El plumífero manchado, las medias rotas, el móvil en el asfalto… Todo podía arreglarse, pero el chico se sujetaba la pierna, incapaz de apoyarla. Alguien le alcanzó el teléfono y llamó a una ambulancia.
*«¿Quién lo acompaña?»*, preguntó el médico. Todos bajaron la cabeza y Tatiana no tuvo más remedio que subir.
Recogió el monopatín, la mochila escolar con la correa rota y entró en la ambulancia. En el hospital, mientras examinaban al chico, su teléfono revivió: cinco llamadas perdidas del jefe.
Llamó, pero él no contestó. Minutos después, un mensaje:
*«No se preocupe. Cambié de idea. Buena suerte en su búsqueda»*.
Su carrera había terminado. Contuvo las lágrimas. Encontraría otro trabajo. Aunque…
Antes de que terminara de pensarlo, sacaron al chico.
*«Tranquila, señora. No es grave. Pero qué imprudencia dejar que un niño monte en patineta con este tiempo…»*
*«No soy su madre —respondió Tatiana—. Y tenemos prisa. Gracias»*.
El chico, de unos catorce años, se llamaba Guillermo. Le dio su dirección y Tatiana llamó un taxi. Mientras, él marcó un número en su móvil:
*«Abuela, no te preocupes… Me caí con el monopatín. Ahora vuelvo»*.
Se oyó un alarido al otro lado, pero el taxi llegó. Con ayuda de Tatiana, entró cojeando.
*«Mi padre está de viaje —explicó—. Me quedé con mi abuela»*.
Al llegar a la casa, una mujer nerviosa los esperaba. Tatiana explicó lo ocurrido y la invitaron a tomar algo.
La casa estaba limpia y acogedora. La abuela regañaba a su nieto por usar el monopatín sin permiso. Tatiana y Guillermo intercambiaron números y se despidieron.
*«Te llamaré para saber cómo estás —dijo ella—. Si necesitas algo, avísame»*.
Pero no tenía adónde ir. Su día laboral —y su empleo— se habían esfumado.
*«Quizá sea para mejor»*, pensó, y se fue a casa.
Pasó una semana buscando trabajo en internet. Nada encajaba: demasiado lejos, sueldo bajo, cursos requeridos…
A final de semana, decidió llamar a Guillermo. Él se le adelantó:
*«¡Hola, Tania! Soy Guillermo. Estoy bien. Mi padre volvió. Quiero invitarte a mi cumple el sábado. ¿Vendrás?»*
Se sorprendió, pero aceptó. El chico le cayó bien, y la abuela también. Le envió una dirección, pero no era la de ella.
El sábado, Tatiana compró un regalo —una mochila nueva, cara— y fue a la dirección.
Al llegar, se quedó boquiabierta: una casa impecable, camino de gravilla, jardín… La abuela de Guillermo apareció en la puerta, sonriente.
*«¡Pasa, Tania!»*, gritó, mientras Guillermo asomaba detrás.
Entró, dejó el abrigo y entregó el regalo. Entonces, un hombre salió de la sala:
*«Domingo Alejand*«Domingo Alejandro, padre de este muchacho»*, se presentó, y Tatiana, al verlo, sintió que el invierno de pronto se llenaba de sol.