El gato dormía con mi esposa. Se apoyaba contra ella con la espalda y me apartaba con sus cuatro patas. Por la mañana, me miraba con descaro y burla. Yo protestaba, pero no podía hacer nada. El consentido, claro. Su tesoro y su sol. Lucía se reía, pero a mí no me hacía gracia.
A ese «tesorito» le freíamos besugo, luego le quitábamos las espinas, y la piel crujiente se apilaba junto a los tiernos trozos humeantes en su plato.
Peluso me observaba con una mueca torcida que parecía decir:
«Tú eres un don nadie, el amo aquí soy yo».
A mí me tocaban las sobras que el muy tunante despreciaba. En resumen, se burlaba de mí sin piedad. Y yo contraatacaba: lo apartaba del plato o lo empujaba del sofá. Guerra total.
A veces encontraba «regalitos» en mis zapatillas. Y Lucía, riendo, decía:
—No le provoques.
Y acariciaba a su sol. El felino me miraba con superioridad. Yo suspiraba. ¿Qué hacer? Mi mujer era única, no había discusión. Tocaba aguantar.
Pero esa mañana…
Al prepararme para trabajar, un grito desesperado sonó en el recibidor. Corrí y vi seis kilos de pelaje erizado, uñas afiladas y mal genio embistiendo a Lucía como un toro ante un capote.
Al verme, la fiera saltó sobre mi pecho, lanzándome al suelo. Agarré una silla como escudo, arrastré a mi esposa al dormitorio y cerramos. Peluso chocó contra una pata, aullando con fuerza.
Pero no se rindió. Siguió atacando hasta que la puerta se cerró. Escuchamos sus bufidos mientras nos curabamos las arañazos con alcohol y yodo.
Lucía llamó a su trabajo:
—El gato se ha vuelto loco, vamos al médico.
Yo hice lo mismo. De pronto…
Un temblor sacudió la casa. Los cristales de la cocina estallaron. Callé. Silencio absoluto. Olvidando al gato, corrimos a la ventana.
Un cráter gigante frente al edificio. Restos de una furgoneta de gas volcada. Coches patas arriba como tortugas, y sirenas a lo lejos.
Atónitos, miramos a Peluso. Estaba en un rincón, con una pata delantera rosa doblada, lloriqueando.
Lucía lo abrazó. Cogí las llaves y bajamos siete pisos a toda prisa.
Perdonen los heridos del explosión, pero teníamos nuestro propio damnificado.
Por suerte, el coche estaba intacto. Fuimos al veterinario. Mi estómago era un nudo.
Al salir, Lucía llevaba a su tesoro vendado. Los demás clientes, al saber lo ocurrido, lo acariciaron con ternura.
En casa, ella preparó besugo sin espinas para él. A mí, las sobras.
Peluso, cojeando, se acercó a su plato. Quiso ponerme cara de desdén, pero solo mostró dolor.
Terminé rápido, dejé mi pescado en su plato.
El gato me miró asombrado, maulló suavemente.
Lo alcé y dije:
—Quizá sea un don nadie. Pero con una esposa así y un gato como tú, soy el más afortunado.
Lo besé. Ronroneó y rozó mi mejilla con su cabeza.
Al dejarlo, empezó a comer. Nos abrazamos, sonriendo.
Desde entonces, duerme conmigo. Me mira y ruego a Dios una cosa: que me dé años para verlos a ambos a mi lado.
Nada más hace falta.
Palabra.
Porque eso es la verdadera felicidad.