El Derecho de Espera en la Cola

En la madrugada, Simón Pérez despertó antes de que sonara la alarma del viejo móvil. Aunque la alarma ya no le servía de recordatorio, como cuando trabajaba en la fábrica y temía quedarse dormido, aun así giraba el dial a las siete en punto y, al recostarse, sintió una extraña calma al imaginar el sonido del despertador del día siguiente.

Su despertador interno siempre marcaba la medianoche y cuarto. En el pasillo escuchaba el crujido de la puerta del ascensor y el ruido de los taladros del vecino de arriba, un joven que siempre se apresuraba al trabajo y dejaba caer alguna herramienta pesada. La habitación estaba fresca; la ventana conservaba el marco de madera original y los cristales nunca llegaron, por falta de dinero. Sobre el alféizar reposaba una taza con el rastro seco de la infusión de la noche anterior. Habrá que lavarla, pensó, y se dio la vuelta, posponiendo un poco más el levantarse.

El piso le había llegado en trueque con la fallecida Zora en los noventa. Dos habitaciones, cocina y un pasillo estrecho, todo conocido hasta el último punto de polvo del linóleo. En la estancia donde dormía, un viejo aparador guardaba vajilla, fotografías y varios expedientes. A Simón no le gustaba tocar esos documentos; contenían su vida laboral, certificados, copias de órdenes y cartas. Al mirarlos sentía el peso de los años.

Se incorporó, se puso una bata cálida y se dirigió a la cocina. Encendió la hornilla y puso a hervir una tetera. En el alféizar se agolpaban macetas con flores que Zora había adorado; ahora él solo les echaba agua según un horario inventado y, cuando el silencio se volvía demasiado denso, les hablaba en voz baja.

Su nieto Diego había prometido llegar por la tarde, ayudarle con el teléfono y traer una memoria USB con fotos de la bisnieta. Diego siempre hablaba rápido, intercalando palabras en inglés que Simón no comprendía, pero asentía para no parecer demasiado atrasado. Su hijo, Andrés, vivía en el barrio vecino, trabajaba en un taller de coches y, los fines de semana, llegaba cargado de comida y siempre apurado.

La pensión de Simón apenas le alcanzaba para pagar la luz, la medicina y la comida. Cuando lograba ahorrar, se compraba una lata de sardinas y un trozo de jamón. Cada verano reservaba un poco para ir a la casa de campo, que se había convertido más en un huerto salvaje que en un refugio, pero aun allí había una casita de la que sentía que todavía podía hacer algo con sus propias manos.

Siempre se había considerado una persona sin conflictos. En la fábrica, donde trabajó más de treinta años, lo respetaban por no meterse en pleitos y por cumplir siempre la producción. Cuando llegó el momento de tramitar la jubilación, firmó lo que le dieron, tomó lo que le entregaron y volvió a casa sin leer demasiado. Que nos den lo que puedan, no necesitamos más, le había dicho a Zora. Ahora, seis años después de su muerte, a veces hablaba con la silla vacía frente a él, sobre todo al encender la tele y sentarse a cenar. La silla permanecía allí, como siempre, y él no sabía si moverla o dejarla como estaba.

Aquella mañana, antes de que el sol hubiera asomado por completo, Simón fue al centro de salud a recoger los resultados de unos análisis. En invierno le habían puesto una pastilla para el corazón y le habían pedido que diera sangre con regularidad. En la recepción, como siempre, había una fila. La gente se sentaba en sillas duras, algunos murmuraban, otros miraban al suelo.

Simón tomó asiento junto a la pared y esperó. A su lado dos mujeres discutían animadamente. De pronto, una frase le atrapó el oído.

Le han recalculado la pensión decía la primera, con un gorro tejido y ajustando una bolsa. Ahora le ponen dos mil euros más. Antes les pagaban menos, no tenían en cuenta todo el tiempo.

¿De veras? replicó la segunda, escéptica. ¿Lo han hecho ellos mismos?

No, su hijo encontró algo en internet, un cambio. Fueron al archivo, descubrieron que su trabajo en el cooperativo agrícola no estaba registrado. Por eso ahora le suman.

Simón levantó la cabeza. Cooperativo, archivo, tiempo de servicio le sonaban familiares. Recordó los años que pasó en una constructora en otra ciudad antes de volver a la fábrica. Cuando le habían pedido los papeles de jubilación, le dijeron que los documentos se habían quemado en un incendio de archivo, y él, encogiéndose de hombros, firmó la aceptación.

Bueno, si no hay nada que hacer, así será, pensó entonces. Esa había sido su filosofía siempre.

Las palabras de las mujeres se quedaron dando vueltas en su cabeza: dos mil euros más. Esa cantidad cubría los medicamentos de un mes, la luz del invierno o, con mucho esfuerzo, un viaje al campo en primavera.

Al salir del centro, la nieve crujía bajo sus botas. En la parada, la gente se aglomeraba. Subió al autobús, se apoyó en la ventanilla y empezó a repasar mentalmente sus gastos mensuales: pastillas, comida, luz. ¿Cómo podrían esos dos mil mover un poco la balanza? se preguntó, pero se obligó a calmarse. No voy a volver a andar de un archivo a otro, ya basta.

En casa, preparó una infusión, se sentó a la mesa y el televisor mostraba un programa de debate sobre tarifas. Sin prestar atención, sus ojos cayeron sobre el aparador y, en la repisa inferior, sobre los expedientes. Se quedó allí un rato, luego abrió la puerta del aparador, sacó una carpeta marcada Documentos y la desplegó. Entre hojas amarillentas encontró el libro de trabajo, copias de órdenes, certificados de salario. Al pasar la página de la jubilación, leyó: Tiempo de servicio: … años, cotización: …. Un rastro de una transferencia quedó anotado, pero el resto estaba en blanco.

Esa noche llegó Diego. Se quitó la chaqueta, estornudó fuerte y se dirigió a la cocina.

¿Qué tal, abuelo? preguntó.

Bien, bien respondió Simón. Oye, ¿puedes buscar en internet cómo se hace una solicitud de revisión de pensión?

Diego arqueó una ceja, sorprendido.

¿Una solicitud? replicó.

Simón le contó lo que había oído en la fila, el cooperativo, el archivo. Diego escuchó, se rascó la nuca y dijo:

Sí, se puede hacer todo por la sede de la Seguridad Social. Hay un formulario en línea. Si no tienes los documentos, hay que pedir certificados al archivo del municipio donde trabajaste. Yo te ayudo, aunque lleva tiempo.

Simón asintió. Dentro de él luchaban dos voces: una le decía que dejara todo y viviera tranquilo, la otra le susurraba que no debía callarse, que había trabajado y merecía reconocimiento.

Cuando Diego se fue, Simón se quedó mirando el libro de trabajo. Al final lo volvió a cerrar, pero lo dejó sobre la silla, no dentro del aparador, como si fuera a necesitarlo pronto.

Dos días después, se dirigió al fondo de pensiones. Se vistió con sus calcetines de lana y el mejor suéter, y eligió cuidadosamente los papeles: libro de trabajo, certificados, incluso una carta amarillenta de la antigua constructora agradeciéndole por su labor.

Dentro del fondo, el calor y el olor a café barato le envolvieron. En la pared colgaban avisos y una pantalla con un terminal de autoservicio. Observó a una joven madre con su hijo intentando conseguir el talón. Se acercó a una mujer que atendía el mostrador.

Disculpe, ¿me puede indicar dónde saco el talón? preguntó.

La mujer pulsó un par de botones, sacó un papel del resquicio y se lo entregó.

Aquí tiene, le toca ir a la ventanilla de pensiones, número 132.

Simón tomó asiento, el panel mostraba números que se encendían y una voz monótona llamaba a la gente. Cuando apareció su número, se levantó y se acercó a la ventanilla. Detrás del cristal, una mujer de unos cuarenta y cinco años, con gafas y el pelo recogido, le sonrió.

Buenas, su talón.

Él le entregó el talón y explicó que quería saber por qué su pensión no consideraba los años trabajados en la constructora.

Veamos murmuró mientras introducía datos en el ordenador. Su pensión está calculada al año dos mil seis. El tiempo de servicio que figura es el que tenemos. ¿Qué desea?

Simón le mostró la hoja del libro de trabajo.

Aquí consta que trabajé cinco años en la constructora del municipio de Albacete. ¿Podría revisarse?

La mujer revisó, frunció el ceño y respondió:

Sin los documentos oficiales del archivo, no podemos añadir ese período. Tendrá que solicitar un certificado al Archivo Municipal. Si el archivo no tiene nada, la normativa no nos permite incorporarlo.

Simón sintió nuevamente la resignación, pero una chispa de determinación surgió cuando la mujer le ofreció un formulario.

Puede redactar la solicitud. Sin nuevos documentos, la respuesta será negativa, pero al menos quedará registrado.

Él aceptó, tomó la hoja y, con mano temblorosa, escribió: Solicito que se reconozca el período trabajado en la constructora y se recalculen los importes. Firmó, entregó y salió del edificio, con el aire frío golpeando su rostro, pero con la sensación de haber dado un paso más.

Esa noche llamó a su hijo Andrés.

Papá, ¿qué tal la gestión? preguntó.

He presentado una solicitud de revisión contestó Simón. Me dijeron que, si consigo el certificado del archivo, puede incluirse.

Andrés suspiró.

No sé, padre, esos trámites no sirven de nada. Mejor cuida tu salud.

Simón, sin perder la calma, respondió:

No busco dinero, busco que reconozcan lo que hice.

El silencio se extendió. Andrés, al ver la determinación en la voz de su padre, añadió:

Está bien, te ayudo con lo que pueda.

Días después, Diego encontró la página web del Archivo Municipal y le mostró a Simón cómo rellenar el formulario en línea. Juntos ingresaron nombre, apellidos, años de trabajo y la ubicación de la constructora. Simón temía equivocarse, pero Diego le tranquilizó: Si algo falla, podemos corregirlo.

Al pulsar Enviar, la pantalla mostró un mensaje: Solicitud registrada. Simón sintió un leve hormigueo de orgullo; aquel hombre que apenas manejaba un móvil había enviado una petición oficial desde su ordenador.

Bien hecho, abuelo dijo Diego con una sonrisa. Ahora solo queda esperar.

Pasaron dos semanas y llegó una carta del fondo de pensiones. Simón la sostuvo entre las manos, la abrió lentamente. El texto indicaba que, tras revisar los documentos adjuntos, se había aceptado el período adicional y se incrementaría su pensión en 850 euros. No eran los dos mil que había escuchado en la fila, pero sí una mejora.

Sin embargo, el sueño no terminaba allí. Días después, el Archivo Municipal respondió con una hoja: Se ha localizado parte de la documentación de la constructora, pero falta el expediente completo. Se solicita información complementaria: cargo, fechas exactas y lugar de trabajo. Simón volvió a leer esa frase una y otra vez; la palabra parcialmente le recordaba al incendio del archivo de su juventud.

Cuando Andrés volvió a casa con las compras, Simón le mostró ambas cartas.

Mirá, han aceptado algo dijo, señalando la cifra.

Ya ves, te dije que valía la pena respondió Andrés, aliviado.

Simón, con voz serena, replicó:

No se trata del dinero. Se trata de que esos cinco años, esos kilos de hormigón que cargué, esas jornadas largas, no desaparezcan en el olvido.

Andrés, aunque cansado, aceptó ayudar a redactar una respuesta al archivo, proporcionando nombres de antiguos compañeros y fechas. Juntos enviaron la información.

Pasó otro mes. En el fondo de pensiones, la gente seguía entrando y saliendo, con miradas cansadas pero esperanzadas. Cuando Simón volvió, la ventanilla le entregó un nuevo documento: Se incorpora el periodo solicitado. Su pensión se incrementa en 1.200 euros. El número era mayor, aunque todavía lejos de los dos mil que la mujer en la fila había mencionado.

Simón se sentó a la mesa, tomó la taza de infusión y dejó que el silencio llenara la habitación. No había júbilo desbordante, ni desconsuelo profundo; solo una aceptación tranquila, como quien reconoce que el mundo sigue girando a su ritmo, pero que él, finalmente, había alzado la voz.

Al día siguiente, el teléfono sonó. Era Andrés.

Papá, ¿qué tal lo de la pensión? preguntó.

Ha subido, aunque no tanto contestó Simón. Pero ya no me quedaré callado.

Andrés, con una nota de orgullo en la voz, dijo:

Lo sabíamos, padre. Lo importante es que te sientas escuchado.

Esa tarde, Diego volvió a la cocina y, mientras tomaban el té, propuso:

¿Y si escribes en internet tu experiencia? Así otros que sienten que su historia está borrada pueden leerla.

Simón reflexionó. La palabra lucha resonaba demasiado fuerte en su humilde cocina, pero aceptó que, al menos, su historia podría servir de faro.

Guardó las cartas sobre la mesa, pero esta vez no las ocultó en el fondo del aparador; las colocó en una repisa visible, como testimonio de que, aunque el mundo parezca una fila interminable, siempre hay espacio para reclamar lo que nos corresponde.

Miró por la ventana; la calle se iluminaba con faroles, la gente llevaba bolsas, hablaba por móvil, cada uno con su propia fila invisible y su propio derecho. Simón, con la taza humeante en las manos, sintió que, aunque el sueño de la vida siguiera siendo extraño y a veces surrealista, había encontrado la forma de decir: Tengo derecho. Y, en ese susurro, la noche se volvió un poco más clara.

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