El derecho a fallar.

Vamos, pues resulta que Lucía enterarse de lo del padre y la amante fue sin querer. Ese día faltó al instituto porque acompañar a su amiga Estela a hacerse un tatuaje. Ir al centro comercial con el uniforme pijama, imposible. Así que pasó por casa para cambiarse. Justo metiendo una pierna en los vaqueros, oyó la llave en la puerta. Se quedó tiesa, bailando a la pata coja con la otra pierna atascada en la pernera. Pensó: ¡Ladrones! Pero reconoció la voz del padre. Parecía que hablaba por teléfono.

“Ahora cojo la ropa y salgo pitando. No puedo decir que estaba entrenando si la bolsa de deporte está debajo de la cama…”.

Error. No era una llamada. Estaba dejando un mensaje de voz, porque minutos después escuchó una voz femenina:

“Cariño, cuánto me muero por verte… Date prisa, ¿eh? Que te he hecho tus croquetas favoritas y se van a enfriar. ¡Un montón de besos!”.

Le costó un rato digerirlo. Primero reconoció la voz: Era tía Carmela, colega del padre y además, hermana de la mejor amiga de su madre. Carmela caía bien a Lucía. No era como otros adultos. No fingía saberlo todo, le gustaba la marcha y escuchaba música moderna, no esos rollos antiguos que ponían sus padres. Solo al preguntarse *por qué* Carmela le mandaba un audio al padre, entendió al fin lo de las croquetas.

La llave giró de nuevo y se hizo el silencio. Lucía se desplomó en la cama. Repasó las palabras de la tía Carmela una y otra vez. No, no fue sueño. Su padre sí que tenía algo con otra mujer. Y ahora, ¿qué? ¿Decírselo a su madre? ¿Cómo tratar al padre y a esa mujer?

Sin decidir nada, salió pitando al encuentro con Estela. La amiga ya le había mandado cinco mensajes. Llevaban un mes locas con la idea del tatuaje. Estela, de hecho, era una crack falsificando la firma de su madre. Pero ahora a Lucía se le había ido la ilusión.

“Tía Lucía, ¿qué te pasa? ¿Te ha dado el bajón? ¿También quieres tatuarte? Que yo te falsifico la firma de tu madre, ¡qué es un momento!”.

Como molaba poder soltar esa bomba con alguien, compartir el peso. Pero ni a su mejor amiga podía contarle algo así. Así que Lucía fingió que el problema era solo la inseguridad de tatuarse.

Las dos semanas siguientes fueron un desastre: ni estudiaba, ni salía con las amigas, esquivaba a la madre y le faltaba el respeto al padre. Sin saber cómo seguir. Casi le suelta lo de Carmela a la madre, pero esta se puso como una moto con un suspenso de química. Discutieron de muerte. Por la noche, la madre entró con un milhojas de chocolate que pirra a Lucía y le dijo:

“Perdona, gatita, por gritarte. Sé que es mal educado. Es solo que me agobio con tus exámenes. Quiero que te vaya todo bien… bien…”.

“Madre, otra vez con el disco rayado…, ¡que aprobaré! ¿Ese milhojas es pa mí?”.

“Pues claro. ¿Hacemos las paces? ¡Me cuesta horrores cuando nos peleamos!”.

Lucía cogió el milhojas, le plantó un beso en la mejilla y se juró: jamás haría daño así a su madre. Si ella se disgustaba tanto por una tontería, ¿qué pasaría al saber lo del padre? Había que evitar, como fuera, que lo descubriera.

Sin querer, Lucía se convirtió en cómplice del padre: le cubría si se retrasaba, le recordaba los cumples y los encargos de la madre, distraía a la madre si le llamaban por teléfono. Pero por otra parte, ignoraba sus peticiones, era borde a saco con él y apenas contenía las ganas de soltarle todo lo que pensaba.

Luego, poco a poco, la cosa se calmó: el padre volvía a la hora, Lucía pasó de curso y esa historia se olvidó como un mal sueño. Además conoció a Adrián. Dos años mayor, estudiaba primero de Derecho y tocaba la guitarra. Por las tardes salían en pandilla, pero cada vez más acababan solos. Como esa noche que fueron a ver la fuente y les pasó la hora de volar. Solo le quedaba rezar para que los padres no miraran el reloj. Entró casi de puntillas.

“Juf… creo que la libramos”, pensó.

“¿Lucía?”.

No hubo suerte…

Su madre asomó la cabeza por la puerta.

“Vaya, llegas tarde hoy”.

Lucía esperó el broncón, pero no. Parecía que ni siquiera esperaba respuesta.

“Perdón, me entretuve con las chicas. Madre, ¿tú estás bien?”.

Hasta con la poca luz, Lucía vio los ojos rojos de la madre, como si hubiera llorado.

“Todo bien. Oye, una cosa… ¿Tú y tu padre comprasteis algo en una joyería? Es que me he encontrado un ticket… Un pensamiento, no sé…”.

Algo en el ambiente le dijo que no se lanzara.

“¿En una joyería?”.

“Vi un tique de unos pendientes y pensé…”.

“¡Ah, sí! Perdón, se me olvidó contarte que le pedí dinero al padre para el regalo de Sara. ¡Cumple la semana que viene! Y como se acaba de perforar las orejas, pues… ¿Te parecen caros? Lo siento, madre…”.

La cara de la madre cambió al momento.

“¡Ni lo pienses! Suele pasar. Qué buena eres acordándote de las cosas, hija… ¡Igual que tu padre!”.

Mentirle a la madre le sentó tan mal que al día siguiente Lucía juró: ¡Se acabó! Podría hablar con el padre, pero… ¿decirle qué? Solo pensarlo la hacía temblar. Pero Carmela… con ella quizás pudiera. Lo que no sabía era qué soltarle. Improvisaría.

Padre y tía Carmela trabajaban en un periódico. El padre escribía artículos y Carmela era la jefa. Antes, de pequeña, el padre solía llevarla a la redacción, así que colarse no era problema.

Solo había que elegir un día que el padre no estuviera. Fácil. Unos días después, en el desayuno, el padre soltó que iba a una fábrica a entrevistar al director. Lucía no perdió un minuto: faltó a la primera hora, con Sara encubriéndola. Cogió el bus y en media hora estaba allí.

El de seguridad le dejó pasar sin preguntar siquiera. Subió al segundo, segura, y llamó a la puerta con el cartel de “J
Al salir de la tienda de tatuajes, con la piel ardiendo y aquellas palabras “El amor es ciego” grabadas para siempre, Lucía miró las calles de Madrid y sintió que su mundo, tal y como lo conocía, se desmoronaba como un castillo de naipes. Su padre, Diego, había vuelto a casa como si las semanas de ausencia fueran un mero malentendido, su madre, Carmen, lo perdonaba con una calma que la dejaba perpleja, y Miquel, su novio Miquel, estaba ahora borrado de su teléfono. El peso de los secretos descubiertos y las mentiras dichas la aplastaba, y esa tinta fresca en su brazo era un grito silencioso contra todo lo que había visto roto. Aquella tarde en casa de la tía Rosa, escuchando aquel mensaje de voz por casualidad al intentar cambiar de ropa para acompañar a Carla al estúdio de tatuajes, había desencadenado una cadena de decepciones que ahora culminaba en esta sensación de vacío. Había creído proteger a su madre ocultando la verdad sobre Diego y su aventura con la becaria Ana, solo para descubrir que la historia era aún más complicada, que la culpa flotaba en el aire como un espectro sin dueño claro, y que su propia intervención, aquel temerario enfrentamiento con Rosa en la redacción del periódico, tal vez solo había acelerado el desastre. Ahora, sus padres fingían normalidad, ella cargaba con la culpa de creer que era la causante de todo y con la rabia hacia Diego por su cobardía, y lo único tangible, lo único que sentía bajo sus dedos sobre la piel enrojecida, era esa frase eterna que la condenaba al cinismo. Las luces de la Gran Vía parpadeaban indiferentes, el ruido de la ciudad era un zumbido lejano, y Lucía dejó que unas lágrimas de frustración y cansancio resbalaran por sus mejillas mientras se preguntaba si alguna vez podría volver a confiar en alguien, o si aquel tatuaje sería su única verdad a partir de ahora.
Con ese dolor punzante en el brazo recordándole que hasta el amor más puro puede volverse ciego y traicionero, Lucía respiró hondo y decidió que, al menos por ahora, su corazón se quedaría bajo llave.

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MagistrUm
El derecho a fallar.