El Derecho a Estar Cansado

Andrés llegó a casa tarde. Sin decir palabra, se quitó los zapatos en el recibidor, colgó el abrigo y entró en silencio al baño. Minutos después estaba sentado en la cocina, donde le esperaba un plato de estofado de pollo con guisantes —especialidad de su mujer, Isabel—. Al lado, una ensalada de mariscos. Tomó el tenedor, revolvió un momento la ensalada y de pronto se giró.

—Dime la verdad… ¿De dónde has sacado esto? —preguntó bajo, pero firme.

Isabel se quedó inmóvil, con la tetera a medio camino. En sus ojos había algo inquietante.

Llevaban más de treinta años casados. Si le pidieran que calificara su matrimonio del uno al cien, Isabel habría dicho cincuenta, sin dudar. Porque de todo hubo: amor y fastidio, alegrías y cargas, días buenos y rutinas duras. Vida normal. Y Andrés, aunque testarudo y de carácter difícil, era un buen hombre. Leal, trabajador, de fiar.

El cambio llegó la primavera pasada, cuando Isabel cayó enferma. El médico dijo que era agotamiento acumulado de años. Andrés la llevó a casa en taxi —el coche llevaba tiempo sin arreglar, todo el dinero iba para el crédito de su hija, Lucía.

Lucía acababa de casarse y quería una boda “como en las películas”. Aunque el vestido le pareció raro y el pastel “como chicle”, según Andrés, sus padres aguantaron. Solo querían que fuera feliz.

Tras la boda, los novios se mudaron a un piso heredado del abuelo del novio, mientras Andrés e Isabel seguían pagando el crédito, arreglándoselas con un coche viejo, electrodomésticos gastados y un cansancio eterno.

Isabel era profesora de inglés y daba clases particulares. Andrés, tornero en una fábrica. Él rechazaba comedores, hamburguesas, pizzas… ¡solo comida casera fresca y variada!

Isabel no discutía, aunque después del trabajo apenas podía con su alma. Hasta que un día estalló:

—¿Cómo voy a poder hacerte primer plato, segundo, ensalada y postre? No soy una máquina.

Pero Andrés le soltaba historias de su bisabuela, que trabajaba el campo, alimentaba a una familia de ocho y hasta hacía teatro.

Isabel solo estaba agotada. Un día, entrando en una tienda de comidas cerca de casa por pan, vio los expositores de ensaladas. Y de pronto dijo:

—Póngame una de “Delicias del mar”, la grande…

Esa noche cenaron berenjenas rellenas, empanada… y aquella ensalada.

—¡Vaya novedad! Sabe a casero —dijo Andrés.

Isabel no contestó. Y así nació su secreto: si no llegaba, compraba algo hecho. Casero, rico, un poco caro… pero al menos respiraba.

Todo habría seguido igual de no ser por un detalle. En el trabajo, Andrés compartió comida con un becario, que comía albóndigas y una ensalada sospechosamente parecida a la suya.

—¿De dónde son las albóndigas?

—De la tienda de la esquina. ¡Mejor que caseras! —se rió el chico.

Andrés se tensó. Demasiadas coincidencias. Y entonces nació la sospecha…

Esa noche cenó en silencio hasta que soltó la pregunta. Isabel bajó la mirada.

—Es que… estoy cansada. Creía que no te importaba, con tal de que estuviera rico…

Andrés se levantó. Se acercó. La abrazó.

—Sí me importa. Pero tú también eres humana, Isa. Tienes derecho a cansarte.

Ella rompió a llorar. Él sonrió.

—¿Paz?

—Paz.

Y esa noche, en lugar de la cena habitual, pidieron pizza, pusieron una película antigua y, por primera vez en mucho tiempo, se sintieron no solo marido y mujer… sino una pareja donde ambos importaban. Y eso fue suficiente para cambiarlo todo.

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