Derecho de elegir
Nuria despertó un minuto antes de que sonara el despertador. Aún reinaba la penumbra en la habitación, pero detrás de los cristales se adivinaba la luz gris del febrero madrileño. La espalda le dolía por la noche, los dedos de las manos estaban algo hinchados, como siempre al amanecer. Se quedó sentada al borde de la cama, esperó a que el vértigo desapareciera y, entonces, se levantó.
En la cocina reinaba el silencio. Javier ya había salido a correr, como hacía los últimos dos años desde que le habían detectado colesterol alto. Nuria encendió la tetera, sacó dos tazas del armario y guardó una; él, por la mañana, sólo tomaba agua.
Mientras el agua subía de temperatura, revisó el móvil. En el chat familiar no había novedades, solo las fotos del nieto que le había enviado su hijo Luis la noche anterior. Pablo, pequeño del jardín, posaba con una maqueta de cohete de cartón. Nuria sonrió sin querer y sintió crecer dentro de ella ese calor familiar que siempre la hacía soportar atascos, informes y reuniones interminables.
Llevaba veintiocho años trabajando en la administración de recursos humanos del centro de salud del distrito. Empezó como inspectora junior y, con los años, llegó a ser responsable principal. Los médicos y enfermeras iban y venían, los directores cambiaban, pero ella permanecía. Sabía quién tenía cuántos hijos, en qué matrimonio estaba cada uno, a quién había que aconsejar para solicitar una baja, a quién había que empujar suavemente para que presentara el parte médico a tiempo.
En los últimos años la carga se hizo más pesada. Los papeles fueron sustituidos por sistemas informáticos, los informes se multiplicaron y la dirección exigía cifras y tablas. Nuria gruñía, pero aprendía los programas, anotaba contraseñas en un cuaderno y organizaba carpetas ordenadas en su escritorio. Le gustaba sentir que era necesaria, que sin ella el pequeño caos de la oficina se desmoronaría.
Se sirvió un té, le añadió una rodaja de limón y se sentó junto a la ventana. En el patio, el conserje barría la nieve que se había acumulado en la cuneta; los pocos coches que pasaban salían despacio. Nuria imaginó, dentro de diez o quince años, observar el mismo patio desde el balcón, envuelta en una bata de lana, con el nieto ya mayor que se tambaleaba y le preguntaba por qué la nieve era tan gris.
Ese cuadro la acompañaba desde hacía tiempo. En verano se añadía la casa de campo, con su casita descascarillada, los surcos donde plantaba eneldo y, al atardecer, sentarse junto al asador discutiendo con Javier cuánta sal echar al pincho. La vejez le parecía algo comprensible, aunque no del todo alegre, pero sí propio.
La puerta de entrada se abrió de golpe y los zapatones de deporte resonaron en el corredor. Javier entró a la cocina y respiró el aire con la nariz.
¿Otra vez té sin azúcar? preguntó, secándose la garganta con una toalla.
El médico dijo menos dulces recordó Nuria.
Él sonrió, se sirvió agua del filtro. Sus sienes empezaron a encanecer y su rostro se había vuelto más estrecho con los años. Antes le fascinaban sus pómulos marcados y su mirada segura; ahora veía más el cansancio y una irritación contenida que trataba de ocultar.
Hoy me retrasaré dijo, mirando por la ventana no esperes cena a la hora.
¿Otra reunión? replicó ella. ¿O tus clases de inglés?
Él frunció el ceño.
No son clases, son tutorías con un profesor.
Ya lo sé asintió Nuria. Con el profesor.
Le lanzó una mirada corta y enmudeció. A Nuria le tiró un nudo en el estómago. En los últimos meses habían surgido muchas de esas frases a medias, silencios que pesaban más que cualquier conversación.
Se vistió, comprobó que la ventana del dormitorio estuviera cerrada y, como siempre, tomó el manojo de llaves. El metal helado le acarició la mano; esas llaves la habían acompañado tanto que casi no pensaba en cuántas veces pasaba de la bolsa al bolsillo y viceversa. Casa, coche, casa de campo, buzón. Su pequeño amuleto de seguridad.
El autobús estaba abarrotado. La gente miraba el móvil, bostezaba o murmuraba quejas por las paradas. Nuria apretó su bolso contra el cuerpo y repasó mentalmente el día que le esperaba. En la tarde tendría que llamar a su madre, preguntar la presión. Dolores tenía setenta y tres años, vivía en el barrio vecino y se negaba a mudarse más cerca del hijo.
Yo conozco a todo el mundo se repetía en la farmacia, en la tienda, en el centro de salud. ¿A dónde voy?
Cada vez que decía eso, en el fondo comprendía su propio destino: paredes familiares, caras conocidas, la ruta a la parada que podía seguir con los ojos cerrados. Esa rutina le daba la sensación de seguir en su sitio.
Al entrar al centro de salud el aroma a cloro y medicinas lo impregnaba todo. En la puerta el vigilante la saludó con la cabeza. En los pasillos ya se agolpaban pacientes, algunos discutiendo con la recepción, otros mirando el reloj. Nuria llegó a su despacho, se quitó el abrigo, encendió el ordenador y fue por una taza de agua caliente.
En el área de recursos humanos había tres mesas, un armario con los expedientes, una impresora antigua que crujía y engullía papel. Su colega, una mujer de unos treinta años, revisaba papeles y los clasificaba.
Buenos días soltó la joven. ¿Has oído la novedad?
¿Cuál? puso Nuria la taza sobre la mesa y se sentó.
El director va a convocar a todos los jefes a las diez. Dicen que hablará de una supuesta reestructuración.
La palabra flotó como una corriente de aire. Nuria sintió cómo se le encogía el pecho. Reestructuración en los últimos años sólo significaba despidos.
Quizá sea otro informe intentó restarle importancia.
Quizá respondió la joven, insegura.
El trabajo seguía su curso. Médicos llegaban con solicitudes, preguntaban por vacaciones. Nuria, mecánicamente, explicaba, firmaba, introducía datos en el sistema. El pensamiento volvía una y otra vez a la palabra de la mañana.
A las diez la llamaron al auditorio con el jefe de recursos humanos. Allí ya estaban jefes de servicio y jefas de enfermería. El director, un hombre de sesenta años, subió al podio y ajustó la corbata.
Habló de reforma, de nuevos estándares, de la necesidad de incrementar la eficiencia. Nuria escuchaba como a través de algodón. Entonces anunció que se revisaría la plantilla, que se agruparían funciones y que habría unidades redundantes.
Las decisiones concretas se adoptarán el próximo mes dijo el director. Los responsables recibirán listas de puestos sujetos a supresión.
La palabra puestos pesó como una losa. El jefe de recursos la miró; él rápidamente apartó la vista.
Al salir, la colega ya sabía todo, las noticias se esparcían al instante.
¿Crees que nos afectará? preguntó la joven, jugueteando con su bolígrafo.
No lo sé respondió Nuria. Ya escasean los recursos.
Pero si juntan con contabilidad la joven no terminó.
Nuria recordó que el año anterior, en otro centro, habían recortado a un responsable de recursos, dejando a tres personas con la carga de cinco. Lo lograrán, habían dicho entonces.
Trató de retomar sus tareas, pero los números se le difuminaban. Antes del almuerzo se acercó al jefe de recursos.
¿Un momento? dijo, entreabriendo la puerta.
Él asintió sin levantar la vista del monitor.
¿Escuchaste? comenzó Nuria.
Sí respondió brevemente.
Nuestro departamento se trabó.
Él finalmente la miró, cansado.
Nuria, aún no tengo nada concreto. Esperamos instrucciones de arriba. Cuando haya información, te aviso.
Nuria asintió y salió. En el pasillo sintió calor, aunque sólo llevaba un suéter ligero. En su cabeza surgió la cifra que siempre le daba escalofríos: cincuenta. No cuarenta, edad en la que todavía se podía probar algo nuevo; no treinta, cuando el riesgo parecía más fácil. Cincuenta.
Llegó a casa más tarde de lo habitual. En el autobús se había quedado atascada y había mirado por la ventana sin ver la calle. Pensó en qué trabajo encontraría si la despedían. ¿Quién contrataría a una mujer de su edad, aunque con experiencia? ¿Un centro privado? ¿Un instituto? ¿Y si tendría que empezar de cero, aprender nuevos programas, integrarse en equipos ajenos?
Javier llegó cerca de las nueve, con el traje que usaba para reuniones importantes. Se quitó la chaqueta con delicadeza, la colgó y se dirigió a la cocina.
¿Has cenado? preguntó.
Te estaba esperando respondió Nuria. ¿Quieres que caliente la sopa?
No, ya he comido contestó él, sirviéndose un té. Hoy tuvimos reunión.
Nosotros también dijo ella. Sobre el recorte.
Él alzó una ceja.
¿A ti?
Todavía no lo sé. Dicen que revisarán la plantilla.
Se quedó pensativo y luego se sentó enfrente de ella.
Yo también tengo noticias dijo. Me han ofrecido un contrato en el extranjero.
Nuria tardó en procesar la información.
¿En el extranjero?
En Alemania. La filial lanza un proyecto nuevo y necesita a alguien con experiencia. Por dos o tres años.
Ella lo miró sin percibir su rostro.
¿Aceptas? preguntó.
Lo estoy pensando respondió él. Pero, sinceramente, es una oportunidad seria, tanto por el salario como por la experiencia.
El tema del dinero le golpeó con fuerza. Siempre había sido el argumento difícil de refutar: la vivienda, la reforma, ayudar al hijo con la hipoteca, los medicinas de su madre. Todo quedaba atrapado en esa frase seca.
Dos o tres años repitió Nuria. ¿Y qué haré yo en esos años?
Él desvió la mirada.
Podríamos discutir opciones. Podrías venir conmigo. Allí también buscan personal de recursos. Yo averiguaré.
Nuria imaginó una ciudad extraña, un idioma que apenas recordaba de la escuela, la necesidad de explicarle a la gente cómo solicitar una baja. Se vio en un supermercado bajo una torre de Hamburgo, buscando crema agria en estantes con letreros ajenos.
O podrías quedarte continuó él. Trabajar aquí, estar con el nieto. Dos o tres años pasarán volando.
Su voz era firme, pero el temblor se notaba en sus dedos al sujetar la taza.
¿Y si no pasa? susurró Nuria. ¿Y si te quedas allí?
Él suspiró.
No pienso emigrar. Es un contrato de trabajo.
Un contrato también se puede prorrogar replicó ella. Allí hay nuevas oportunidades, nuevas conexiones. Aquí
No terminó la frase. Aquí englobaba todo lo conocido y pesado: las colas del centro de salud, las carreteras en obras, los precios de los supermercados, los noticieros que ya no le daban esperanzas.
Silencio. En el apartamento contiguo se oía el movimiento de una silla.
No hoy dijo él finalmente. Estoy cansado. Lo hablamos el fin de semana.
Nuria asintió. Sentía una ola crecer dentro, sin saber si era miedo, ira o agotamiento.
Esa noche no pudo dormir. Escuchó el aliento de Javier a su lado, el paso de los pocos coches fuera de la ventana. Pensó en el recorte, en el contrato, en su madre, en el nieto, en su propio cuerpo que cada vez más le recordaba su presencia: la rodilla, la espalda, la presión arterial.
A la mañana siguiente llamó a su hijo.
Mamá, estoy en la reunión dijo Luis a medias. ¿Todo bien?
Sí respondió ella. Después llamas.
No quiso hablar del tema por teléfono, no sabía cómo decirlo. Tu padre va a irse al extranjero, Me pueden despedir ¿Cómo sonarían esas palabras a quien apenas se estaba recuperando de sus deudas?
En el centro de salud el día fue caótico. A la hora del almuerzo el jefe de recursos la llamó.
Nuria empezó cuando ella entró. La situación es la siguiente. Hemos recibido la nueva plantilla. Un puesto del departamento de recursos será recortado.
Su pecho se quedó vacío.
¿Cuál? preguntó, aunque ya lo sabía.
Formalmente, el puesto de responsable principal dijo él, mirando los papeles. Es decir, el tuyo.
¿Formalmente? replicó ella.
Podría ofrecerte el puesto de inspectora propuso. Es una baja, pero sin despido. El salario será menor.
Se sentó, las piernas le temblaban.
¿Cuánto menos?
Él dio la cifra. Nuria hizo la cuenta mental: unos dos mil euros menos al mes, más descuentos. Significaba que tendría que apretar aún más el cinturón, ayudar menos a su hijo, pensar en qué medicinas comprar a su madre, qué gastos posponer.
Hay otra opción continuó el jefe. El despido según la normativa. Indemnización de tres meses, y podrías inscribirte en el Servicio Público de Empleo.
Nuria asintió. Las palabras Servicio Público de Empleo le sonaban lejanas, de otra vida.
Piensa hasta el fin de semana le dijo. Presenta tu decisión por escrito.
Salió del despacho y se quedó mucho tiempo en el pasillo, mirando por la ventana el patio nevado del centro. La gente entraba y salía, la ambulancia llegaba y se iba. La vida continuaba como si sus noticias no importaran.
Al atardecer fue a casa de su madre. Dolores, con gafas, leía el periódico.
Estás pálida dijo. ¿Has medido la presión?
Todo bien contestó Nuria. Solo ha sido un día pesado.
Le contó el recorte, sin mencionar la oferta de Alemania. Dolores la escuchó, frunciendo el ceño.
Una baja no es el fin del mundo comentó. El salario será peor, pero el trabajo sigue. A tu edad buscar empleo es difícil.
¿Y si intento algo nuevo? preguntó Nuria. ¿Quizá encuentre algo mejor?
Dolores suspiró.
Tú decides. Yo a mi edad ya no me lanzaría a nada. Los tiempos cambian.
La palabra cambian le resultó extraña. Pensó que siempre cambian para quien envejece.
Al volver, se encontró observando las casas a lo largo de la carretera, imaginando su vida en cada una. El nuevo conjunto de pisos con luces en las ventanas, el parque infantil; los viejos bloques de cinco pisos con la pintura descascarillada, los árboles del patio que ya eran tan grandes como en su infancia. ¿Dónde viviría si todo cambiara?
El fin de semana, ella y Javier se sentaron finalmente a hablar con verdadera seriedad.
Necesito una decisión dijo él. La empresa espera respuesta en un mes.
Yo también replicó ella. Necesito decidir antes del fin de semana. O bien la baja, o el despido.
Se miraron; en sus ojos había demasiada carga.
Si te quedas con la baja dijo él lo superaremos. Yo ganaré más. Estos años podré enviarte dinero.
¿Y si me despido y voy contigo? preguntó Nuria. ¿Podré trabajar allí? ¿En qué idioma explicaré las vacaciones?
Él se quedó mudamente.
Podrías hacer cursos, aprender el idioma respondió. Allí también buscan a gente de nuestra tierra. No sería de inmediato en tu especialidad.
¿Entonces a limpiar oficinas? ¿Lavar platos en un café? replicó ella, algo irónica.
Él frunció el ceño.
No exageres. Eres capaz, tienes experiencia. Lo encontrarás.
¿Y mi madre? recordó ella. ¿El nieto? ¿Crees que podré vivir en otra ciudad sabiendo que mi madre está sola?
Podríamos buscar una cuidadora propuso él. O trasladarla con el hijo.
Nuria sonrió.
¿Lo has hablado con ella? preguntó. Apenas acepta que llame al médico a domicilio.
Él calló. El silencio se hizo denso.
Yo también tengo miedo admitió. ¿Crees que me resultará fácil a los cincuenta y dos años empezar de cero en otro país? Pero aquí sólo veo una luz que se apaga lentamente. Si no lo hago, perderé la oportunidad. Si lo rechazo, también perderé.
Ella vio, por primera vez, en sus ojos no confianza, sino temor, y algo más: la terquedad de quien noAl fin, Nuria comprendió que la única elección verdadera era aceptar la incertidumbre y seguir adelante, confiando en que cada paso, por pequeño que fuera, la acercaría a la vida que deseaba.






