**Diario de Lucía**
Todo empezó por el aire italiano.
Lucía era una chica discreta y poco agraciada. Hasta su madre lo admitía: la naturaleza no había sido generosa con ella. «Con ese rostro, le costará encontrar marido», suspiraba su padre.
Cabello ralo, nariz prominente, dientes grandes, mentón pequeño y una piel con tendencia a brotes. Sin embargo, su carácter era dulce, paciente y comprensivo.
Parecía que no le importaba su apariencia, pero solo era una fachada. Lucía sabía que no era bonita. ¿Qué podía hacer?
—No importa, hija. La felicidad no está en la belleza. Dios tiene un plan para cada uno. Tú también tendrás amor y familia. Lo que importa es el alma, y la tuya es hermosa. Quien la descubra, le amará —decía su madre.
Pero descubrir un alma requiere tiempo, y nadie se fijaba en Lucía. Los hombres preferían a chicas con rostros de muñeca.
Ella eligió la psicología como profesión. Allí la belleza no importaba; incluso podía ser una distracción. Lucía conquistaba con su sinceridad, empatía y habilidad para escuchar. Pronto se convirtió en una terapeuta respetada. Sus padres le ayudaron a comprar un piso en Madrid. Todo iba bien, excepto en el amor.
Un día, un hombre llevó a su hija a consulta. La joven, llamada Clara, arrastraba las secuelas de un divorcio y necesitaba ayuda. Al principio, llegó con desdén, pero tras dos sesiones, acudía con entusiasmo. Su padre, Javier, se acercó a agradecerle.
—Clara ha cambiado. Sonríe, vuelve a tener esperanza. Todo gracias a usted. Es una maga —dijo, derrochando elogios—. No me rechace una cena.
—Crié a Clara sola. Mi esposa nos abandonó por otro y se marchó a Estados Unidos. No volví a casarme por miedo a hacerla sufrir. La malcrié, lo admito. Ahora ella es adulta, y yo sigo solo. Ojalá encuentre un buen marido y me dé nietos —confesó Javier mientras cenaban en un restaurante de Salamanca.
—Usted es un hombre atractivo, seguro encontrará a una buena mujer. Su amor por Clara demuestra que entiende el corazón femenino —respondió Lucía.
—¿Y usted? ¿Podría interesarme? —preguntó él de repente.
Lucía no supo qué decir. No esperaba ese giro y bajó la mirada, turbada. Javier interpretó su silencio a su manera.
—No lo tome a mal, mis intenciones son serias. A mi edad, no hay tiempo para juegos. Me gusta usted. Tengo recursos para darle una vida cómoda. No la presiono, piense en ello —dijo al despedirse.
Ella no respondió. Más tarde, se lo contó a su madre.
—No hay nada que pensar —aprobó su madre—.
—Pero no lo amo —vaciló Lucía.
—El amor se desvanece. ¿Crees que tu padre y yo seguimos enamorados después de tantos años? Hubo crisis, casi nos divorciamos. Todo pasa. Es mejor estar acompañada que sola.
Lucía reflexionó. ¿Qué le esperaba? ¿Una vejez en soledad? Los hombres jóvenes y guapos no eran para ella. Su destino eran viudos o divorciados desesperados. Javier era amable, serio, aunque mayor. Y accedió.
Los maquilladores hicieron milagros, y Lucía lució radiante en la boda. Su esposo estaba orgulloso de su joven y exitosa mujer.
Fue un buen marido: cariñoso, atento. La llamaba «Lucita» y la mimaba. Si llegaba cansada del trabajo, él le llevaba un vaso de leche caliente, la arropaba con una manta. ¿Qué más podía desear?
Una excompañera del colegio, antes la más bonita de la clase, llegó a su consulta. Había tenido dos hijos de distintos maridos. Ahora, su tercer esposo la humillaba, la celaba y vivía a sus expensas. Quería dejarlo, pero ¿quién la aceptaría con tres hijos?
Así es. La belleza no garantiza felicidad. Lucía no podía quejarse: su esposo la adoraba. ¿Hijos? Los deseaba, pero temía que heredaran sus rasgos. Además, no llegaban.
Tres años después, Javier enfermó. Problemas cardíacos, luego cáncer. Lucía lo cuidó con devoción, pero él se volvió irritable. Su hija Clara la culpaba: «Si no te hubieras casado con ella, papá no estaría así». Venía solo para fiscalizar, no para ayudar.
—Déjala en paz, Lucita hace todo lo posible. Tú podrías apoyarla —le recriminaba Javier.
—Tengo mi vida —replicaba Clara antes de irse.
Un día, Javier la sorprendió:
—He reservado un viaje a Italia para ti. Descansa. Clara cuidará de mí.
—No puedo. ¿Qué dirán? —se resistió Lucía.
—A nadie le importa. Ve.
Finalmente, aceptó. Llamaba a diario, pero Javier insistía en que estaba bien. En Italia, respiró el aire del mar, probó pasta fresca… Un día, un hombre llamado Antonio se le acercó en un café. Le ofreció mostrarle la ciudad, pero sus intenciones eran claras. Lucía escapó por la puerta trasera y tomó un taxi.
—¿Eres española? —preguntó el conductor, Miguel, también emigrante. Pasaron el día juntos, y Lucía sintió algo que jamás había conocido: se enamoró.
El tiempo voló. Antonio la llevó al aeropuerto, suplicándole que se quedara. Ella no podía abandonar a Javier. Destrozaría su corazón. Rompió el papel con su dirección antes de volar.
En casa, Javier y una enfermera la esperaban. Clara había contratado ayuda.
Lucía notó náuseas. El médico le dio noticias inesperadas: estaba embarazada. Regresó eufórica, pero ocultó la verdad. Javier fue el primero en hablar:
—No te culpo. Me alegro por ti. Lamento no poder criar a tu hijo.
—¿Cómo sabes que será niño? —preguntó Lucía, sorprendida.
—Mi ex mujer estaba pálida con Clara. Tú irradias luz.
—Perdón. Tú me enviaste… —intentó justificarse.
—Por eso no te reprocho nada. Cuando nazca, será mi hijo —dijo con firmeza.
Lucía lo abrazó, llorando. En ese momento, creyó amarlo.
Javier empeoró. Lucía, aunque embarazada, no se separó de él. Un día, al volver a casa, vio una ambulancia. Su corazón se heló.
Él yacía en la cama, sereno. Bajo la almohada, dejó una carta: «Lucita, no te culpes. Todo lo hice por amor. Registra a mi hijo con mi apellido. La casa y el banco son tuyos. A Clara, la mitad…».
Clara montó un escándalo en el funeral, jurando demandarla.
Tres meses después, nació un niño precioso, sin rastro de los rasgos de Lucía. Todos comentaban: «Será el aire italiano».
Quizá fue el aire, quizá el amor fugaz, o quizá su alma bondadosa. Con los años, Lucía misma se suavizó. Su hijo fue su alegría. Y la alegría, como saben, embellece a cualquier mujer.