**CUENTO DE UN GRANJERO**
Había una vez un granjero. Era un hombre común, sin grandes lujos. Vivía en una casa vieja con sus animales: dos vacas, tres cabras, tres patos y una docena de gallinas que le daban huevos. También tenía un pedazo de tierra decente, donde sembraba maíz, patatas o lo que fuera para llevar el pan a la mesa. Dos vacas, tres cabras, tres patos, gallinas, un perro llamado Canelo y dos gatas. Todos, por cierto, querían comer, y él también era de buen diente.
En el cobertizo guardaba un tractor viejo y herramientas para sembrar y cosechar. Sus animales lo adoraban, porque los trataba como a su familia. Les hablaba y compartía hasta el último bocado. Si alguno enfermaba, lo llevaba a la casa y lo cuidaba como a un hijo.
Los otros granjeros de la comarca se reían de él. Decían que debería venderlos para carne y así tener dinero para renovar su equipo. Sin tantos animales, ahorraría con las cosechas, y quizá hasta alguna mujer le haría caso. Porque, ¿quién querría a un pobreton así?
Pero él ni se inmutaba, siempre sonreía y respondía:
—No puedo. Son mi familia.
En el bar donde los granjeros se juntaban los fines de semana para tomar una copa y charlar, esas palabras eran solo una broma. La gente bebía, jugaba billar y bailaba con la música de un grupo que tocaba buen folk, de esa música antigua que anima el alma. Granjeros, camareras y demás iban y venían entre risas.
El granjero nunca bailaba. Ni siquiera tenía botas nuevas, de esas de cuero auténtico que llevaban los demás. Y había una camarera, Lucía, que no dejaba de mirarlo. Era un hombre tranquilo, de ojos amables y sonrisa dulce. Varias veces intentó sacarlo a bailar, pero él se ponía rojo como un tomate, escondía sus viejas botas bajo la mesa y murmuraba:
—Perdone, señorita. Hoy me he pasado, me duele la cabeza.
—¡Qué mentiroso! —refunfuñaba Lucía—. Si solo ha tomado una copa.
Uno de los granjeros le explicó la situación:
—Tiene un montón de animales que apenas puede alimentar. Le hemos dicho mil veces que los venda, así viviría mejor.
—¿Y él qué dice? —preguntó Lucía.
—Dice que son su familia —contestó el otro, riéndose—. Un idiota.
Intentó abrazar a Lucía, pero en Castilla las camareras no se dejan amedrentar. Un gancho al mentón lo dejó seco en el suelo, entre aplausos y risas. Desde entonces, Lucía miró al granjero con otros ojos.
Empezó a ofrecerle bocadillos gratis, pero él se sonrojaba y los rechazaba. ¿Qué pasaba ahí? ¿Amor no correspondido o todo lo contrario? Quizá él se sentía una carga: un granjero pobre que apenas mantenía su finca.
Llegó la época de siembra, y sus animales lo seguían por el campo, acompañándolo en su trabajo. A Canelo a veces lo llevaba al bar, lo escondía bajo la mesa y le daba los bocadillos que Lucía le ofrecía. Él no los comía; prefería alimentar a su perro.
Lucía lo veía y no sabía qué hacer. ¿Olvidarse de él y buscar a otro mejor? ¿O llorar, sentarse en sus piernas delante de todos y preguntarle por qué no la miraba?
Pero una tarde, sentado en un banco del patio con sus animales alrededor, al granjero le dio un dolor fuerte en el pecho. Se agarró el corazón y cayó. Los animales corrieron hacia él, llenando el aire con gritos, balidos y cacareos.
Solo Canelo se acercó, escuchó el latido de su amo y ladró:
—¡Silencio! ¡Su corazón late cada vez más despacio! Necesitamos ayuda. Iré al bar. Vosotros, quedaos con él.
Corrió como el viento hasta el local, donde la música sonaba y la gente bailaba. Nadie lo escuchó ladrar, hasta que… ¡BAM! Las puertas del bar volaron por los aires. Dos vacas las derribaron de una embestida.
El silencio se impuso, pero entonces entraron tres cabras, tres patos, las gallinas y las dos gatas. Fue un caos. Canelo gritaba:
—¡Os dije que no lo dejarais solo!
La gente entendió que algo grave pasaba. Cargaron a todos en sus furgonetas y llegaron justo a tiempo. El granjero seguía vivo. Lo llevaron al hospital, y Lucía se quedó cuidando la finca. Incluso renunció a su trabajo.
Por las tardes visitaba al granjero, que se disculpaba y prometía pagarle todo, con tal de que no abandonara a sus “niños”. Así los llamaba.
Un mes después, al regresar, no reconoció su casa. Lucía había vendido la suya, usado el dinero para reformar la finca y comprar maquinaria nueva.
El granjero se quitó su vieja boina y murmuró:
—No tengo para pagar esto.
Los animales lo rodearon, buscando su cariño. Entonces Lucía preguntó:
—¿Y a mí me dejas acercarme?
Él la abrazó. Los animales observaban la escena.
Se casaron y ahora trabajan juntos. Ella se encarga del nuevo criadero de cerdos —cien lechones— porque no deja que él se encariñe:
—Vete de aquí —le dice—. Los criarás y los soltarás en el campo. Y yo tengo que pagar el préstamo.
El granjero suspira y se sienta en el banco. Las vacas apoyan la cabeza en sus hombros, y él les cuenta historias. Lucía regresa del establo, los mira en silencio y sonríe.
Es feliz. Y solo pide a Dios que esto nunca termine.
¿De qué trataba este cuento? Quizá, como siempre, del amor.