El costo de la traición: la pérdida total que otorgó un nuevo sentido a su vida

El precio de la traición: cómo una mujer lo perdió todo, pero encontró un sentido a la vida

María llegó a casa antes de lo habitual—una compañera del trabajo le había pedido cambiar turnos. Entró en silencio al piso, dejó las llaves en la mesita y pasó a la cocina. En el fregadero, una montaña de platos sucios; sobre la mesa, migajas. Una desagradable sensación la invadió—ni su marido ni su nuera se habían molestado en limpiar. Sin decir palabra, lavó todo, ordenó y se dirigió al dormitorio. De camino, echó un vistazo a la habitación de Lucía—la joven no estaba. María frunció el ceño, pero no le dio importancia. Sin embargo, al entrar en su propia habitación, se quedó petrificada, como si le hubieran dado una descarga—allí, en su cama, estaba Lucía y… JAVIER. Abrazados. Medio desnudos. Y eso, a pesar de su embarazo.

Todo había empezado con amor. A Daniel le parecía que volaba cada vez que iba a ver a Lucía. Sí, era frívola, demasiado libre en su comportamiento, pero él lo atribuía a la edad—apenas tenía veinte años. Él, dos años mayor, había sido criado con disciplina y amor—su madre, María del Carmen, una reconocida comadrona, lo había criado sola. Le había dado todo: su alma, sus principios, su bondad.

Cuando Lucía le dijo que estaba embarazada, Daniel no se asustó—le propuso casarse y criar al niño juntos. Pero ella solo sonrió con desdén: «No, al registro civil no voy. Pero necesito dinero. Hay que resolver esto de alguna manera». Él se quedó paralizado, pero no se rindió de inmediato. La convenció: que lo tuviera, y él se encargaría del niño. Ella, tras pensarlo, aceptó. Se casaron sin ceremonia. Vivían en casa de Daniel con su madre y su padrastro, Javier. Pero, dos meses después, Daniel murió—un accidente de camino al trabajo. María casi enloqueció de dolor. Su hijo se había ido. Solo quedaba una esperanza: su bebé, en el vientre de Lucía.

Pero Lucía no lloró su pérdida. Miraba a María como una fuente de beneficio. Vivía en su casa, comía de su mano, descansaba en su habitación sin hacer nada. Al principio, Javier se enfadaba: «No quiero ver a esta desagradecida». Pero pronto, su enojo se convirtió en… una atención extraña. Su mirada hacia Lucía, embarazada, se volvía cada vez más insistente. María lo notó. Pero apartó esos pensamientos. Hasta aquella noche…

Cuando los vio juntos en su cama, todo se derrumbó. Con voz tranquila, casi helada, ordenó a Javier que se marchara. Él no discutió. En diez minutos, ya no estaba. Lucía se fue en silencio a su habitación. María se quedó sola, sentada al borde de la cama, apretándose la cabeza entre las manos. ¿Echar a Lucía? No. Necesitaba a su nieto. Por él, aguantaría todo.

Por la mañana, le dijo: «Quédate hasta el parto. Después, vete al diablo. No quiero verte ni oírte». Lucía ni siquiera protestó—le daba igual. Solo quería llegar al final y obtener su recompensa.

El parto fue difícil. Pero el niño nació. Sano. Fuerte. María lloró de felicidad. Mientras que Lucía… firmó los papeles de renuncia y se fue. Sin beso, ni mirada. Simplemente desapareció.

María llamó al pequeño Antonio. Lo adoptó. Al principio, tuvo miedo—la edad, la soledad, el dolor. Pero él se convirtió en su aire. Su sentido. Su vida. En lugar del hijo que perdió, el destino le dio otra oportunidad.

Lucía se marchó sin rumbo. Javier envió los papeles del divorcio. María los firmó sin vacilar. Ya no recordaba ni a él ni a aquella que había roto su hogar. Ahora tenía a Antonio. Y por él, viviría.

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