El costo de la traición: cómo la amante separó a una familia.

**El Precio de la Traición**

Lucía estaba sentada en la cocina, removiendo lentamente su café con la cucharilla. Fuera, las ramas del olivo mecidas por el viento y las risas de su hijo pequeño, Pablo, que corría por el jardín con su amigo Luis y su cachorro. Todo parecía normal, cotidiano. Una ilusión perfecta de tranquilidad doméstica. Jamás imaginó que en apenas unos días su mundo se vendría abajo, hecho pedazos que luego tendría que recoger con sus propias manos.

El teléfono sonó en el peor momento. No era Carlos, su marido; él apenas llamaba, y cuando lo hacía, era para soltar frases cortantes como *”Llegaré tarde”* o *”Compra algo para cenar”*. Era un número desconocido, frío en su anonimato.

—¿Sí? —dijo Lucía, acercando el auricular al oído.

La voz al otro lado era firme, demasiado segura.

—Lucía… Hola. Me llamo Claudia. No nos conocemos… todavía.

Lucía frunció levemente el ceño. Captó una risita burlona en esa voz. Las mujeres desconocidas no llamaban sin motivo.

—Sí… ¿En qué puedo ayudarte?

—Llamo para que lo sepas. Tu marido… digamos que no siempre es sincero contigo. Carlos y yo llevamos juntos más de cinco años.

¿Reaccionó Lucía? No. Su rostro permaneció impasible, como si las palabras no la tocaran. Como si fuera una película, imágenes que pasaban frente a ella, pero su realidad quedaba atrapada tras el cristal. Mientras, Claudia seguía hablando, implacable:

—He callado mucho tiempo, porque la verdad… me dabas pena. Pero esto ya es absurdo. Carlos no te quiere desde hace años. Se queda por lástima, por costumbre.

*Lástima*. La palabra le atravesó como un alfiler, punzante, dejándola desangrarse en silencio. Un pinchazo en su memoria, en ese lugar vulnerable donde ya intuía que sus miradas no se encontraban, que las palabras dichas en la cama eran frías, como las de simples conocidos.

—Vale. ¿Qué quieres? —preguntó con una firmeza inesperada.

Claudia soltó una risita.

—Quedemos. Hay cosas que no se cuentan por teléfono.

Dos días después, se vieron. Lucía llegó a una cafetería en las afueras de Madrid, un lugar oscuro, sofocante, perfecto para reuniones como esa. Claudia ya esperaba en una mesa apartada: joven, impecable, con el pelo bien peinado y una seguridad fingida.

—Gracias por venir. No todas las esposas lo harían.

Lucía se sentó frente a ella, cruzando las manos para ocultar el temblor de sus dedos.

—¿Quién eres para él?

Claudia arqueó una ceja, como sopesando la respuesta. Luego comenzó a hablar.

Las palabras cayeron como un torrente, corrosivas, destrozándolo todo por dentro. Claudia, sin un ápice de vergüenza, relató cómo conoció a Carlos, sus viajes juntos, los regalos que él le hacía. *”Hasta un anillo… aunque no para el dedo correcto”*, dijo con una sonrisa maliciosa. Aseguró que el amor de Carlos por Lucía murió hacía años, que solo se quedó por los niños y, en parte, por lástima.

Cada frase era como una tarjeta con el mensaje: *”Yo gané”*. Lucía apenas oía el latido de su corazón. Apretó los puños bajo la mesa, pero resistió, escuchando hasta el final.

Esa noche, al volver a casa, Carlos ya estaba allí. Todo parecía normal: su chaqueta colgada en la silla, el partido de fútbol en la televisión. Pero Lucía no aguantó más.

—Vete —dijo apenas pisó el umbral.

—Lucía, ¿qué pasa? —su voz sonó genuinamente confundida.

No pudo contenerse. Las lágrimas brotaron como una presa rota.

—Lo sé todo, Carlos. Vete. Porque la que amas es a otra.

Él balbuceó excusas, pero Lucía, aunque destrozada, fue firme. Señaló la puerta con decisión.

Los primeros meses sin él fueron un infierno. Pablo y Miguel, sus hijos, no entendían por qué su padre ya no volvía. Pablo preguntaba cada noche *”¿Por qué nos dejó papá?”*; Miguel se quedaba callado, esperándolo junto a la ventana.

Lucía buscó otro trabajo. Un solo sueldo no bastaba para mantener el piso, y Carlos insistió en un reparto *”justo”* de bienes. Su nuevo hogar era un pequeño apartamento en las afueras: la cocina tan estrecha que apenas cabían cuatro pasos, y desde la ventana solo se veía un aparcamiento. Pero aguantó. Sonreía a sus hijos cada mañana, les leía cuentos antes de dormir. Incluso cuando lloraba en la almohada, creía que algún día el dolor se iría.

Carlos, sin embargo, no encontró felicidad. Claudia no era la mujer que imaginó. Sus quejas constantes, su desdén por la rutina, sus comparaciones con hombres *”más interesantes”* envenenaron la relación. Cada día, la distancia entre ellos crecía más.

Hasta que un día Claudia, fría, recogió sus cosas.

—Lo siento, Carlos. Eres aburrido. Busco a alguien más joven, alguien que esté a mi altura.

Había destruido su familia por algo de lo que ahora se cansaba tan fácilmente.

Carlos intentó volver. Llamó a la puerta de Lucía, con la voz temblorosa.

—Perdóname, Lucía. Fui un idiota. ¿Podemos recuperar lo nuestro?

Ella lo miró con una sonrisa apenas perceptible. ¿A quién veía? No al hombre seguro y ambicioso que una vez amó. Ante ella estaba alguien que lo había perdido todo: familia, respeto, amor. Incluso su hogar, pues todo el dinero del divorcio lo había invertido en el piso de Claudia.

—No —respondió simplemente—. Aquí ya no hay nada para ti.

Su vida siguió adelante. Aún vivía en ese pequeño piso, pero encontró una paz extraña en ello. Era libre. Aprendió a cuidar de sus hijos y de sí misma. Les costó, pero eran una familia, reconstruyéndose sin mentiras.

*Mejor sola que con alguien que te arrebata la fe en el amor.*

Con el tiempo, las cosas mejoraron. Lucía conoció a un hombre en el trabajo, primero como compañero, luego como pareja. Se casaron, compraron una casa grande. Pablo y Miguel tuvieron una hermanita pequeña.

En cuanto a Carlos, su suerte fue distinta. Nunca encontró a alguien con quien compartir su vida. No le faltaron aventuras, pero ninguna le dio verdadera felicidad.

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