EL CORAZÓN VUELVE A LATIR

**EL CORAZÓN VUELVE A LATIR**

Natalia dio a luz a su hija Vega sin saber muy bien de nadie. Digamos que “resbaló” antes del matrimonio.

Sí, un joven había cortejado a Natalia con ahínco. Aunque nunca la pidió en matrimonio. Eso sí, era deslumbrantemente guapo y educado. Natalia lo agarraba del brazo y, con la cabeza bien alta, lo paseaba frente a las “girasoles”, esas abuelas que se sentaban junto al portal. Siempre giraban la cabeza, como girasoles tras el sol, siguiendo con la mirada a quien pasara.

El joven no trabajaba. Prefería revolotear por la vida como una mariposa. Natalia lo mantenía, lo arropaba por las noches y hasta habría puesto alfombras de flores a sus pies. Pero un día, el galán anunció que se aburría mortalmente con ella, que no lo valoraba como mujer y que, si tanto lo quería, bien podía llevarlo a la playa.

Natalia lloró una semana entera. Luego rompió sus fotos y las quemó. Un mes de soledad y angustia. Hasta que conoció a Javier.

Una mañana, Natalia llegó tarde al trabajo. Nerviosa, esperaba en la parada del autobús cuando un taxi se detuvo a su lado. El conductor abrió la puerta y le ofreció llevarla. Sin pensarlo, Natalia subió.

Durante el trayecto, el taxista comenzó a hablar. Natalia lo evaluó de inmediato: hombre de mediana edad, bien arreglado, afeitado, con ropa planchada. Y su galantería la conquistó. Todo en él delataba el cuidado de una mano femenina. Natalia adivinó que era su madre.

Javier —así se presentó— era todo lo contrario al primero. Sin dudarlo, Natalia le dio su número. Quería seguir conociéndolo. Fue la única vez que viajó gratis en taxi.

Empezaron a salir. Javier la colmaba de flores, regalos y cariño. Una primavera, paseaban por el bosque. Natalia, alegre, recogía campanillas blancas. Javier, contagiado, hizo lo mismo. Una vez reunido su “botín”, Natalia se sentó en el coche con su ramito.

Javier, mientras ponía al suyo con cuidado en el asiento trasero. A Natalia se le cruzó la idea: “Para su esposa”. No se atrevió a preguntar. ¿Y si estaba casado? Ya se había encariñado con él. Prefirió el dulce autoengaño. Guardó silencio.

Pero pronto, la esposa de Javier apareció en su casa. Llevaba a dos niños pequeños y le dijo:

—Tómalos, cariño. ¡Les encanta su papá!

Natalia, atónita, balbuceó:

—Perdone, no sabía que estaba casado. No quiero destruir su familia. No soy de armar nidos ajenos.

Esa misma noche, dio por terminado el romance con el “casado”.

Su siguiente amor fue Amir, un marroquí. Su relación fue breve. Amir irrumpió como un huracán en su vida y desapareció igual de rápido.

Se conocieron en el cumpleaños de una amiga. Amir envolvió a la dulce Natalia con su carisma. Ella no se resistió, cautivada por su generosidad y alegría. Con él, no hubo tiempo para el aburrimiento. Siempre tenía planes. Natalia habría seguido sus pasos hasta el fin del mundo. Pero…

Amir la mimó un año. Luego regresó a Marruecos. No se adaptó a España. Quizá por el clima o porque su madre enferma lo llamó.

Natalia se sintió abandonada. Decidió que ya había sufrido bastante. “Viviré sola, pero sin lágrimas”.

Justo cuando aceptó su destino de mujer sola, descubrió que llevaba una vida bajo su corazón. ¿Quién sería el padre? ¿Cómo seguiría adelante? ¿Cómo no enloquecer?

Nació Vega. Su hija se convirtió en su razón de ser. Se parecía a Amir: rizos, ojos oscuros, sonrisa cautivadora. Eso la reconfortaba. Tal vez porque lo había amado como a nadie. Al mirar a Vega, revivía sus días felices con Amir.

A veces, la desesperanza y la envidia hacia sus amigas casadas la consumían. Pero criar a Vega ocupaba todo su tiempo. No había espacio para llorar.

El primer día de colegio, Vega se sentó junto a Adrián. No le cayó bien. Él la llamó “tonta rizada”. Se odiaban tanto que la profesora los separó. Pero en los recreos seguían peleando.

Natalia fue al colegio a preguntar por qué su hija llegaba a casa arañada. La profesora, culpable, le dio la dirección de Adrián.

Natalia fue a defender a Vega. Al abrir la puerta, un hombre joven, con un paño al cuello, secándose las manos, la invitó a pasar:

—¿Busca algo? Pase, por favor. Le ofreceré un café. Solo debo alimentar a este diablillo —dijo, yéndose rápidamente a la cocina.

Natalia entró a una habitación pequeña. Era evidente que no había una mujer allí: ropa tirada, polvo y olor a tabaco.

El dueño volvió con una bandeja. Dos tazas de café aromático. (Natalia recordaría ese olor toda su vida.)

—¿A qué debo el honor de su visita? —preguntó.

—Soy la madre de Vega —dijo Natalia.

—Ah… Entiendo. Mi Adrián está enamorado de su hija —sonrió.

—¿Y por eso Vega llega arañada? —replicó Natalia.

—¿Cómo? No entiendo —respondió el padre, confundido.

—Le pido que hable con su hijo. Gracias por el café —dijo, dispuesta a irse.

—Lo haré, no se preocupe —aseguró el hombre.

Adrián, callado, seguía en la cocina.

Esa noche, Natalia no durmió. Recordaba al padre de Adrián. Algo en él la había tocado. Un hombre hogareño, un sueño. Y ese café… Ningún pretendiente se lo había ofrecido. Champán, vino, cócteles, sí. Pero nunca una taza de café.

Sin darse cuenta, imaginó limpiando y aireando aquel piso humilde, colocando muebles, poniendo flores en la ventana… Hasta le entraron ganas de acariciar al “diablillo”.

Por la mañana, pidió a Vega que tratara mejor a Adrián.

Semanas después, en una reunión de padres, volvió a verlo. Confirmó que Adrián no tenía madre. Eso la animó a actuar.

Al terminar, el padre se ofreció a acompañarlas a casa. Era diciembre, anochecía temprano. Natalia aceptó sin pensar.

—Jorge —se presentó él.

—Encantada. Natalia —respondió ella, animada.

A Jorge le gustó Natalia. Incluso la invitó a pasar Nochevieja juntos. Ella decidió que no tenía nada que perder. Ya no esperaba príncipes.

Además, ¿cuánto tiempo podía desconfiar? Siete años de soledad la llevaron a aceptar.

Más tarde, Jorge confesó que llevaba años divorciado. Su ex se casó con su mejor amigo, pero él no renunció a su hijo.

Necesitaba cariño. Y Adrián, una madre. Jorge se enamoró de Natalia. No había dejado de pensar en ella desde aquel primer encuentro.

Natalia y Vega se mudaron con él. Primero, pidieron permiso a los niños. Adrián y Vega, a regañadientes, asintieron.

La vida cambió. Jorge, feliz, trabajó sin descanso. Compraron un piso más grande. Natalia cuidaba del hogar y los niños.

Vega y Adrián crecieron con amor. Natalia los mimaba, tratando a Adrián como propio. Jorge adoraba a Vega.

Con los años, Vega y AdriY con el tiempo, los nietos de Natalia, Julia y Mateo, llenaron su vida del mismo calor que un día le dio Jorge, demostrando que el amor, aunque cambie de forma, nunca termina.

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