El corazón late de nuevo

EL CORAZÓN VUELVE A LATIR

Ana dio a luz a su hija Lucía sin saber muy bien de quién. Digamos que “resbaló” antes del matrimonio.

Sí, a Ana la cortejaba con entusiasmo un joven. No la pidió en matrimonio, eso sí. Pero era deslumbrantemente guapo y educado. Ana lo paseaba del brazo con la cabeza bien alta, desafiando las miradas de las “alcornoques” del portal, esas abuelas que, como girasoles al sol, giraban el cuello para seguir con la vista a cualquiera que pasara.

El joven no trabajaba en ningún sitio. Prefería revolotear por la vida como una mariposa. Ana lo alimentaba, lo vestía y lo acostaba a su lado. Estaba dispuesta a tenderle una alfombra de flores en su camino. Pero un buen día, el galán anunció que se aburría horrores con Ana, que ella no lo valoraba como merecía y, además, que bien podía llevarlo a la playa alguna vez, si tanto lo quería…

Ana lloró una semana entera. Luego rompió las fotos de ese “ingrato” y las quemó. Pasó un mes hundida en la soledad, hasta que conoció a Javier.

Una mañana, Ana llegaba tarde al trabajo. Nerviosa, esperaba en la parada del autobús cuando un taxi se detuvo a su lado. El conductor abrió la puerta y le ofreció llevarla. Sin pensarlo dos veces, Ana saltó dentro.

Durante el trayecto, el taxista entabló conversación. Ana lo evaluó al instante: hombre de mediana edad, bien afeitado, peinado y planchado. Además, le conquistó su galantería. Todo en él delataba el toque de una mano femenina cuidadosa. Ana decidió que, sin duda, era la mano de su madre.

Javier (así se presentó) era el polo opuesto de su primer amor. Sin dudarlo, Ana le dejó su número de teléfono. Fue la única vez que subió a un taxi sin pagar.

Empezaron a salir. Javier la colmaba de flores, regalos y cariño. Una primavera, paseaban por el bosque. Ana, alegre, comenzó a recoger margaritas. Javier, contagiado por su entusiasmo, se unió a la tarea. Con su ramillete, Ana se subió al coche. Javier colocó el suyo con cuidado en el asiento trasero. “Para su esposa”, pensó Ana. No se atrevió a preguntar. ¿Y si estaba casado? Ya se había acostumbrado a su amabilidad. Prefirió el dulce autoengaño y calló…

Pero pronto, la esposa de Javier apareció en su casa con dos niños pequeños:

—Toma, cariño, ¡edúcalos tú! ¡Adoran a su papá!

Ana, atónita, solo acertó a decir:

—Perdone, no sabía que estaba casado. No quiero romper su familia.

Esa misma noche, Ana puso fin a la relación con ese “casado”.

Su siguiente amor fue Ramón.

Era andaluz. Su romance con Ana fue breve. Entró en su vida como un huracán y se marchó igual de rápido.

Se conocieron en el cumpleaños de una amiga. Ramón, con su carisma, conquistó a la dulce y tranquila Ana. La cautivó con su generosidad, su optimismo y sus planes interminables. Con él, no había tiempo para el aburrimiento. Ana habría seguido al fin del mundo por él, pero…

Un año la colmó de mimos. Luego regresó a Andalucía. No sé si fue el clima o su madre enferma…

Ana se sintió abandonada. “Viviré sola. Al menos sin lágrimas”, decidió.

Y justo cuando aceptaba su soltería, descubrió que bajo su corazón latía una nueva vida. ¡Se quedó de piedra! ¿Quién sería el padre? ¿Cómo seguiría adelante?

Nació una niña. Ana la llamó Lucía. Su hija se convirtió en su razón de vivir. Lucía se parecía a Ramón: los mismos rizos, ojos negros y sonrisa cautivadora. Eso, curiosamente, reconfortaba a Ana. Quizás porque lo había amado como a nadie.

Claro, a veces le entraban ganas de aullar al ver a sus amigas casadas. Pero criar a Lucía no le dejaba tiempo para lloriqueos.

El primer día de cole, a Lucía la sentaron con Daniel. No se aguantaban. Se peleaban en el recreo.

Ana fue al colegio a preguntar por qué su hija volvía llena de arañazos.

La profesora, sintiéndose culpable, le dio la dirección de Daniel.

Ana, sin dudar, fue a defender a Lucía.

La puerta la abrió un hombre que se secaba las manos en un paño colgado al cuello.

—¿Es a mí? Pase, por favor. Le invito a un café. Solo déjeme dar de comer a mi terremoto —dijo, yéndose a la cocina.

Ana entró en un salón donde se notaba la ausencia femenina: polvo, cosas tiradas y olor a tabaco.

El dueño volvió con un café aromático (¡Ana lo recordaría toda su vida!).

—¿A qué debo el honor? —preguntó él.

—Soy la madre de Lucía.

—¡Ah! Mi Daniel está enamorado de su hija —sonrió.

—¿Y por eso la araña? —replicó Ana.

—¿Cómo? —él parecía sincero.

Ana se marchó, pero esa noche no pudo dormir. Algo en ese hombre hogareño la cautivó. ¡Y ese café! Ningún pretendiente se lo había ofrecido jamás.

En la siguiente reunión escolar, confirmó que Daniel no tenía madre.

El padre, David, la acompañó a casa. Era diciembre. Ana aceptó.

David le propuso pasar Nochevieja juntos.

Ana, tras siete años sola, aceptó.

Después, David confesaría que su exmujer se había casado con su mejor amigo. Él se quedó con Daniel.

Con el tiempo, Ana y Lucía se mudaron con ellos.

La vida floreció. Compraron un piso más grande. Ana cuidó de todos.

Daniel y Lucía crecieron juntos.

Y, cuando fueron mayores… ¡se casaron!

Ana y David los bendijeron. Los novios se fueron de luna de miel, y Ana convenció a David de ir a la playa.

Pasaron una semana de felicidad.

El último día, en la orilla, David le dijo:

—Te quiero muchísimo…

Luego se adentró en el mar.

Y no volvió.

Ana regresó sola. El dolor la paralizó.

Años después, paseaba con sus nietos.

Pararon en una cafetería.

Ana pidió su café.

El aroma le hacía sentir a David cerca.

Tras superar el dolor, agradeció a la vida por esos veinticinco años de felicidad.

La vida termina.

El amor, no.

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