El corazón late de nuevo

EL CORAZÓN LATIDO DE NUEVO

Cristina dio a luz a su Lucía sin saber muy bien de quién. Digamos que “resbaló” antes del matrimonio.

Sí, había un joven que la cortejaba con entusiasmo. Aunque no le propuso matrimonio. Eso sí, era deslumbrantemente guapo y educado. Cristina lo tomaba del brazo y, con la cabeza alta, lo paseaba delante de las “girasoles”, las abuelas que se sentaban junto al portal. Esas pensionistas giraban sus cabezas como girasoles tras el sol, siguiendo con la mirada a todo el que pasaba.

El joven no trabajaba en ningún sitio. Prefería flotar por la vida como una mariposa. Cristina lo alimentaba, lo vestía y lo acostaba a su lado. Estaba dispuesta a tenderse como una alfombra florida en su camino.

Pero un buen día, el pretendiente anunció que estaba aburridísimo de ella, que no lo valoraba lo suficiente como mujer y que, si lo quería de verdad, podría haberlo llevado al menos una vez a la playa.

Cristina lloró una semana entera. Luego rompió las fotos del “malquerido” y las quemó. Pasó un mes sumida en la soledad y el dolor. Hasta que conoció a Javier.

…Una mañana, Cristina iba tarde al trabajo. Nerviosa, esperaba en la parada del autobús cuando un taxi se detuvo a su lado. El conductor abrió la puerta y le ofreció llevarla. Sin pensarlo, ella entró.

Por el camino, el taxista entabló conversación. Cristina lo evaluó enseguida: era un hombre maduro, bien afeitado, peinado y con la ropa impecable. Además, le conquistó su galantería. Todo en él delataba el cuidado de una mano femenina. “Será su madre”, pensó.

Javier —así se presentó— era justo lo opuesto a su primer amor. Sin dudarlo, Cristina le dio su número de teléfono. Quería seguir viéndolo. Fue la única vez que viajó gratis en taxi.

…Empezaron a salir. Javier la colmaba de flores, regalos y cariño.

Una primavera, paseaban por el bosque. Cristina, alegre, comenzó a recoger campanillas blancas. Al verla tan animada, Javier se unió a la tarea. Terminaron con un ramillete cada uno. Él colocó el suyo con cuidado en el asiento trasero. “Para su esposa”, pensó ella. No se atrevió a preguntar. “¿Y si está casado?” Ya se había encariñado demasiado con su amable Javier. Prefirió engañarse y callar.

Pero pronto la esposa de Javier apareció en su casa, acompañada de dos niños pequeños.

—Aquí tienes, cariño —le dijo—. ¡Críalos tú! Adoran a su padre.

Cristina, atónita, solo acertó a decir:

—Perdone, no sabía que estaba casado. No quiero romper su familia. No soy de las que anidan bajo tejado ajeno.

Esa misma noche, puso fin a la relación con el “señor casado”.

…Su siguiente amor fue Rafiq.

Era marroquí. Su romance fue fugaz. Entró en la vida de Cristina como un huracán y desapareció igual de rápido.

Lo conoció en el cumpleaños de una amiga. Rafiq la envolvió con su carisma, y Cristina, dócil, se dejó llevar. La conquistó con su generosidad, su alegría y su alma libre. Con él, no había tiempo para el aburrimiento ni la tristeza. Siempre tenía planes infinitos. Parecía no conocer problemas. Cristina habría ido con él hasta el fin del mundo. Pero…

Un año la colmó de mimos. Luego, regresó a Marruecos. No se adaptó a España. Quizá el clima, quizá su madre enferma…

Cristina se sintió abandonada. “Viviré sola. Al menos sin lágrimas”, decidió.

Y justo cuando aceptaba su destino de mujer soltera, descubrió que bajo su corazón latía una nueva vida. La noticia la dejó helada. ¿Quién sería el padre? ¿Cómo seguiría adelante?

…Nació una niña. La llamó Vega, que se convirtió en su razón de vivir. Era idéntica a Rafiq: mismos rizos, ojos oscuros y sonrisa cautivadora. Eso, curiosamente, la reconfortaba. Tal vez porque nunca había amado a nadie como a él. Al mirar a Vega, recordaba aquellos días felices.

Claro, a veces la desesperación y la envidia hacia sus amigas casadas la abrumaban. Pero criar a Vega le consumía todo el tiempo. No había espacio para lágrimas.

…El primer día de escuela, Vega se sentó junto a Adrián. Desde el principio, se llevaron mal. Él la llamó “boba rizada”. La profesora los separó, pero en el recreo seguían peleándose.

Cristina fue al colegio a averiguar por qué su hija volvía llena de arañazos. La maestra, culpable, le dio la dirección de Adrián: “Hablé con sus padres”.

Sin pensarlo, fue a defender a Vega.

…La puerta la abrió un hombre joven, con un paño de cocina al hombro.

—¿Viene por mí? Pase, por favor. La invito a un café, solo termine de dar de comer a este diablillo —dijo, y desapareció en la cocina.

La casa era pequeña, desordenada y olía a tabaco. “Madre mía…”, pensó.

El dueño volvió con dos tazas humeantes. (Cristina nunca olvidaría aquel aroma.)

—¿A qué debo el honor? —preguntó él.

—Soy la madre de Vega —comenzó ella.

—¡Ah! Adrián está enamorado de su hija —sonrió.

—¿Por eso la araña? —replicó Cristina, ofensiva.

—¿Cómo? —él parecía genuinamente sorprendido.

—Le ruego que hable con su hijo. Gracias por el café —dijo, y se levantó.

—Lo haré, no se preocupe —la tranquilizó.

Esa noche, Cristina no pudo dormir. Algo en ese hombre hogareño la intrigó. ¡Y aquel café! Ningún pretendiente se lo había ofrecido antes. Champán, vino, cócteles… pero nunca una humeante taza. Quiso saber más de aquella familia.

En su imaginación, ya limpiaba y ventilaba ese piso triste, colocaba muebles, ponía flores en la ventana… Hasta le entraron ganas de acariciar al “diablillo”.

Al día siguiente, pidió a Vega que fuera más amable con Adrián.

Pasaron semanas…

En la reunión de padres, reencontró al hombre de sus sueños. Allí confirmó que Adrián no tenía madre. (¿Por qué si no vendría el padre?)

Eso la impulsó a actuar.

Al terminar, el padre de Adrián se ofreció a acompañarlas a casa. Era diciembre, anochecía temprano.

—¡Sí! —contestó ella sin dudar.

—Me llamo Mateo —dijo él.

—Cristina —respondió ella, animada.

A Mateo pareció agradarle. Incluso la invitó a pasar Nochevieja juntos.

Para entonces, Cristina había dejado de esperar príncipes. “Mejor quemarse siete veces que enviudar una”, le habían dicho alguna vez.

Pero no es cierto. El tiempo no cura. Solo amortigua el dolor. La memoria resurge, reviviendo la pena.

…Años después, Cristina sostenía las manos de sus nietos, Julia y Martín, mientras paseaban por el parque.

Como era tradición, fueron a una cafetería. A los niños les compró helado; para ella, un café. Aquel aroma le hacía bailar la cabeza. Cerraba los ojos y sentía a Mateo cerca. Sabía que, en algún lugar, él la veía.

Tras sobrevivir al duelo, aprendió a agradecer. Por esos veinticinco años de felicidad. Porque, aunque la vida terminaY mientras el sol se ponía sobre los tejados de Madrid, Cristina comprendió que el amor verdadero no muere, sino que se transforma en luz para seguir guiándonos, incluso en los días más oscuros.

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