Él compartiría nuestra vida…

El timbre retumbó con un sonido molesto, anunciando que alguien había llegado. Lucía se quitó el delantal, se secó las manos y fue a abrir la puerta. En el umbral estaba su hija acompañada de un chico. La mujer los dejó entrar en el piso.

—Hola, mamá —la besó en la mejilla la hija—, te presento a Adrián, va a vivir con nosotras.

—Buenas tardes —saludó el joven con un tono despreocupado.

—Y esta es mi madre, la tía Lucía.

—Lucía Martínez —la corrigió ella, frunciendo el ceño.

—Mamá, ¿qué hay para cenar?

—Puré de garbanzos y salchichas.

—Yo no como puré de garbanzos —dijo el chico, quitándose los zapatos y dirigiéndose al salón sin esperar respuesta.

—Vamos, mamá, ¿cómo le pones garbanzos si Adrián no los come? —exclamó la hija, poniendo los ojos como platos.

El chico se dejó caer en el sofá y dejó su mochila en el suelo.

—Esta es mi habitación, por cierto —dijo Lucía con firmeza.

—Adrián, ven, te enseño dónde vamos a estar —gritó Mariluz desde el pasillo.

—Me gusta aquí —murmuró él, levantándose a regañadientes.

—Mamá, mientras tanto, piensa en qué le vas a dar de comer.

—No sé, nos quedan medio paquete de salchichas —se encogió de hombros Lucía—. Igual con mostaza y pan, algo rápido.

—Vale —asintió él, pasando de largo hacia la habitación.

—Estupendo —masculló Lucía, yéndose a la cocina—. Antes traía gatitos y perritos, y ahora esto. A ver si encima me toca mantenerlo.

Sirvió un plato de puré, puso dos salchichas fritas y un poco de ensalada. Comía con ganas cuando su hija entró.

—Mamá, ¿por qué comes sola?

—Porque acabo de llegar del trabajo y tengo hambre —respondió Lucía, masticando—. Quien quiera comer, que se sirva o que cocine. Y ya que estamos, una pregunta: ¿por qué va a vivir Adrián con nosotras?

—Pues porque es mi marido.

Lucía casi se atraganta.

—¿Tu marido?

—Pues sí. Soy mayor de edad y decido con quién me caso. Tengo diecinueve años, por si no te acuerdas.

—Ni siquiera me invitaste a la boda.

—No hubo boda, solo firmamos en el registro. Y como somos marido y mujer, viviremos juntos —contestó Mariluz, mirando de reojo a su madre.

—Enhorabuena. ¿Y por qué sin boda?

—Si tú tienes dinero para una boda, nos lo das y lo gastamos en algo mejor.

—Claro —siguió comiendo Lucía—. Y, ¿por qué aquí?

—Porque en su casa viven cuatro en un piso minúsculo.

—¿Y alquilar no era opción?

—¿Para qué alquilar si tenemos mi habitación?

—Entiendo.

—¿Nos das algo de comer o qué?

—Mira, el puré está en la cazuela, las salchichas en la sartén. Si no hay suficiente, queda medio paquete en la nevera. Servíos vosotros.

—Mamá, no lo entiendes, ¡tienes un YERNO! —soltó Mariluz, alargando la última palabra.

—¿Y qué? ¿Quieres que baile flamenco para celebrarlo? Estoy cansada, Mariluz. Si tenéis hambre, os servís.

—Por eso sigues soltera.

Mariluz la fulminó con la mirada y salió, cerrando la puerta de un portazo. Lucía terminó de comer, lavó sus platos y se fue a su habitación. Se cambió, cogió su bolsa de deporte y se marchó al gimnasio. Disfrutaba de su libertad y aprovechaba las noches para nadar y hacer ejercicio.

Regresó cerca de las diez. La cocina parecía un campo de batalla: platos sucios, migas por todas partes, una mancha pegajosa en el suelo, la sartén rayada y el puré reseco. El aire olía a tabaco.

—Vaya novedad. Mariluz jamás hacía esto.

Abrió la puerta del cuarto. Los jóvenes bebían vino y fumaban.

—Mariluz, limpia la cocina. Y mañana compras una sartén nueva —dijo Lucía, yéndose a su cuarto sin cerrar la puerta.

Mariluz salió detrás de ella.

—¿Por qué tenemos que limpiar? ¡Y de dónde voy a sacar dinero para una sartén! No trabajo, estudio. ¿Es que te importa más un plato que tu hija?

—Las reglas de esta casa son claras: si ensucias, limpias; si rompes, pagas. Y sí, me importa la sartén, porque no me salió gratis.

—No quieres que vivamos aquí.

—No —respondió Lucía con calma.

—Pero tengo derecho a mi parte.

—El piso es mío, lo compré con mi dinero. Tú solo estás empadronada. Si quieren vivir aquí, cumplen las normas.

—Siempre bajo tus reglas. Ahora soy una mujer casada y no me vas a decir qué hacer —chilló Mariluz—. Ya has vivido lo tuyo, deberías dejarnos el piso.

—Les cedo el pasillo del edificio y un banco en el parque. ¿Te has casado sin consultarme? Pues él no vive aquí.

—Maldita sea, ¡nos vamos! —gritó Mariluz, recogiendo sus cosas.

Minutos después, Adrián entró borracho en la habitación de Lucía.

—Oye, suegra, no te pongas tonta y todo irá bien —dijo, tambaleándose—. Nos quedamos, y si te portas bien, hasta hacemos el amor en silencio.

—¿Qué suegra ni qué tonterías? Tus padres están en su casa. Llévate a tu «esposa» y márchese.

—¿Ah, sí? —levantó el puño.

—Pues claro.

Lucía le agarró la muñeca con fuerza, clavándole las uñas.

—¡Suéltame, loca!

—¡Mamá, qué haces! —gritó Mariluz, intentando separarlos.

Lucía la apartó y le propinó una rodillazo en la entrepierna a Adrián, seguido de un codazo en el cuello.

—Voy a denunciarte por agresión —aulló él.

—Espera, llamo a la policía para que levanten acta —replicó Lucía.

Los jóvenes se marcharon rápidamente.

—¡Ya no eres mi madre! —gritó Mariluz desde la puerta—. ¡Y no verás a tus nietos jamás!

—Qué pena —respondió Lucía con ironía—. Por fin viviré tranquila.

Miró sus manos: varias uñas rotas.

—Solo pérdidas con vosotros.

Tras su marcha, limpió la cocina, tiró el puré y la sartén estropeada, y cambió las cerraduras.

Tres meses después, su hija la esperaba a la salida del trabajo. Había adelgados, con ojeras profundas, y una expresión derrotada.

—Mamá, ¿qué hay para cenar? —preguntó con voz débil.

—No lo sé —se encogió de hombros Lucía—. ¿Tú qué quieres?

—Pollo con arroz —susurró Mariluz—. Y ensaladilla rusa.

—Pues vamos a comprar el pollo —dijo Lucía—. La ensaladilla, la haces tú.

No le preguntó nada más. Adrián no volvió a aparecer.

*(Basado en el relato original de Евгения Потапова.)*

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MagistrUm
Él compartiría nuestra vida…