El Colapso de las Ilusiones

La Destrucción de las Ilusiones

Hace ya muchos años, en la soleada ciudad de Sevilla, Carmen y Javier se casaron llenos de amor. Su vida parecía un cuadro de armonía: dos hijos, un hogar acogedor y sueños por cumplir. Ahorraban para una casa más grande, y sus padres, que se habían convertido en grandes amigos, les apoyaban en todo. Pero un día, como un rayo en cielo despejado, la felicidad se resquebrajó: Javier cayó gravemente enfermo. Tras unos días, los médicos dieron un diagnóstico alarmante, aunque añadieron con cautela:

—Es preliminar. No pierdan la esperanza, aún faltan resultados.

Pero Javier no esperó. Esa noche no regresó a casa. Carmen, desesperada, llamó a hospitales y conocidos. Cuando al amanecer se escuchó la llave en la cerradura, corrió hacia la puerta, pero al verlo, se quedó petrificada.

Siempre había creído que su familia era perfecta. Amor, comprensión, proyectos compartidos… todo parecía inquebrantable. Sin embargo, una sola noche lo cambió todo.

Se había casado con Javier por amor. Sus padres, aunque sorprendidos por su elección, no pusieron objeciones. El día de la boda, les regalaron un piso recién reformado en el barrio de Triana. La dicha de Carmen y Javier fue inmensa: aquel hogar resolvía todos sus problemas, evitando mudanzas y alquileres.

Su amor era su mayor tesoro. Carmen, hija de una familia acomodada, y Javier, de padres humildes, eran diferentes, pero su cariño lo superaba todo. Los padres de él les regalaron una olla eléctrica, un esfuerzo enorme para ellos, cargados con una hipoteca y dos hijos menores. Los de Carmen, comprensivos, asumieron los gastos de la boda, tranquilizando a los suegros:

—No os preocupéis, todo estará a la altura. Carmen es nuestra única hija.

—Qué buena gente —pensaron los padres de Javier, aliviados.

Las familias se hicieron inseparables. Los padres de Carmen ayudaban con frecuencia: les daban un televisor “viejo” —de solo tres años—, un frigorífico casi nuevo o ropa con etiquetas aún puestas. Para los padres de Javier, era un milagro. Las fiestas juntos y los viajes a la casa de campo se volvieron tradición.

Carmen y Javier prosperaban. Se apoyaban mutuamente, criaban a sus hijos y Javier, motivado por ella, estudió a distancia y logró un buen empleo. Sus sueldos, antes desiguales, se equilibraron. Soñaban con una casa espaciosa donde cada niño tuviera su cuarto.

—Imagínate —decía Carmen—, los niños jugando en sus habitaciones, y nosotros descansando en el salón.

—No me lo imagino —bromeaba Javier—. Me he acostumbrado a lo pequeño.

—Cuando te ibas a los exámenes, había más espacio —reía ella—. Pero sin ti, estaba vacío. Menos mal que eso ya pasó.

—Ahora estaremos juntos siempre —contestaba él, abrazándola con ternura.

Dos años de felicidad pasaron volando. Ahorraban, las familias seguían unidas y los niños crecían sanos. Hasta que, de pronto, todo se derrumbó: Javier empezó a sentirse mal. Tras unos análisis, el médico advirtió:

—No es definitivo, hay que esperar.

Pero Javier no esperó. Esa noche desapareció. Carmen pasó la noche en vela, llamando a todos. Cuando al fin llegó, lo encontró borracho, la ropa apestando a tabaco, los ojos inyectados en sangre.

—¿Qué te pasa? —preguntó ella, conteniendo el pánico.

—¿Qué miras? ¿No te gusta? —espetó él con una agresividad que no le conocía.

—No, no me gusta —respondió ella, con el corazón encogido.

—¿Y qué? —se burló él, desafiante.

—Nada. Acuéstate, tengo que trabajar —dijo Carmen, fingiendo calma.

Al salir, intentó justificarlo: “Está asustado, por eso bebió. Cuando hablemos, todo se arreglará”. Pero su imagen borracha no la abandonaba.

Esa tarde, al volver a casa, lo encontró en la cocina, vaciando botella tras botella. El humo del tabaco impregnaba el aire.

—¿Qué estás haciendo? —le gritó—. ¡Tienes que cuidarte!

Javier la miró con desdén.

—Ah, has vuelto —masculló—. A sermonear, ¿no?

—Solo quiero ayudarte —insistió ella—. No estás solo. Sea lo que sea, lo superaremos.

Pero él la apartó bruscamente.

—No necesito tu lástima —dijo con frialdad.

—Siempre estaré a tu lado —repitió Carmen, pero él estalló:

—¿Tus padres también? ¡No los aguanto! ¡Siempre dándonos limosnas, haciéndonos sentir inferiores!

Carmen palideció. Sus palabras la quemaban.

—¿Qué dices? —susurró.

—¿Te quedas callada? —continuó él—. ¡Me das asco!

—Si es así, ¿por qué sigues aquí? —preguntó ella, temblorosa.

—¿Y por qué no? —se rió—. Vivía como un rey. Pero ya basta. No soporto ni a ti ni a tus padres. ¡Estoy harto!

—Pues vete —dijo ella, con voz quebrada.

—Sin dinero, no —replicó él, vaciando su cuenta conjunta—. La mitad es mía.

Se marchó con un portazo, dejándola destruida.

Al día siguiente, Carmen llamó a sus padres y se mudó con los niños.

—¿No es precipitado? —preguntó su madre—. Diez años juntos…

—Ayer vi a un extraño —respondió ella, firme—. Nos odia. No viviré con él.

Con el tiempo, el diagnóstico de Javier se descartó. El divorcio fue largo, pero ella cedió en su pensión con tal de no verlo más. Él aceptó y desapareció.

—¿Cómo no lo viste antes? —preguntó su padre.

—No lo sé —susurró Carmen—. Quizá fingió demasiado bien, o yo fui ciega.

Ahora, reconstruye su vida, sabiendo que su sueño de familia feliz se rompió como cristal frágil.

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