El coche frenó en seco y se detuvo: el deseo inesperado de llevar a una desconocida.

El coche frenó bruscamente y se detuvo. Alejandro, un joven serio y formal, sintió una extraña urgencia por ayudar a la desconocida que hacía autostop junto a la carretera, algo totalmente ajeno a su carácter.

La casa de campo que compartía con su madre, acogedora y rodeada de pinos, estaba a quince kilómetros de Madrid. Veranear allí era un placer, y él solía salir al trabajo a las siete de la mañana para evitar el tráfico, disfrutando del silencio del bosque y sus recuerdos.

La joven se acercó al vehículo y, sonriendo, asomó la cabeza por la ventanilla:
—Buenos días —canturreó con alegría—, ¿me lleva a la ciudad?
—¿No le da miedo subir con un desconocido en medio de la nada? —preguntó él, contagiado por su sonrisa.
—¿Miedo? —rió ella—. Con un coche tan lujoso y esa mirada amable… ¿Para qué haría usted tonterías?

Alejandro soltó una carcajada. Hacía años que no topaba con tanta ingenuidad, algo que creía extinto.

Criada en un pueblo de Castilla, Leticia era franca y confiada. Cuando Alejandro le propuso matrimonio tres semanas después, aceptó sin dudar. Le parecía un hombre responsable y atractivo. *«Justo como predijo la tía Carmen»*, pensó, apretando su mano mientras observaba de reojo a su futura suegra, cuya expresión revelaba un terremoto interno.

Tras la boda, se mudaron al piso madrileño de él. La casa de campo era incómoda, y Victoria Pavón, madre de Alejandro, no ocultaba su desdén:
—Hijo mío —suspiraba durante sus visitas—, ¿de verdad ninguna mujer de tu círculo valía la pena?

Él sonreía sin discutir. ¿Cómo explicar que la calidez de Leticia suplía la frialdad materna? Para él, ella era madre y esposa en una sola persona.

Pasaron años. Nació Martina, una niña de ojos azules que derritió incluso a Victoria. La abuela observó cómo Leticia adoraba a su hijo y criaba con firmeza a la pequeña. Aunque era una mujer dura, Victoria sabía reconocer sus errores.

Por eso, Alejandro no se sorprendió cuando su madre invitó a Leticia y a Martina a pasar unos días en la casa de campo.
—Ale, me da pánico —suplicó Leticia buscando excusas—. ¡Me va a comer viva!
—No exageres —rió él, besándole el cuello—.

Al final, cargaron la cesta de comida, subieron a Martina al asiento trasero y partieron entre risas. Victoria los recibió con una sonrisa sincera, y Leticia supo que la guerra había terminado.

Así comenzó una amistad inesperada. Con los días, su relación se volvió cómplice. Leticia retomó su trabajo como enfermera, y Martina aprendió inglés y piano con Victoria, traductora de la UE que contaba historias fascinantes de sus viajes.

Una tarde, llegaron sin avisar. Leticia, demacrada y tensa, rompió a llorar en la cocina:
—Alejandro lleva medio año fuera. Al principio decía que trabajaba… Luego desaparecía días. Ahora una mujer con sombrero y bolso de diseño vino a echarnos. Dijo que yo… que no valgo para él.

—¡Yo sí valgo! —interrumpió Martina, apareciendo de pronto—. ¡Y soy educada!

Victoria enderezó la espalda:
—Claro que lo eres. Viviremos juntas, las tres.

Cuando Alejandro anunció el divorcio y pidió cambiar el testamento de la casa, Victoria asintió con calma. Ya lo había hecho: ahora las dueñas eran Leticia y Martina, quien en ese momento jugueteaba con los impecables rizos plateados de su abuela, ajena al nudo en la garganta de Victoria. La dama de hierro jamás lloraba… pero esa vez estuvo cerca.

Rate article
MagistrUm
El coche frenó en seco y se detuvo: el deseo inesperado de llevar a una desconocida.