El coche frenó bruscamente y se detuvo. Alejandro era un joven serio, por lo que el extraño deseo de ofrecer un viaje a una chica desconocida que hacía autostop en el borde de la carretera le era completamente inusual.
La casa de campo, donde Alejandro y su madre tenían un hogar cálido y acogedor, se encontraba a 15 kilómetros de la ciudad. Vivir allí en verano era un placer absoluto, y Alejandro solía salir hacia el trabajo alrededor de las 7 de la mañana, ya que en ese momento la carretera estaba bastante despejada y el bosque alrededor le traía gratos recuerdos y pensamientos.
La chica se acercó corriendo al coche y, sonriendo, miró por la ventana abierta.
– Hola – canturreó alegremente -, ¿me llevarías a la ciudad?
– ¿Y no te da miedo subir al coche de un extraño en medio del bosque? – preguntó Alejandro sonriendo involuntariamente.
– Pues, ¿por qué habría de temerle? – respondió ella -. Tienes un coche caro y ojos honestos. ¿Por qué alguien con esas características me haría daño?
Alejandro se echó a reír. Hacía mucho que no veía tal ingenuidad y sencillez, y, siendo honesto, estaba casi seguro de que ya no existía.
Leticia creció en un pueblo, y era abierta y confiada. Y cuando Alejandro le propuso matrimonio tres semanas después de conocerse, aceptó sin dudar. Le parecía tan elegante y guapo este joven.
“Todo ha sido como lo predijo la tía Carmen”, pensó Leticia en voz baja, sujetando firmemente la mano de Alejandro y mirando con cierta aprensión a su futura suegra, para quien la noticia de la boda fue casi como un pequeño terremoto.
Después de la boda, Leticia y Alejandro se mudaron al apartamento de la ciudad de este último. Vivir en la casa de campo no era del todo conveniente, y la madre de Alejandro no sentía especial cariño por su nuera.
– Me sorprendes, hijo – solía decir Victoria Fernández a Alejandro cuando la visitaba -. ¿Era esta belleza del pueblo la única opción digna entre todas tus conocidas? – suspiraba con tristeza mientras negaba con la cabeza, con su cabello siempre perfectamente peinado.
Alejandro sonreía, pero no discutía con su madre. No quería explicar lo bien que se sentía en su pequeña y acogedora familia. La madre de Alejandro era una mujer fría y reservada, por lo que para él, Leticia, siendo tan abierta y cariñosa, era casi como una madre y esposa en una sola persona.
Pasaron varios años y Leticia y Alejandro tuvieron una adorable niña llamada Mariana. Leticia adoraba a su hija, y poco a poco, incluso la abuela comenzó a mostrar afecto. Observaba cómo Leticia amaba y mimaba a su hijo, a la vez que educaba a su propia hija con inteligencia y firmeza. Victoria, aunque era una mujer dura y algo cínica, sabía reconocer sus errores.
Por eso, Alejandro no se sorprendió cuando un buen día ella dejó de lado su desdén y invitó a Leticia y a su nieta a pasar algunos días en la casa de campo.
– Ale, le tengo miedo – se quejaba Leticia, buscando cualquier razón para no ir a la casa de su suegra.
– No te va a comer – reía Alejandro, besando cariñosamente a su esposa en el cuello.
– Sí, sí que me va a comer – gemía Leticia -, y se comerá a Mariana de postre. Y tú después llorarás y lamentarás, pero será muy tarde – concluía Leticia de manera convincente, incluso permitiéndose soltar una lágrima.
Pero nada funcionaba. Alejandro tomó la cesta de comida de su esposa, subió al coche a la alegre y risueña Mariana, empujó a su esposa en el asiento delantero, y toda la familia, discutiendo y riendo, emprendió el viaje.
Victoria Fernández recibió a los invitados con genuina alegría. Sonrió a Leticia, quien entonces entendió que la guerra había terminado. Desde ese momento comenzó su sorprendente amistad. Con cada día que pasaba, la relación entre suegra y nuera se volvía más cercana y de mayor confianza.
Leticia regresó al trabajo, y Mariana a menudo se quedaba con su abuela Victoria, quien le leía libros, le enseñaba a tocar el piano y practicaba el inglés con ella. Victoria era intérprete de conferencias, y la curiosa niña disfrutaba escuchando sus historias sobre viajes al extranjero y encuentros con personas interesantes.
Pasaron unos años más. Una vez, Leticia y Mariana llegaron a casa de Victoria sin previo aviso. Leticia había adelgazado y parecía estar extrañamente tensa y callada.
– Leticia, ¿qué ha pasado? – preguntó Victoria con preocupación. – No estarás enferma, ¿verdad?
Pero Leticia simplemente suspiró, se sentó y rompió a llorar amargamente.
– Alejandro lleva medio año sin vivir con nosotras – explicó con dificultad entre sollozos -. Al principio, simplemente a veces no venía a casa. Decía que trabajaba mucho. Pero luego empezó a desaparecer por varios días. Venía a casa, se cambiaba, besaba a Mariana, me empujaba a un lado y se iba de nuevo. Al principio pensé que tenía problemas en el trabajo, ya que casi un año que no recibimos dinero. Pero eso no importa. Yo soy enfermera y gano bien.
Nos arreglamos. Pero un día alguien llamó a la puerta, la abrí y allí estaba una mujer. Muy guapa y elegante. Llevaba un sombrero y su bolso era caro. Solo había visto algo así en televisión – Leticia se calmó un poco, respiró hondo y continuó -.
“Eres una pobrecilla”, dijo, “y no eres adecuada para Alejandro. Ahora vivirá conmigo, así que desaloja la casa y lleva contigo a tu hija tonta. Alejandro y yo estaremos mejor sin su maleducada niña”.
– Yo no soy tonta y soy muy educada – afirmó Mariana repentinamente, apartándose molesta. Victoria y Leticia no se dieron cuenta de que la niña había estado escuchando la conversación desde la cocina durante varios minutos.
– Claro que no eres tonta – confirmó Victoria, enderezándose -. Eres una niña inteligente y educada. Así que viviremos juntas y llevaremos a mamá con nosotras.
Leticia secó sus lágrimas y miró asombrada a Victoria.
Pero la dama de hierro ya había tomado su decisión. Y cuando su hijo le informó que estaba tramitando el divorcio y esperaba que su madre rehiciera su testamento para cederle la propiedad, ella lo aceptó con tranquilidad y dignidad. Porque efectivamente, el testamento ya había sido reescrito.
Solo que Victoria había olvidado mencionar a su hijo que ahora las propietarias de la casa eran su exmujer y la vivaz y despreocupada Mariana, quien en ese momento estaba peinándole los siempre arreglados y queridos cabellos de su abuela con genuina alegría.







