En un rincón apartado de Castilla, entre encinas y campos dorados, vivía Don Santiago Méndez, un labrador retirado de setenta y un años que prefería el susurro del viento al bullicio de las ciudades. Su esposa había partido hacía diez años, y desde entonces su mundo se reducía a su caserío, su huerto y un corzo huérfano que había recogido cuando apenas era del tamaño de un odre de vino.
Lo llamó Lucero.
No es un animal cualquiera decía Don Santiago. Es mi compañero de vida.
Lucero creció á







