El camino que nunca recorrimos juntos

El camino que no recorrimos juntos

Carmen y Álvaro Rodríguez soñaban con una cosa: un coche. No solo un trozo de metal con ruedas, sino un billete hacia la libertad que imaginaban desde el día de su boda. Casi treinta años de trabajo, la huerta, trabajos temporales, privarse de pequeños lujos… Todo por un sueño: comprar un coche y emprender un viaje juntos. Sin horarios, sin prisas, solo ellos y la carretera.

Y lo lograron. Un «Seat Ateca» plateado llegó al viejo garaje junto al fiel «Seat 600», que les había servido lealmente durante décadas. Álvaro paseaba alrededor del coche como un niño con un regalo nuevo. Acariciaba el capó, miraba dentro, mientras Carmen ya imaginaba cómo recorrerían puentes desconocidos, dormirían en campings, tomarían café en gasolineras y admirarían atardeceres en ciudades lejanas…

El plan estaba listo desde hacía tiempo. Todo calculado al detalle: la ruta, los alojamientos, los sitios para comer, las listas de lo imprescindible. Álvaro se encargaría del volante y la mecánica. Había estudiado el mapa, anotado coordenadas de gasolineras y campings, calculado distancias e imprimido un horario de paradas. Carmen se ocupaba del ambiente, la comida y los recuerdos. En su cuaderno apuntaba cada restaurante de comida local, cada monumento, cada rincón fotográfico. No se lo contaron a nadie: era su historia, íntima y personal.

El verano llegaba a su fin. Solo quedaba terminar algunos asuntos en la huerta. Era septiembre, y el viento fresco anunciaba el otoño. Iban de vuelta a la ciudad, a veinte kilómetros de su piso. El sol se ponía, Carmen miraba por la ventana y Álvaro tarareaba algo. Todo parecía perfecto.

Hasta que, en un instante, todo se truncó.

Él frenó de golpe, agarró el volante, su cuerpo se inclinó hacia adelante… y quedó inmóvil. El coche se detuvo en mitad de la carretera. Carmen sintió el tirón del cinturón y no entendió qué ocurría. Luego llegaron los gritos, el pánico. Álvaro no respondía. Solo se había desplomado, con la cabeza sobre el volante.

Carmen llamó a la ambulancia, intentó reanimarlo. Los médicos llegaron rápido, pero… Ya no respiraba.

El corazón. Rápido, inesperado. El cinturón aún olía a su colonia, pero él ya no estaba.

Llegaron los trámites: la policía, su hija con su marido, lágrimas, preguntas. Pero Carmen no escuchaba. Seguía sentada en el coche, en el mismo lugar donde había soñado hacía tan poco. Lo vio llevárselo. Ni una lágrima. Se quedó vacía.

Pasaron nueve días. Luego cuarenta. Después tres meses.

Su hija iba a visitarla, llevaba comida, limpiaba. Intentaba hablar con ella. En vano. Carmen parecía haberse encerrado en sí misma. Se movía por el piso como un autómata, cocinaba, dormía, pero su alma estaba congelada.

Hasta que un día, su hija preguntó como al pasar:

—Mamá, ¿de quién es ese coche plateado?

—De Álvaro… —empezó Carmen, y entonces la memoria le golpeó el pecho. Las imágenes se agolparon: él eligiendo el color, feliz, anotando gasolineras… Y entonces lloró. Por primera vez de verdad. No en silencio, no contenida, sino con desgarro. Tanto que su hija se asustó. Carmen lloró todo el día y casi toda la noche. Luego se durmió. Y al despertar, lo supo: tenía que seguir viviendo. Por él.

En primavera, volvió a la huerta. Abrió la mochila de Álvaro, que seguía intacta, y encontró una carpeta azul. Su ruta. Su letra. Sus notas: «aquí tomaremos café», «aquí querrás una foto».

Cerró la carpeta. Las lágrimas volvían, la rabia hervía. «¿Qué maldito sueño?», quería gritar. Pensó en tirarla. Pero no pudo. La guardó en su bolso.

Ahora iba a la huerta en tren. Su yerno se llevó el coche, prometió llevarla, pero luego se lió. Ella no se quejó. Ya no lo necesitaba.

Pero por las noches abría la carpeta. Al principio, a escondidas. Luego, cada día. Leía, recordaba. Era como si Álvaro estuviera ahí, susurrándole: «Vamos, Carmencita».

Y una noche, lo decidió. De vuelta en la ciudad, se apuntó a un curso. No cualquiera: de conducción extrema. El instructor, un chico de veinticinco años, al principio se rio. Pero Carmen era insistente. Aprendió, practicó, apretó el volante como si de él dependiera su vida.

Obtuvo el carné. De verdad. Con distinción. Orgullosa.

Luego fue a ver a su hija. Tranquila. Segura.

—Laura, baja, por favor. Con las llaves. Y los papeles.

Los tomó, se acercó al coche. Lo acarició. Se sentó. Arrancó.

Y echó a andar. Sin decir nada. Tres días después, ya estaba en el extranjero, en el país donde empezaba su ruta.

Y siguió adelante.

Con su hija hablaría después. Lo entendería. Era el sueño de Álvaro y de ella. Y ahora era su camino. Un camino sin él. Pero, aún así, juntos.

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El camino que nunca recorrimos juntos