**La carretera que no recorrimos juntos**
Carmen y Javier Martín soñaban con algo en común: un coche. No solo un trozo de metal sobre ruedas, sino un billete hacia la libertad que imaginaban desde el día de su boda. Casi treinta años de trabajo, la huerta, empleos temporales y renunciar a pequeños caprichos habían sido por un único sueño: comprar un auto y viajar juntos, sin horarios ni prisas, solo ellos y la carretera.
Y lo lograron. Un “Seat León” plateado apareció en el viejo garaje junto al fiel “Seat 600”, que les había servido lealmente durante décadas. Javier daba vueltas alrededor del coche como un niño con un regalo nuevo. Acariciaba el capó, se asomaba al interior, mientras Carmen ya imaginaba cómo cruzarían puentes nunca vistos, dormirían en campings, tomarían café en gasolineras y admirían atardeceres en ciudades desconocidas…
El plan estaba listo desde hacía tiempo. Todo minuciosamente calculado: la ruta, los alojamientos, los restaurantes, las listas de provisiones. Javier se encargaría del volante y la mecánica. Había estudiado el mapa, anotado coordenadas de campings y gasolineras, calculado distancias e impreso un horario de paradas. Carmen sería la encargada del ambiente, la comida y los recuerdos. En su cuaderno estaba cada restaurante de cocina local, cada monumento, cada rincón pintoresco para fotos. No se lo contaron a nadie; era su historia, íntima y personal.
El verano llegaba a su fin. Solo faltaba terminar unos asuntos en la huerta. Era septiembre, y el viento fresco ya anunciaba el otoño. Iban de vuelta a la ciudad —veinte kilómetros hasta su piso—. El sol se ocultaba en el horizonte, Carmen miraba por la ventana y Javier tarareaba algo en voz baja. Todo parecía perfecto.
Hasta que, en un instante, todo se rompió.
Él frenó de golpe, se aferró al volante, su cuerpo se desplomó hacia adelante— y quedó inmóvil. El coche se detuvo en mitad de la carretera. Carmen, golpeada por el cinturón, tardó en entender lo que pasaba. Después llegaron los gritos, el pánico. Javier no respondía. Solo estaba ahí, desplomado, con la cabeza sobre el volante.
Carmen llamó a urgencias, intentó reanimarlo. Los médicos llegaron rápido, pero… Ya no respiraba.
El corazón. Rápido, sin aviso. El cinturón aún olía a su colonia, pero él ya no estaba.
Vinieron los trámites: la policía, su hija y su yerno, lágrimas, preguntas. Pero Carmen no escuchaba. Seguía sentada en el coche, en el mismo lugar donde había soñado hacía tan poco. Miraba cómo se lo llevaban. Ni una lágrima. Se había vaciado por dentro.
Pasaron nueve días. Luego cuarenta. Después tres meses.
Su hija iba a visitarla, le traía comida, limpiaba. Intentaba hablar con ella. En vano. Carmen estaba como ausente, moviéndose mecánicamente por la casa, durmiendo, levantándose, haciendo sopas, pero su alma parecía congelada.
Hasta que un día, su hija, como al azar, preguntó:
—Mamá, ¿de quién es ese coche plateado?
—Javier lo… —empezó Carmen, y entonces un golpe de memoria le atravesó el pecho. Imágenes desfilaron ante sus ojos: él eligiendo el color, emocionado, anotando las gasolineras… Y entonces lloró. Por primera vez de verdad. No en silencio, ni contenida, sino con un dolor desgarrador. Tanto, que su hija se asustó. Carmen lloró todo el día y casi toda la noche. Después se durmió. Y al despertar, entendió: debía vivir. Por él.
En primavera, volvió a la huerta. Abrió la mochila de Javier, intacta desde entonces, y encontró una carpeta azul. Su ruta. Su letra. Sus anotaciones: “aquí tomaremos café”, “aquí seguro querrás una foto”.
Cerró la carpeta de golpe. Las lágrimas brotaron, la rabia hervía. «¿Qué coño importa un sueño ahora?», quiso gritar. Pensó en tirarla. Pero no pudo. La guardó en su bolso.
Ahora iba a la huerta en tren. Su yerno se quedó con el coche —prometió llevarla, pero luego se lió con sus cosas—. Ella no se quejó. Ya no lo necesitaba.
Pero por las noches, abría la carpeta. Al principio, a escondidas. Luego, cada vez más. Leía, recordaba. Era como si él estuviera ahí, susurrándole: «Vámonos, Carmita».
Y una noche, tomó una decisión. De vuelta en la ciudad, se apuntó a un curso. No cualquiera: conducción extrema. El instructor, un chico de veintipocos, al principio se rio. Pero Carmen era persistente. Aprendió, practicó, agarraba el volante con tal fuerza que parecía aferrarse a la vida misma.
Obtuvo el carné. El de verdad. Con la calificación. Con orgullo.
Luego fue a ver a su hija. Con calma. Con seguridad.
—Lucía, baja, por favor. Con las llaves. Y los papeles.
Las tomó, se acercó al coche. Lo acarició. Se sentó. Arrancó.
Y entonces, partió. Sin decir nada. Tres días después, ya estaba en otro país —el primero de su ruta planeada—.
Y siguió adelante.
Con su hija hablaría después. Lo entendería. Era el sueño de Javier y de ella. Y ahora era su carretera. Una carretera sin él. Pero, de algún modo, aún juntos.