El camino que no recorrimos juntos

El camino que no recorrimos juntos

Amalia y Rodrigo Martínez soñaban con una cosa: un coche. No solo un montón de hierro con ruedas, sino un billete a la libertad que imaginaban desde el día de su boda. Casi treinta años de trabajo, la huerta, chapuzas por temporadas y privarse de pequeños caprichos—todo para poder comprar un coche y marcharse de viaje los dos solos. Sin horarios, sin prisas, solo ellos y la carretera.

Y lo consiguieron. Un «Seat Tarraco» plateado apareció en el garaje, junto al fiel «Seat 600» que les había servido durante décadas. Rodrigo paseaba alrededor del coche como un niño con un regalo nuevo. Acariciaba el capó con ternura, miraba dentro, y Amalia ya imaginaba cómo correrían por puentes desconocidos, dormirían en campings, tomarían cafés en gasolineras y verían atardeceres en ciudades ajenas…

El plan estaba listo desde hacía tiempo. Todo estaba milimetrado: la ruta, los alojamientos, los sitios para comer y las listas de lo necesario. Rodrigo se encargaría del volante y la técnica. Había estudiado el mapa, anotado coordenadas de gasolineras y campings, calculado distancias y preparado un horario de paradas. Amalia se ocuparía del ambiente, la comida y los recuerdos. En su cuaderno estaban todos los restaurantes de cocina local, cada monumento, cada rincón bonito para fotos. No se lo contaron a nadie—era su historia, íntima y personal.

El verano tocaba a su fin. Solo quedaba terminar unos últimos asuntos en la huerta. Era septiembre, y el viento fresco ya anunciaba el otoño. Iban de vuelta a la ciudad—veinte kilómetros hasta su piso. El sol se inclinaba hacia el horizonte, Amalia miraba por la ventana y Rodrigo tarareaba algo en voz baja. Todo parecía perfecto.

Hasta que, en un instante, todo se rompió.

De repente, pisó el freno, agarró el volante con fuerza, su cuerpo se inclinó hacia delante—y se quedó quieto. El coche se detuvo en mitad de la carretera. El cinturón sujetó bruscamente a Amalia, que no entendía qué pasaba. Después—gritos, pánico. Rodrigo no respondía. Solo quedó allí, desplomado sobre el volante.

Amalia llamó a la ambulancia, intentó reanimarlo. Los médicos llegaron rápido, pero… Ya no respiraba.

Un infarto. En un segundo. El cinturón todavía olía a su colonia, pero él ya no estaba.

Luego vinieron los trámites: la policía, su hija y el yerno, lágrimas, preguntas. Pero Amalia no escuchaba. Seguía sentada en el coche, en el mismo lugar donde, poco antes, soñaba. Miraba cómo se lo llevaban. Y no derramó ni una lágrima. Se quedó vacía.

Pasaron nueve días. Luego cuarenta. Después tres meses.

Su hija iba a visitarla, le traía comida, limpiaba. Intentaba que hablara. En vano. Amalia parecía haberse encerrado en sí misma. Se movía por el piso como un autómata, cocinaba caldos, pero su alma estaba congelada.

Hasta que un día, su hija, como sin querer, preguntó:

—Mamá, ¿de quién es ese coche plateado?

—De Rodrigo… —empezó Amalia, y entonces un torrente de recuerdos la golpeó en el pecho. Imágenes desfilaron ante sus ojos: cómo elegía el color, cómo se emocionaba, cómo apuntaba las gasolineras… Y entonces lloró. De verdad, por primera vez. No en silencio, ni contenida—sino con un dolor desgarrador. Tanto, que su hija se asustó. Amalia lloró todo el día y casi toda la noche. Después se durmió. Y al despertar, supo que debía seguir viviendo. Por él.

En primavera, volvió a la huerta. Abrió la mochila de Rodrigo, que seguía intacta, y encontró una carpeta azul. Su ruta. Su letra. Sus notas: «aquí tomaremos café», «aquí querrás una foto seguro».

Cerró la carpeta de golpe. Las lágrimas asomaron, la rabia hervía. «¿Qué coño de sueño?», quería gritar. Quiso tirarla. Pero no pudo. La guardó en su bolso.

Ahora iba a la huerta en cercanías. Su yerno se quedó con el coche—prometía llevarla, pero luego se lió con sus cosas. Ella no se enfadó. No lo necesitaba.

Pero por las noches, abría la carpeta. Al principio, a escondidas. Luego, cada vez más. Leía, recordaba. Era como si él estuviera allí. Susurrándole: «Vámonos, Amalia».

Y una noche, tomó una decisión. De vuelta en la ciudad, se apuntó a un curso. No uno cualquiera—de conducción extrema. El instructor, un chaval de veintipocos, al principio se rio. Pero Amalia era tenaz. Estudiaba, practicaba, agarraba el volante con tanta fuerza que parecía aferrarse a la vida.

Consiguió el carné. Uno de verdad. Con su sello. Orgullosa.

Y entonces fue a ver a su hija. Tranquila. Segura.

—Laura, baja, por favor. Con las llaves. Y los papeles.

Los cogió, se acercó al coche. Lo acarició. Se sentó. Arrancó.

Y echó a andar. Sin decir nada. Tres días después, ya estaba en el extranjero—en el país donde empezaba su ruta.

Y después, más.

Con su hija hablaría luego. Lo entendería. Era el sueño de Rodrigo y de ella. Y ahora era su camino. Un camino sin él. Pero, todavía, de los dos.

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El camino que no recorrimos juntos