EL CABALLO INDÓMITO IBA A SER SACRIFICADO, PERO UNA NIÑA ABANDONADA HIZO ALGO ASOMBROSO…

23 de junio de 2024

Hoy me he sentado en la penumbra del despacho de la hacienda de Segovia para registrar lo que ha ocurrido en los últimos días. El animal que allí se llamaba Rayo, un potro negro tan fiero que los peones lo llamaban el fantasma de la llanura, estaba condenado a la muerte. Nadie se atrevía a acercarse sin salir herido; cada intento terminaba en cascos rotos o en el brazo fracturado de algún mozo.

Una tarde, mientras el carnicero del pueblo, don Miguel, lanzaba un trapo sucio a quien se le acercaba, una niña pequeña y desamparada, de nombre Leocadia, esquivó el lanzamiento y se internó con un trozo de pan en la mano. Sus pies descalzos resonaban contra los adoquines del callejón mientras las carcajadas de los mayores se quedaban atrás. No sabía la hora ni cuánto tiempo llevaba sin comer, pero sí sabía que no podía permanecer en un solo sitio.

Atravesó la plaza principal y se coló entre los arbustos detrás de los establos de la quebrada. Allí, a la sombra del corral de madera, se agazapó, con las piernas contra el pecho, y aguardó. El pan estaba duro, pero la hambre no importó; lo masticó lentamente mientras observaba los movimientos de Rayo, que relinchaba con furia y golpeaba el suelo con sus cascos. Cada vez que algún mozo se acercaba, el animal se erguía como un muro amenazante.

La semana anterior, uno de los peones, José, se había roto el brazo al intentar acariciar al potro; desde entonces, nadie se atrevía a entrar sin una vara. Leocadia lo veía todo desde su escondite de hierbas secas y tablas rotas. No era la rabia lo que percibía en el animal, sino una tristeza profunda, una desconfianza que ella misma había aprendido a usar como escudo.

Un día, el patrón de la hacienda, don Fernando, salió del despacho con dos hombres a su lado. Uno llevaba una carpeta, el otro una soga gruesa. «Ya no podemos arriesgarnos», dijo sin alzar la voz. «Este caballo está maldito o simplemente loco. Lo sacrificaremos el lunes». La palabra sacrificio retumbó en la cabeza de Leocadia como un eco helado. Rayo seguía agitado, con la espuma de su hocico y la mirada perdida en el cielo.

Leocadia sintió que debía actuar. Cuando la noche cayó y el silencio cubrió los corrales, se arrastró por el hueco entre los tablones del corral, sin linterna; la luz de la luna bastó. Rayo la vio al instante y relinchó. Ella se detuvo a tres metros del animal, se sentó sin moverse, sin tocarlo, sin huir. El potro bufó, pero no se acercó ni se alejó.

El tiempo se arrastró; sus ojos se encontraron. Tras lo que parecieron horas, Rayo bajó la cabeza, se echó en el suelo y colocó su espalda contra ella. Leocadia no sonrió, no lloró; simplemente respiró hondo y permaneció allí. Cuando el alba empezó a despuntar, se levantó, salió por donde había entrado y desapareció entre la maleza. El sol asomó tras las montañas y el corral quedó vacío; nadie notó su ausencia.

Al día siguiente, el corral mostraba a Rayo recostado en un rincón, con la cabeza baja, los ojos entrecerrados. No relinchó ni pateó la cerca. Los peones, acostumbrados a su violencia, se detuvieron a observarlo con recelo. «¿Qué le pasa?», preguntó Ramón, el capataz, rascándose la barba. «No lo sé, pero no me gusta», respondió otro, apoyando un saco de avena sobre la rueda de una carretilla. Don Fernando llegó poco después, con su sombrero de ala ancha y paso firme.

Al acercarse, los hombres abriron la puerta del corral. Don Fernando murmuró: «Así amaneció, patrón». Los trabajadores se cruzaron la mirada; el animal no se movía como antes, no bufaba, no atacaba. Un peón sugirió: «Tal vez ya se cansó de pelear». Don Fernando negó con la cabeza: «Los caballos así no entienden; esperan el momento para desatar la furia». Entonces ordenó: «Llamad al veterinario, quiero estar presente cuando lo hagan. No quiero errores».

Los rumores se esparcieron como polvo seco: algunos decían que Ryo estaba embrujado, otros que era hijo de un demonio. Ninguno había logrado domarlo, aunque habían traído al potro desde un criadero prestigioso con papeles de linaje. Los mejores domadores del norte habían fracasado, humillados, magullados. Sin embargo, aquella mañana el animal permanecía inmóvil, y la única testigo era Leocadia, oculta entre los arbustos.

Leocadia no había comido ese día; no buscó pan en el mercado, solo se quedó en su rincón observando. En la noche anterior, había estado junto a Rayo, sintió su aliento pesado, su calor animal y, por primera vez, no sintió miedo. Ambos eran criaturas rotas, acostumbradas a la desconfianza. El caballo la miró y, sin agresión, pareció reconocer a quien había compartido su soledad.

Una tarde, mientras los peones almorzaban, Leocadia volvió al corral, aunque sabía que estaba prohibido. Rayo estaba de pie bajo la sombra de un olmo, giró la cabeza al verla entrar y no se movió. Se acercó despacio, se sentó a su lado y susurró: «¿Te acuerdas de mí?». El potro bufó ligeramente, como respondiendo. No la tocó, solo la sostuvo con la mirada.

Los demás la observaron con burla. Ramón gritó: «¡Escoria! Sal de ahí ahora». El caballo relinchó con fuerza, pero Leocadia permaneció inmóvil. Un peón la agarró del brazo y la arrastró fuera del corral. Don Fernando, al ver la escena, se acercó sin decir palabra. Leocadia, con la cara sucia y los ojos brillantes, bajó la cabeza y aceptó el silencio impuesto.

El veterinario llegó al alba, con su maletín y su jeringa. Todos esperaban el sacrificio. Ryo, sin embargo, se mantuvo quieto, con la cabeza baja, como si esperara una señal. Don Fernando rompió los papeles que autorizarían la muerte del animal y los arrojó al viento. El silencio se hizo palpable; la gente aplaudió, no por la hazaña, sino por la redención que representaba.

La madre de Leocadia apareció en la hacienda, furiosa, reclamando a su hija. Leocadia la miró sin temor y respondió con la serenidad que sólo la vida en la linde del abandono puede forjar. «Ya no te necesito», dijo, y se volvió hacia Rayo. El potro, como si comprendiera, se echó a su lado, apoyó la cabeza en su hombro y ambos permanecieron allí, bajo la luz tenue del amanecer.

Desde entonces, la hacienda cambió. Don Fernando y Doña Carmen, su esposa, dejaron de ver a Leocadia como una intrusa y la integraron en la vida del lugar. Rayo ya no era el animal indómito; se convirtió en el guardián de la zona y en símbolo de esperanza. Leocadia aprendió a leer los ojos de los caballos, a curar sus heridas y a enseñar a los jóvenes del pueblo que el verdadero dominio no es el control, sino la confianza mutua.

Hoy, mientras escribo estas líneas, recuerdo el latido del corazón de Rayo y el mío al mismo tiempo. He visto cómo el dolor compartido puede transformar una bestia salvaje en un compañero fiel, y cómo una niña que nadie vio puede cambiar el destino de toda una comunidad. La lección que me llevo es sencilla: no basta con imponer fuerza; basta con ofrecer una mano amiga y permanecer cuando todos los demás huyen. Esa es la única manera de domar, no al animal, sino a la sombra que llevamos dentro.

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MagistrUm
EL CABALLO INDÓMITO IBA A SER SACRIFICADO, PERO UNA NIÑA ABANDONADA HIZO ALGO ASOMBROSO…