EL CABALLO INDOMABLE ESTABA A PUNTO DE SER SACRIFICADO, ¡PERO UNA NIÑA OLVIDADA REALIZÓ UN HAZAÑA INCREÍBLE!

Trueno, el potro indómito, iba a ser sacrificado, pero una niña abandonada hizo algo imposible

Nadie se atrevía a acercarse sin salir herido. El animal, negro como la noche y más bravo que todos los corceles de la sierra de la Lúgubre, había sido condenado al ruedo. De pronto, entre la niebla del amanecer, apareció Ainhoa, una mocita sin padres, invisible para los ojos de los hombres. Lo que hizo dejó al pueblo entero sin aliento y cambió el destino de todos.

¡Sal de aquí, chiquilla! gritó el carnicero del pueblo, arrojándole un trapo mugriento que ella esquivó por los pelos. Ainhoa se aferró a un trozo de pan duro, sin mirar atrás, sus pies descalzos resonaban contra los adoquines del callejón mientras las carcajadas de los mayores se perdían entre los muros de la plaza.

No sabía la hora ni cuánto tiempo había pasado desde su última comida. Solo sabía que no podía quedarse mucho tiempo en un mismo sitio. cruzó la plaza principal y se adentró entre los arbustos detrás de los establos del cortijo. Allí, tras la valla de madera que nadie miraba, se acurrucó, las piernas plegadas contra el pecho.

El pan estaba cascado, pero no importaba. Lo devoró con lentitud, observando los temblores del animal al otro lado de la cerca. Tru eno relinchaba con fuerza, golpeando el suelo con sus cascos. Era más grande que los demás, más oscuro, más fiero. Cada vez que algún jornalero intentaba acercarse, el potro se erguía como una sombra amenazante.

Uno había caído la semana anterior, se había fracturado el brazo, y desde entonces nadie entraba al corral sin una vara. Ainhoa lo veía todo desde su escondite entre la hierba seca y las tablas rotas, sus ojos seguían cada movimiento del caballo.

Le fascinaba su fuerza, pero más aún la soledad que lo envolvía. No era rabia lo que sentía, sino miedo o desconfianza, el mismo escudo que ella había aprendido a portar. Un portazo interrumpió sus pensamientos. Desde la oficina del fondo salió don Ernesto, patrón del cortijo, flanqueado por dos peones. Uno llevaba una carpeta, el otro una soga gruesa.

Ya no podemos arriesgarnos dijo don Ernesto sin alzar la voz. Este animal está maldito o simplemente enfermo. Lo sacrificaremos el lunes.

¿Seguro, patrón? preguntó uno de los peones. Podríamos venderlo barato. ¿Quién compraría una bomba de tiempo con patas?

Gruñó don Ernesto. Ya está decidido.

Los hombres se alejaron. Ainhoa no se movió; sus dedos se aferraron al borde del vestido raído. La palabra sacrificio retumbó en su cabeza como un eco helado. Tru eno seguía agitado, la espuma salpicaba su hocico y su mirada se perdía en el firmamento. Ainhoa lo observó largo rato, hasta que sus ojos comenzaron a arder.

Sin pensarlo, se levantó, se escabulló entre los arbustos y desapareció. Esa noche el cortijo dormía, las luces apagadas, los peones roncaban en la cazona y el viento agitaba las ramas secas del eucalipto que custodiaban el portal. Ainhoa esperó hasta que el silencio se hizo total. Entonces cruzó la vereda y se deslizó por el hueco entre los tablones sueltos del corral. No llevaba linterna; la luna bastaba.

Tru eno la vio al instante, relinchó y se movió con ímpetu. Sus cascos retumbaron sobre la tierra. La niña se detuvo a tres metros del potro, sin acercarse más. No dijo nada, solo se sentó, sin huir, sin extender la mano, solo bajó la cabeza y esperó. El caballo bufó con fuerza, pero no se acercó ni se alejó.

Respiraba con rapidez, como si no comprendiera la presencia de aquella criatura diminuta en su territorio. Ainhoa alzó la mirada lentamente; sus ojos se encontraron. Pasaron minutos, tal vez horas. Entonces el animal se giró, bajó la cabeza y se echó en el suelo, dándole la espalda. Ainhoa no sonrió, no lloró, solo permaneció allí, respirando hondo.

Cuando el cielo empezó a aclararse, se levantó despacio, salió por donde había entrado y volvió a desaparecer entre los arbustos. No pronunció palabra, pero esa noche algo cambió. Al amanecer, cuando los primeros rayos iluminaron el corral, Ainhoa ya no estaba. Nadie notó su ausencia, nadie supo que había estado allí, pero el ambiente se sentía distinto.

Tru eno permanecía echado en un rincón, la cabeza baja, los ojos entrecerrados. No se movía como antes; no bufaba, no pateaba la cerca. Los hombres del establo, acostumbrados a su energía violenta, se detuvieron a observarlo con desconcierto.

¿Qué le pasa? preguntó Ramón, el mayoral, rascándose la barba.

No lo sé, pero no me gusta respondió otro, apoyando un saco de avena sobre la rueda de una carretilla.

Don Ernesto llegó poco después, con su sombrero de ala ancha y paso firme, como cada mañana. Al verlo, los peones se cuadraron y uno fue a abrir la puerta del corral. Don Ernesto murmuró al ver al caballo tendido:

Así amaneció, patrón.

No se ha movido casi nada. No quiso ni el forraje añadió Ramón.

Don Ernesto frunció el ceño, entró al corral con cautela, las manos en los bolsillos, la mirada fija en el animal. Se acercó unos pasos; Tru eno levantó la cabeza al oírlo, pero no hizo ningún gesto de levantarse. Sus orejas no estaban echadas atrás, sus músculos, antes tensos como cuerdas, ahora parecían relajados.

Y si ya se cansó de pelear dijo un peón desde la valla. Tal vez ya lo entendió.

Don Ernesto negó con la cabeza. Los caballos como este no entienden; solo esperan el momento para desatar la furia.

Recogió un puñado de tierra húmeda y la dejó caer entre los dedos. He tomado una decisión añadió, poniéndose de pie. No correré más riesgos. Este animal tiene que irse.

Los hombres callaron; sabían lo que irse significaba. Llamad al veterinario ordenó. Quiero estar presente cuando lo hagan. No quiero errores, que sea rápido.

Ramón asintió en silencio y se marchó. Los rumores corrieron como viento seco por los muros del cortijo: algunos decían que Tru eno estaba embrujado, otros juraban que era hijo de un demonio. Ninguno había logrado domarlo; los mejores adiestradores del norte habían venido y se habían marchado derrotados. Pero aquella mañana el potro estaba quieto, y solo Ainhoa lo había observado desde el matorral, con la cara cubierta de polvo y los ojos grandes, como si viera algo que nadie más percibía.

Ainhoa no comió ese día; no buscó pan, no hurgó entre los cubos de basura del mercado, solo se quedó en su rinconcito mirando. La noche anterior no había sido un sueño; había estado con él, había sentido su respiración pesada, su calor animal, su fuerza contenida, y por un instante no sintió miedo.

Tru eno era como ella: salvaje, roto, acostumbrado a que todos lo miraran con recelo. Ninguno se le acercaba sin intención de dominarlo o castigarlo, al igual que a ella, que solo recibía gritos o empujones. Por eso no comprendía lo que sentía en el pecho al verlo recostado, sin pelear. Era como si algo dentro de él también se hubiera rendido.

No dejes que te quiten la fuerza susurró desde su escondite.

Yo sé lo que se siente respondió el caballo, en un silencioso intercambio de miradas.

Una tarde, cuando todos se marcharon a comer, Ainhoa se deslizó de nuevo al corral, a sabiendas de que estaba prohibido. Sabía que si la descubrían no la dejarían volver, pero no podía quedarse de brazos cruzados. Tru eno estaba de pie junto a un poste de sombra. Giró la cabeza al verla entrar; no se movió.

La niña caminó despacio, descalza sobre el polvo, su vestido ondeaba al viento. Cuando estuvo a pocos metros, se detuvo.

Hola dijo casi sin voz. ¿Te acuerdas de mí?

El potro bufó, como respondiendo. No era agresivo, no estaba asustado. Ainhoa se sentó de nuevo, como la noche anterior, sin tocarlo, solo mirándolo. Pasaron los minutos; ella en silencio, él de pie observando, hasta que Ramón apareció al otro lado de la valla y lanzó una maldición.

¿Qué haces ahí, escuincla? gritó. Sal de aquí ahora mismo.

Tru eno relinchó con fuerza, Ainhoa quedó paralizada. Ramón abrió la puerta del corral y la agarró del brazo.

¿Estás loca? Ese animal te puede matar.

Ainhoa intentó zafarse, pero el caballo la arrastró fuera sin miramientos. Los demás peones se acercaron al oír el alboroto. Don Ernesto salió de la oficina.

¿Qué pasó? preguntó. La encontramos dentro del corral con el potro.

¿Tú fuiste la que entraba cada noche? dijo don Ernesto, mientras Ainhoa bajaba la cabeza, la cara sucia y los ojos brillantes.

Don Ernesto se quitó el sombrero, rascó su cabeza y, con gesto pensativo, ordenó:

Déjenla, no la toquen más.

Los peones se miraron, confundidos.

¿La va a dejar quedarse? preguntó Ramón.

Por ahora respondió el patrón. Quiero saber qué hizo que ese animal dejara de ser una fiera.

Si ella tenía algo que ver, lo averiguarían. Con esa frase, se giró y volvió a su oficina. Ainhoa, temblando, sintió por primera vez que alguien no la había echado.

Esa noche el sol apenas asomaba tras los cerros cuando los primeros rayos iluminaron el corral. Ainhoa ya no estaba allí. Nadie notó su ausencia. Pero el ambiente se sentía distinto. Tru eno permanecía echado en un rincón, la cabeza baja, los ojos entrecerrados. No se movía como antes; no bufaba ni pateaba la cerca. Los hombres del establo, acostumbrados a su energía violenta, se detuvieron a observarlo con desconfianza.

¿Qué le pasa? preguntó Ramón, el mayoral, rascándose la barba.

No sé, pero no me gusta respondió otro, apoyando un saco de avena sobre la rueda de una carretilla.

Don Ernesto llegó poco después, con su sombrero de ala ancha y paso firme, como cada mañana. Al verlo, los peones se cuadraron y uno fue a abrir la puerta del corral. Don Ernesto murmuró al ver al caballo tendido:

Así amaneció, patrón.

No se ha movido casi nada. No quiso ni el forraje añadió Ramón.

Don Ernesto frunció el ceño, entró al corral con cautela, las manos en los bolsillos, la mirada fija en el animal. Se acercó unos pasos; Tru eno levantó la cabeza al oírlo, pero no hizo ningún gesto de levantarse. Sus orejas no estaban echadas atrás, sus músculos, antes tensos como cuerdas, ahora parecían relajados.

¿Y si ya se cansó de pelear? dijo un peón desde la valla. Tal vez ya lo entendió.

Don Ernesto negó con la cabeza. Los caballos como este no entienden; solo esperan el momento para desatar la furia.

Recogió un puñado de tierra húmeda y la dejó caer entre los dedos. He tomado una decisión añadió, poniéndose de pie. No correré más riesgos. Este animal tiene que irse.

Los hombres callaron; sabían lo que irse significaba. Llamad al veterinario ordenó. Quiero estar presente cuando lo hagan. No quiero errores, que sea rápido.

Ramón asintió en silencio y se marchó. Los rumores corrieron como viento seco por los muros del cortijo: algunos decían que Tru eno estaba embrujado, otros juraban que era hijo de un demonio. Ninguno había logrado domarlo; los mejores adiestradores del norte habían venido y se habían marchado derrotados. Pero aquella mañana el potro estaba quieto, y solo Ainhoa lo había observado desde el matorral, con la cara cubierta de polvo y los ojos grandes, como si viera algo que nadie más percibía.

Ainhoa no comió ese día; no buscó pan, no hurgó entre los cubos de basura del mercado, solo se quedó en su rinconcito mirando. La noche anterior no había sido un sueño; había estado con él, había sentido su respiración pesada, su calor animal, su fuerza contenida, y por un instante no sintió miedo.

Tru eno era como ella: salvaje, roto, acostumbrado a que todos lo miraran con recelo. Ninguno se le acercaba sin intención de dominarlo o castigarlo, al igual que a ella, que solo recibía gritos o empujones. Por eso no comprendía lo que sentía en el pecho al verlo recostado, sin pelear. Era como si algo dentro de él también se hubiera rendido.

No dejes que te quiten la fuerza susurró desde su escondite.

Yo sé lo que se siente respondió el caballo, en un silencioso intercambio de miradas.

Una tarde, cuando todos se marcharon a comer, Ainhoa se deslizó de nuevo al corral, a sabiendas de que estaba prohibido. Sabía que si la descubrían no la dejarían volver, pero no podía quedarse de brazos cruzados. Tru eno estaba de pie junto a un poste de sombra. Giró la cabeza al verla entrar; no se movió.

La niña caminó despacio, descalza sobre el polvo, su vestido ondeaba al viento. Cuando estuvo a pocos metros, se detuvo.

Hola dijo casi sin voz. ¿Te acuerdas de mí?

El potro bufó, como respondiendo. No era agresivo, no estaba asustado. Ainhoa se sentó de nuevo, como la noche anterior, sin tocarlo, solo mirándolo. Pasaron los minutos; ella en silencio, él de pie observando, hasta que Ramón apareció al otro lado de la valla y lanzó una maldición.

¿Qué haces ahí, escuincla? gritó. Sal de aquí ahora mismo.

Tru eno relinchó con fuerza, Ainhoa quedó paralizada. Ramón abrió la puerta del corral y la agarró del brazo.

¿Estás loca? Ese animal te puede matar.

Ainhoa intentó zafarse, pero el caballo la arrastró fuera sin miramientos. Los demás peones se acercaron al oír el alboroto. Don Ernesto salió de la oficina.

¿Qué pasó? preguntó. La encontramos dentro del corral con el potro.

¿Tú fuiste la que entraba cada noche? dijo don Ernesto, mientras Ainhoa bajaba la cabeza, la cara sucia y los ojos brillantes.

Don Ernesto se quitó el sombrero, rascó su cabeza y, con gesto pensativo, ordenó:

Déjenla, no la toquen más.

Los peones se miraron, confundidos.

¿La va a dejar quedarse? preguntó Ramón.

Por ahora respondió el patrón. Quiero saber qué hizo que ese animal dejara de ser una fiera.

Si ella tenía algo que ver, lo averiguarían. Con esa frase, se giró y volvió a su oficina. Ainhoa, temblando, sintió por primera vez que alguien no la había echado.

Esa noche el sol apenas asomaba tras los cerros cuando los primeros rayos iluminaron el corral. Ainhoa ya no estaba allí.Así, el silencio del amanecer guardó el secreto de la niña y del potro, y el recuerdo de su extraña alianza quedó escrito en la bruma de la sierra.

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MagistrUm
EL CABALLO INDOMABLE ESTABA A PUNTO DE SER SACRIFICADO, ¡PERO UNA NIÑA OLVIDADA REALIZÓ UN HAZAÑA INCREÍBLE!