El Bufón

—María, ¿vas a tardar mucho? Ahora mismo llegarán Lucía y Fernando —dijo impaciente Javier, asomándose al dormitorio.

—Un momentito —respondió María, sin apartar la vista del espejo del armario.

Pasó el pintalabios por sus labios, sacudió ligeramente la cabeza despeinando su perfecto recogido, se ajustó el cuello del vestido y solo entonces se volvió hacia su marido.

—Estoy lista —le sonrió.

—¡Vaya! Qué hermosa eres —Javier se acercó y la atrajo hacia sí.

—Cuidado, con el pintalabios —María apartó la cabeza de su pecho, mirándole con ternura y un dejo de picardía.

—Mari… —empezó él con voz quebrada, pero en ese instante llamaron a la puerta. —Bueno, ya está. —Javier soltó el abrazo con decepción, suspiró y fue a abrir.

María echó un último vistazo al espejo, se arregló el vestido y le siguió.

En el recibidor, Fernando bromeaba ya con un gran ramo de rosas. A su lado, su esposa Lucía sostenía una bolsa de regalo.

—¿Dónde está la cumpleañera? ¿Por qué no recibe a sus invitados? —alborotaba Fernando, moviendo el envoltorio del ramo. Al ver a María, dio un paso hacia ella. —Por fin. Mari, estás radiante, como siempre. Javi, mira, me la quedo. Venga, déjame darte un beso. —Le plantó un sonoro beso en la mejilla antes de entregarle las flores. —Te deseo…

—Eh, primero a desabrigarse. Los brindis y deseos, para la mesa —interrumpió Javier.

—Javi, saca las zapatillas, voy a poner las rosas —dijo María, yéndose a la cocina.

La casa se llenó al instante de bullicio y calidez. Fernando se frotaba las manos ante la mesa puesta en el centro del salón.

—María, eres una maga. Vaya banquete. Me ahogo en saliva de sólo verlo —gemía exagerado.

—Tendrás que aguantar un poco —respondió ella, entrando con el jarrón de rosas. Lo dejó sobre la mesita junto a la ventana.

—Payaso —susurró Lucía, alzando sus hermosos ojos oscuros con desdén.

María se acercó y le posó una mano en el hombro, como queriendo calmarla. En ese momento, llamaron de nuevo a la puerta, y fue a recibir a más invitados.

—Esta es Laura, y mi hermana María —presentó Carlos a las mujeres, entregando un ramo a su hermana.

—Encantada —dijo María, sonriendo. Laura apenas asintió. —Perdona, no quedan zapatillas.

—No importa, yo le daré las mías —contestó Carlos.

María lo miró con sorpresa. Su mirada decía: “¿Qué tienes tú en común con ella?”.

—Invita a la mesa, hermanita —dijo él, ignorando su expresión.

Entraron al salón.

—Mi hermano ya lo conocéis, y esta es Laura, su nueva novia —presentó María. —El resto, cuéntalo tú —musitó a Carlos antes de irse con el ramo a la cocina.

No encontraron otro jarrón, así que dejó las flores en una jarra de litro sobre la mesa.

Al regresar, los invitados ya estaban sentados. Javier le señaló la cabecera. María se percató de que Fernando y Lucía se habían separado, cada uno en un extremo de la mesa.

Javier servía coñac a los hombres y vino a las mujeres. Laura, erguida y distante, parecía ajena a todo. Carlos le ponía ensalada en el plato, pero ni lo notaba.

«Vaya carácter. Parece hecha de hielo… Mi hermano ha tenido novias, pero ninguna tan fría.» Los pensamientos de María se cortaron cuando Javier empezó un brindis, con la copa en alto y la mirada llena de amor.

Todos en silencio. El tintineo de las copas, luego el de los cubiertos…

María observó a los presentes. Fernando comía con entusiasmo, elogiando la comida y mirando a Lucía, quien evitaba su mirada. Laura masticaba lentamente, ajena. Carlos le susurraba algo al oído. Javier se aseguraba de que nadie tuviera la copa vacía. «¿Ves? Todo va bien», parecía decir su mirada.

María se relajó. Cuando los invitados saciaron el hambre, Javier trajo la guitarra. Afinó y comenzó a cantar *«Eres tú»* con voz cálida, dedicándoselo a su esposa.

María se movía al compás, luego se unió al canto. Sonaba armonioso. Tras el aplauso, sugirieron más canciones.

Javier tocó *«Estrella clara»*, la favorita de María.

A mitad de la canción, Lucía se levantó y se fue a la cocina, cerrando la puerta.

—Cantas muy bien, Javi. Esto merece un trago —dijo Fernando al terminar.

—Voy a por lo caliente —susurró María, y también salió.

Lucía fumaba junto a la ventana abierta.

—¿Qué pasa? —preguntó María, acercándose.

El cigarrillo temblaba en sus dedos. La ceniza cayó al alféizar; Lucía la apartó, pero solo la emborronó.

—Antes te encantaba oírle cantar. ¿Por qué te fuiste?

—Y me sigue encantando —respondió, asegurándose de que la puerta estuviera cerrada. Desde el salón llegaban voces masculinas cantando *«Si no tienes una tía»*.

—¿Me harías un favor? —preguntó de pronto Lucía.

—¿Dinero?

—No necesito dinero. —Inhaló profundamente.

—¿Os habéis peleado?

—Mari —bajó la voz, tiró la colilla—. Me he enamorado. Perdí la cabeza.

—Lucía… ¿Y Fernando?

—¿Qué tiene que ver él? —replicó, primero fuerte, luego en un susurro.

—Tenéis una familia, un hijo…

—Fernando y yo… ya no hay nada —suspiró.

—¿Lo sospecha? —María observó su perfil delicado.

—Quizá. —Se encogió de hombros.

María guardó silencio.

—Llegó un médico nuevo al hospital. De provincias. Al verle, supe que estaba perdida. Cambio turnos para coincidir con él. ¿Me juzgas?

—Es inesperado. ¿Y ahora?

—No puedo vivir sin él. Si no fuera por el niño… —exhaló las palabras como humo—. Nos veíamos en casa de mi madre, pero volvió del sanatorio… Ya no hay donde.

María mordisqueaba el labio, sin interrumpir.

—Tú y Javier trabajan, no tenéis niños. No tengo a quién más pedírselo.

—¿Es cruel recordarme eso, no crees?

—Perdona, no pensé…

—¿Quieres venir aquí con él? ¿Es eso?

—Sí. Solo dos o tres horas, a veces. Por favor. ¿Qué dices?

María recordó a Fernando, sufriendo por Lucía años atrás, temiendo que no se casara con él…

—¿Él no tiene casa? Ah, está casado.

—Da igual. Nos amamos. No puedo… —su voz sonó desesperada—. Pensé que esto no existía. El corazón se me sale del pecho cuando le veo.

—No —dijo María tajante. —Pide lo que quieras, dinero, cuidar al niño… pero las llaves no.

Javier asomó la cabeza.

—¿Qué hacéis? El plato principal… —pero ante la mirada de su esposa, se retiró.

—¿En qué estás pensando? Fernando es buen padreLos años pasaron, el pequeño Vítor creció bajo el cuidado de Javier y María, mientras Fray Teodoro, desde su celda en el monasterio, encontraba paz en la oración y en la esperanza de que, algún día, su hijo comprendiera el perdón que él mismo tanto anhelaba. .

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