Hace mucho tiempo, en un pequeño pueblo de Castilla, vivían dos hermanas: Ana y Marina. Ambas se habían casado y tenían hijos. Ana tenía una hija, Lucía, y un hijo, mientras que Marina solo tenía a su querida hijita, Carmencita.
Las hermanas se visitaban con frecuencia, aunque solía ser Marina quien iba con su hija a casa de Ana, pues esta tenía una casa con un patio bien cuidado, donde los niños podían jugar bajo la sombra de los olivos. Marina, en cambio, vivía en un piso de la ciudad.
Marina siempre estaba segura de que su Carmencita era más lista, más guapa y más talentosa que Lucía. Solo había un año de diferencia entre ellas, siendo Lucía la mayor.
—Ana, ¿otra vez ha subido Lucía al árbol? ¡Pero si es una niña! —reprochaba Marina a su hermana, intentando influir en cómo criaba a su hija.
—¿Y qué tiene de malo? —respondía Ana, sorprendida—. Es una niña, tiene que explorar el mundo.
—Pero no trepando como un chico. Eso no es propio de una señorita —insistía Marina, aunque Ana solo sonreía.
Las primas se llevaban bien, aunque a Carmencita le habría gustado jugar con más libertad, quizás incluso subir a los árboles. Pero su madre vigilaba cada uno de sus movimientos. No se le permitía hacer nada de eso.
Lucía nunca tuvo envidia de su prima, aunque Marina estaba convencida de que debería envidiarla. En su infancia y adolescencia, a Lucía le daba igual. Era una chica vivaracha, rápida y decidida.
Se la conocía como “la capitana con falda”, pues no se dejaba intimidar por los chicos, trepaba tras ellos a los árboles, se pelea si era necesario, defendiendo a su hermano menor, y hasta se colaba en huertos ajenos a por manzanas. Las muñecas no le interesaban, ni los peinados, ni los lazos, ni los vestidos. Lo que más le gustaba era ayudar a su padre en el garaje, manoseando llaves inglesas, tuercas y tornillos, aunque su padre siempre decía:
—Hija, no me pongas demasiado orden, que luego no encuentro nada. Mejor pásame la llave del dieciséis.
Y ella, sin dudar, se la alcanzaba al instante. Su padre la elogiaba, y ella se sentía orgullosa.
Carmencita era todo lo contrario. La vestían como una muñeca: vestidos delicados, calcetines blancos con cintas, grandes lazos. A Lucía no le gustaban esos trajes, llenos de volantes y encajes.
Siempre se oían los gritos de su tía Marina:
—Carmencita, no te metas en el arenero, que te manchas los calcetines. Aléjate de la puerta, que hay corriente. No toques los juguetes de los demás, están sucios. ¡No cojas esa manzana del suelo, está llena de gérmenes!
A Lucía le exasperaba su tía por esto. Prohibía demasiado a su hija, y con Carmencita ni siquiera era divertido jugar en el patio. Y salir a la calle, más allá de la verja, era impensable.
—¿Adónde vas, Carmencita? Ahí fuera hay perros suelos, gatos callejeros, y los chicos pueden molestarte. Que vaya Lucía, tú quédate aquí con nosotras.
A Lucía le daba lástima su prima.
—Tía Marina, deja que venga conmigo, nadie la va a molestar —intentaba defenderla.
Pero Marina la miraba con severidad.
—No, Carmencita no sale del patio.
En el colegio, Lucía hacía atletismo, jugaba al baloncesto en el equipo del instituto, y hasta se aficionó al karate. A Marina se le ponían los pelos de punta cada vez que oía hablar de las actividades de su sobrina.
—¿Es que las chicas deben criarse así? —preguntaba una y otra vez a su hermana.
—Que haga lo que le guste y se abra camino en la vida —replicaba Ana, defendiendo a su hija.
En cambio, Carmencita iba a la escuela de música, tocaba el piano, su madre la apuntó a baile de salón. Intentó incluso que fuera artista, llevándola a clases de pintura, pero a Carmencita no le interesaba, y no tenía talento para ello. Así que lo dejó. No funcionó.
En su primer año de universidad, Lucía conoció a Javier en el gimnasio de karate. Él también practicaba. No era un Adonis, pero sí un chico agradable.
—Hola —fue él quien se acercó primero—. Llevo un rato mirándote, lo haces muy bien. Soy Javier, y tú eres Lucía, ¿verdad? Ya me he enterado de todo sobre ti.
Su sonrisa franca y la chispa en sus ojos conquistaron a Lucía, que también sonrió. Se sentía cómoda, como si se conocieran de toda la vida.
—Hola. No te había visto por la universidad.
—Es que no estudio allí. Trabajo de mecánico y estudio a distancia en la escuela de automoción.
Desde entonces, empezaron a salir. Ambos se entendían a la perfección: iban juntos al gimnasio, paseaban por el parque, veían películas. Los intereses comunes los unían cada vez más.
—Mamá, papá, mañana vendré con Javier. Ya me ha presentado a su madre. Ahora os toca a vosotros conocerlo.
—Bueno, venid —aceptaron ellos.
Javier conectó enseguida con sus padres, especialmente con su padre. Hablaron del garaje, de coches, de motores. Al padre le encantó que Javier fuese mecánico y estudiara automoción. Estaban en la misma onda.
Pasó el tiempo. Lucía y Javier seguían juntos, y hacia el final del segundo año, Lucía les dio la noticia a sus padres.
—Mamá, papá, Javier y yo vamos a alquilar un piso juntos.
Ana puso el grito en el cielo:
—Hija, es muy pronto. Deberías estar centrada en los estudios, no en esto.
Pero, para su sorpresa, su padre la apoyó. Le caía bien Javier. Cuando iban a visitarlos, los dos se pasaban horas en el garaje, arreglando el viejo Seat, y además compartían su afición por el fútbol, viendo los partidos y animando al mismo equipo.
Cuando Marina se enteró, su indignación no tuvo límites.
—Dios mío, Ana, ¿cómo has permitido que Lucía viva con un chico así? ¡Es inaceptable!
—¿Y qué tiene de malo? —respondió Ana, como siempre, tranquila.
Pero un año después, supieron que Carmencita había hecho lo mismo. Se fue a vivir con Álvaro, un chico mayor que ella, que estaba terminando su segunda carrera. Guapo, listo. Marina no paraba de alardear de su futuro yerno, y ya no le molestaba que vivieran sin haberse casado.
—¡Mi Carmencita tiene un novio estupendo! Guapo, culto, educado, de buena familia…
Pronto fue el cumpleaños de Carmencita, y Lucía y Javier fueron invitados. A Lucía no le apetecía mucho ir, soportar los elogios de su tía hacia Álvaro, pero temió ofenderlos si no iba.
Álvaro resultó ser exactamente como lo había descrito Marina. Atractivo, hablador, divertido.
—Vaya, sí que es un buen partido —pensó Lucía, y por primera vez sintió un atisbo de envidia hacia su prima.
Carmencita había preparado una cena exquisita: platos refinados, vino caro, la mesa impecable. Álvaro era todo un caballero, lanzando cumplidos a su suegra, a Carmencita, a Lucía, sirviendo vino y contando chistes sin parar.
—Sí, a Carmencita le ha tocado la lotería —pensó Lucía, comparándolo con Javier, que permanecía callado, incómodo.
Pero, tras una