**El astuto Timi**
Laura y su madre llevaban varios días discutiendo. Se cansaban, se alejaban a sus rincones, guardaban silencio y se enfurruñaban. Pero en cuanto una de las dos, ya más calmada, intentaba retomar la conversación, volvía la pelea.
—¡Contigo es imposible hablar! No escuchas a nadie. Solo existe tu opinión y nada más. Ni siquiera escuchaste a papá. Por eso se fue de tu lado —gritó Laura, sabiendo que mencionar a su padre era un golpe bajo, pero el enfado la arrastraba y no podía contenerse.
—No es que me oponga, y te escucho perfectamente. ¿Por qué no os casáis, si tanto os queréis? —dijo su madre con voz tranquila, asustada por la vehemencia de su hija.
—Otra vez lo mismo —suspiró Laura—. ¿Casarnos? Somos estudiantes. ¿Vivir a tu costa o de sus padres? Ellos ya le compraron un piso a Dani.
—¿Y con qué vais a vivir?
—Te lo he dicho, Dani trabaja haciendo páginas web y programas. Le pagan por eso. Sí, mamá, ¿no has oído que ahora se trabaja así? Se llama teletrabajo. Tenemos para comer, y en un año terminamos la carrera y nos casamos.
—Pues esperad ese año. ¿O acaso corre prisa? ¿Estás embarazada y no me lo dices? —La madre la miró con recelo.
—No, mamá, no estoy embarazada. Estoy harta. Es inútil hablar contigo. —Laura entró en su habitación y empezó a sacar ropa del armario, metiéndola en una mochila. Como no cabía, se quedó pensativa junto al sofá.
Su madre entró en la habitación. “Ahora volverá a gritar”, pensó Laura. Pero su madre se limitó a quedarse callada un momento y salió. Minutos después regresó con una maleta, la misma que usaba cuando iba con su padre al balneario, y la dejó junto a la ropa.
—¡Gracias! —Laura la abrazó—. No me voy al fin del mundo, vendré a verte. Te llamaré cada día. Si necesitas algo, dinos, Dani y yo vendremos a ayudarte.
De pronto, su madre se desplomó en el sofá y se tapó la cara con las manos.
—Todos me abandonan. Claro, huid, marchaos, como si fuera un monstruo. Cuando era joven y sana, todos me querían, ahora solo estorbo. Tu padre se buscó a una más joven, porque conmigo ya no le gustaba. Pero cuando le dolía el estómago o la espalda, ahí sí que me necesitaba. Le hacía masajes, le preparaba comidas ligeras, hasta jugos de patata y col. Y en cuanto se recuperó, se fue con otra. Bueno, ya volverá arrastrándose cuando le falle algo, pero no le perdonaré.
Y ahora tú también te vas. ¿Tan mal estabas aquí? Vas a tener que cocinar, hacer la compra, lavar, estudiar… La vida de mujer no es fácil. ¿Y si te quedas embarazada? ¿A qué tanta prisa?
Laura se sentó a su lado y la abrazó. Notaba su cuerpo tenso, su tristeza. Incluso dudó un momento, pensando en ceder y quedarse.
—Podríais seguir viéndoos como antes. ¿Para qué irte de casa? —insistió su madre.
—¿Por qué la gente vive junta? Porque no pueden estar separados. Le quiero, mamá. Vendré a verte, te lo prometo. Y te llamaré. Si quieres, nos mudamos contigo.
Su madre apartó las manos de la cara y se enderezó de golpe.
—¡Ni hablar!
Laura sonrió para sus adentros. Su madre se había casado tarde porque su abuela era estricta y no la dejaba salir. Solo cuando ella falleció, su madre pudo casarse, como quien dice, “subirse al último vagón”.
Laura tenía veinte años, y su madre ya estaba jubilada. La empresa donde trabajaba quebró, y a todos los mayores los mandaron a casa. Encima, su padre le había jugado esa mala pasada. Laura lo entendía, pero ¿cómo elegir entre su madre y Dani? Dudo que pudieran vivir los tres juntos, conocía el carácter de su madre. Y si Dani ya tenía piso, ¿para qué complicarse? Así era mejor para todos. Su madre solo tenía miedo a quedarse sola.
—Perdóname, mamá. Te quiero mucho, pero también quiero a Dani. —Laura se levantó y siguió preparando sus cosas.
Cuando su madre salió, sacó el móvil del bolsillo del vaquero.
—¿Me esperas? —preguntó al teléfono—. Ahora voy.
Colgó, se colgó la mochila y arrastró la maleta hasta la salida. Su madre estaba en la cocina, de espaldas, mirando por la ventana.
—Mamá, no te enfades. Te llamaré mañana —dijo Laura con tono culpable.
Su madre ni se movió. Parecía tan perdida, tan sola, que a Laura le dio pena. Pero si cedía ahora, si se acercaba, su madre volvería a suplicarle que se quedara. Y Dani llevaba rato esperándola en la calle, seguramente helándose. Así que, antes de que su madre reaccionara o ella cambiara de idea, salió decidida.
Podrían haber cogido un taxi, pero había que ahorrar, así que fueron a la parada del autobús.
—¿Y? ¿Cómo ha ido? ¿Tu madre se ha enfadado mucho? ¿Te ha pedido que te quedes? —preguntó Dani en el autobús, apretándole la mano.
—Normal —murmuró ella, sin ganas de entrar en detalles.
—¿Te arrepientes?
—No, ¿qué dices? —respondió Laura rápidamente, apretándole la mano y acurrucándose contra él.
Laura llamaba a su madre todos los días entre clase y clase. Su madre se quejaba de la presión, de los dolores en las articulaciones por el cambio de tiempo. Era finales de noviembre, pero hacía un calor raro, con lluvias o aguanieve. Hasta una persona sana se sentía mal con ese tiempo, imagínate su madre.
Laura intentaba animarla, pero escuchar cada día lo mismo la cansaba. “Tómate una pastilla, descansa”, ¿qué más podía decir? Empezó a llamar menos. Aquel fin de semana iría a verla.
—¿Quieres que vaya contigo? —propuso Dani.
—Mejor voy sola. Para mi madre, tú eres ahora el enemigo público número uno, la causa de su soledad. No hace falta un escándalo. Quédate trabajando.
Laura compró mandarinas y un pastel. Al abrir la puerta, el olor a valeriana le golpeó la nariz, dándole un escalofrío de inquietud. Su madre estaba en el sofá, con una toalla en la cabeza.
—Mamá, ¿qué pasa? ¿La presión? ¿Llamo a una ambulancia? —se alarmó Laura, sentándose al borde del sofá.
—Ya vino el médico. Me puso una inyección y se fue —respondió su madre con voz débil.
—Te traje tu pastel favorito. Voy a poner la tetera. —Laura salió de la habitación.
“Antes de irme, avisaré a la vecina, por si acaso”, pensó, aunque estaba segura de que su madre exageraba. “Quiere que me sienta culpable. Y lo de la ambulancia seguro que es para darle dramatismo. Sabe que no voy a preguntar”.
Peló una mandarina y se la llevó.
—¿Te acuerdas de cuando me comprabas naranjas cada vez que me ponía mala? —dijo, volviendo rápidamente a la cocina antes de que su madre pudiera rechazarla.
Su madre se la comió. Luego tomaron té con el pastel en la cocina. Se quitó la toalla y parecía más animada. Preguntó cómo vivían, por qué Dani no venía. Así lo llamaba:Al final, con el tiempo, su madre no solo perdonó a su padre, sino que hasta le agradeció a Timi, el perro, por haber traído de vuelta la alegría a su hogar.