Los estafadores se alegraron al ver que les abrió una anciana enjuta de noventa años. Pero entonces, detrás de ella, apareció un enorme perro llamado Max…
Doña Carmen era una mujer aunque muy mayor, bastante moderna. A sus noventa años, hablaba con sus nietos por Skype y pagaba las facturas por Internet. Porque según decía, “para qué perder el tiempo haciendo cola en la oficina de correos”.
El esposo de Doña Carmen había fallecido doce años atrás. La única criatura que llenaba un poco la vida de la anciana era un perro igualmente viejo (para los estándares caninos, claro) llamado Max, un curioso nombre que en su día le puso el difunto marido de Doña Carmen.
Cada mañana y tarde, los vecinos veían a Doña Carmen pasear despacio con un bastón en una mano y una correa en la otra. La correa era más para cumplir con las normas, ya que Max en toda su vida no había mordido a nadie, aunque de joven imponía respeto por su apariencia.
Por supuesto, Doña Carmen estaba al tanto de que eran precisamente personas mayores y solitarias quienes suelen caer en manos de estafadores. Primero se lo advirtieron sus nietos, luego el agente de policía y más tarde lo leyó en internet. Hace unos meses, una amiga la llamó llorando para contarle que le habían quitado su dinero de emergencia.
Así que cuando Doña Carmen escuchó el timbre, se puso en alerta. En la puerta había un joven y una muchacha, de unos veinticinco años, que se presentaron como empleados de servicios sociales.
—Yo no he llamado a nadie —dijo Doña Carmen con una mirada astuta.
—Hemos venido por nuestra cuenta —sonrió el joven—. Díganos, ¿ha comprado algo en la farmacia el último mes?
—Cómo no he comprado. Claro que sí. A mi edad, visito la farmacia tan a menudo como el mercado. ¡Noventa años no son poca cosa! —exclamó Doña Carmen, quien podría pasar horas hablando de las medicinas que compraba y sus efectos.
Pero a los jóvenes parecía no interesarles demasiado.
—¡Entonces, tiene derecho a una compensación del gobierno, una nueva ayuda! Déjenos pasar, encontramos los recibos y tomamos nota —propuso la chica.
Doña Carmen sonrió para sus adentros. Conocía bien esta táctica: los intrusos entran, distraen a la dueña y aprovechan para rebuscar en la casa y llevarse lo que encuentren.
Y así fue. La pareja entró en la sala, y enseguida la chica le pidió a Carmen que fueran a la cocina a por un vaso de agua.
—Claro, hermosa, ahora mismo. Para que no se aburra aquí, jóven, Max se queda con usted —sonrió Doña Carmen.
Justo en ese momento, Max entró a la sala, somnoliento pero alerta ante los extraños. Aunque era viejo, imponía respeto.
Doña Carmen salió junto a la chica. Max se acercó lentamente al joven y lo miró fijamente a los ojos.
“Si tocas algo, te morderé la cabeza”, parecía decirle el perro. El joven no se atrevió a moverse.
No es de extrañar que tras esta bienvenida, la pareja recordara de repente asuntos urgentes y se apresurara a irse.
—¿Y la compensación? ¿Por las medicinas? —preguntó Doña Carmen con cierta picardía.
—Nos pondremos en contacto —murmuró la chica apurada mientras salía.
Doña Carmen los despidió con una mirada severa, cerró la puerta y acarició a Max. Luego llamó al policía para describir a esa pareja y aclarar qué clase de servicio social era ese.