El apoyo ‘especial’ de los padres

*Diario de un padre*

Hoy mi hija Carmen llegó a casa con los ojos llenos de lágrimas. Busqué en su mirada alguna explicación, pero solo encontré esa mezcla de dolor e incomprensión que a veces traen los jóvenes. Más tarde, mi esposa, Elena, me confesó lo que había ocurrido.

«Hasta que cumpla los dieciocho, le daré dinero, algo modesto para comida y ropa, nada más. Después, que se las arregle sola. No quiero que acabe como nosotros», le había dicho a nuestra hija, con ese tono que usamos cuando creemos estar haciendo un favor. Carmen se quedó muda, como si le hubieran partido el alma. ¿Acaso después de su mayoría de edad dejaría de ser nuestra? ¿Y qué significaba eso de «como nosotros»?

Tiene dieciséis años, y aunque siempre supe que nuestra relación no era perfecta, nunca imaginé que mis palabras le harían tanto daño. Soy Antonio, y junto a Elena, hemos criado a Carmen entre altibajos. No somos malas personas, pero a veces la vida nos supera. Trabajo en lo que puedo, a veces en la construcción, otras veces ayudando en el bar de mi cuñado. Elena se pasa el día entre el mercado y los chismes de las vecinas. Carmen, en cambio, es distinta: estudia, cocina, limpia y saca sobresalientes, como si desde pequeña hubiera entendido que debía valerse por sí misma. Pero jamás quise que sintiera que la abandonaríamos.

Todo empezó cuando pidió dinero para unas zapatillas de deporte. Las suyas están rotas, y en el instituto hay competiciones próximamente. «Carmen, ya eres mayor, podrías buscarte algún trabajo. Te doy para lo básico», le soltó Elena. ¿Lo básico? Doscientos euros a la semana, que apenas le alcanzan para el autobús y un bocadillo en el comedor. Intentó explicar que no era un capricho, pero Elena la cortó: «Hasta los dieciocho te ayudamos, después, espáblate. No somos un banco». Casi me duele más a mí escribirlo. ¿No somos un banco? ¿Qué somos entonces? ¿Padres con fecha de caducidad?

Esa noche la oí llorar en su habitación. No por las zapatillas, sino por lo frío que sonó todo. Carmen nunca ha sido una carga. No pide lujos, no se queja, no exige ropa de marca como sus amigas. Está ahorrando para un portátil, da clases particulares a niños del barrio. Quiere ir a la universidad, ser independiente. Pero yo creía que, pase lo que pase, siempre tendría nuestro apoyo. Ahora, con esas palabras, parece que le hemos puesto un reloj a nuestro cariño.

Al día siguiente, hablé con ella, esperando calmarla. «Elena tiene razón, cariño. Te damos de comer, te vestimos, pero después… será tu vida». Su mirada me atravesó. ¿Su vida? ¿Y dónde quedaba la nuestra en ella? ¿Dónde estábamos cuando se quedaba hasta tarde estudiando? ¿Cuándo ganaba trofeos en el colegio? Ni siquiera le preguntamos cómo está, y ahora le soltamos un ultimátum. Me duele pensar que se siente expulsada de esta casa antes de tiempo.

Su mejor amiga, Lucía, le dijo: «Tus padres solo temen que dependas de ellos. Demuéstrales que vales más». ¿Más? Carmen ya es más. Estudia, trabaja, sueña. Pero tiene dieciséis años, no puede cargar con todo de golpe. Y lo peor es que ahora duda de sí misma. ¿Y si acaba como nosotros? ¿Y si no puede sola?

He reflexionado mucho estos días. Ella no dejará que esto la rompa. Seguirá luchando, pero no por nosotros, sino por ella. No quiere ser como Elena y yo, no porque seamos malas personas, sino porque cree en una familia que no pone condiciones al amor. El otro día se compró unas zapatillas con sus ahorros, más baratas de lo que quería, pero suficientes. La vi salir a correr, con los auriculares puestos, decidida. Sé que saldrá adelante, pero duele pensar que lo hará creyendo que la dejamos solas.

Ojalá algún día entienda que nunca fue una carga. Y que, aunque no lo digamos bien, siempre estaremos aquí. Porque la familia no es un préstamo que se termina de pagar. Es un hogar, aunque a veces se nos olvide abrir la puerta.

*Lección aprendida: Las palabras que creemos justas pueden ser cuchillos para quien más queremos. A veces, el mayor apoyo no es dar lecciones, sino simplemente estar.*

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