El anillo que transformó el destino…

**El anillo que cambió mi destino…**

Ayer, Oleg me llevó a su pueblo, cerca de Valladolid, para presentarme a su madre. «¡Vaya casa!», exclamé al ver la enorme finca de dos plantas con ventanas de madera tallada. «Nada especial», sonrió él con modestia. «Pero a mi madre le encanta». Nos recibió una mujer de sonrisa cálida. «Esta es mi madre, Elena Martínez. Mamá, esta es Nadia». «Pasad, he hecho empanadas, perfectas para reponer fuerzas», dijo Elena. Al sentarnos, cogí una empanada de carne caliente y di un mordisco. De pronto, mis dientes chocaron con algo duro. «¿Qué es esto?», dije, sacando un objeto brillante que me dejó sin aliento.

«¿Qué haces aquí?». Al volver del trabajo, encontré a mi exmarido, Sergio, sentado en mi cocina, bebiendo té como si aún viviera aquí. «¿Quieres? Todavía está caliente», dijo sin mirarme. «Te he preguntado qué haces en mi casa», repetí, conteniendo la rabia. «Tomando té», respondió él, imperturbable. «¿Cómo entraste? Dijiste que habías perdido la llave». Apreté los puños. «La encontré», se encogió de hombros. «Nadia, quiero volver. ¿Puedo?».

«¿Ahora te arrepientes?», solté con sarcasmo. «¿En serio?». «Lo siento», murmuró. «Contigo era mejor. Por favor». «No. Bebe tu té y lárgate». «¿Tan rápido? No tengo dónde ir. El piso quedó para ti en el divorcio». «Tus padres te acogerán. Y te pagué tu parte. Ahora es mía». El divorcio fue duro. El piso, comprado con una hipoteca, fue el mayor conflicto. Él quiso quedárselo, alegando que su nueva pareja había tenido un hijo, mientras que nosotros no tuvimos esa suerte. Pero mis padres aportaron gran parte del dinero, y en el juicio, Sergio aceptó una compensación. Pedí un préstamo, saldé la deuda, y el piso quedó solo en mis manos.

«¿Para qué quieres tanto espacio?», preguntó con una sonrisa astuta. «¿Quién dice que vivo sola?». «Mamá me contó. Quizá podríamos intentarlo de nuevo». Sonrió, pero en sus ojos solo había cálculo, no arrepentimiento. «Ni loca. Termina el té y vete». «Qué dura eres. Bueno, me voy. Pero esto no acaba aquí». Me di cuenta de que nunca recuperé mi llave, o quizá hizo una copia. «Cambiaré la cerradura», pensé, con el corazón apretado por el recuerdo de su traición. El amor murió hace tiempo, solo queda el rencor.

A la noche siguiente, apareció mi exsuegra, Teresa Jiménez, quien nunca se había entrometido antes. «Nadia, qué guapa sigues. Mi Sergio es un tonto. Le dije: no dejes a una mujer como tú». «Eso ya pasó. ¿Qué quieres?». «¿No podríais reconciliaros? Os queríais». «No. Yo sigo con mi vida, y él con la suya». «Por favor, déjalo quedarse un tiempo. Quizá mejore». «No mejorará».

«Necesita ayuda», insistió. «Está endeudado, y esa mujer… le dejó sin un duro. El niño ni siquiera era suyo». «Qué gracioso», resoplé. «¿Y yo debo pagar por sus errores? Que se las arregle solo». «No hay donde caerse muerto». «¿Y tú?». «Mi pensión no alcanza». «Pues yo no lo mantendré. Y no entrará aquí. Adiós». «Piénsalo, es buen chico». «Lo pensaré», mentí, sabiendo que no lo haría. Todo terminó.

Por la mañana, vino un cerrajero. Mientras trabajaba, Sergio apareció. «¿Quién eres tú?», preguntó con descaro. «¿Y tú?», replicó el otro. «Álvaro, ¡entra!», llamé desde la habitación. Bajé la voz: «Hazme un favor. Di que eres mi prometido. Te pagaré extra». «Claro, cariño», guiñó un ojo. Al volver, dijo: «¿Sigues aquí? La señora es mi novia. Pronto nos casamos». «Ella no dijo nada». «Tú no preguntaste. Lárgate, la llave ya no sirve». Sergio se fue dando un portazo.

«Mil gracias, ¿cuánto te debo?». «Por echarte un cabo, solo un café». «¿Seguro?». «Me conformo. Mi padre también volvía a molestar a mi madre. Yo repartía periódicos para cambiar la cerradura». «Gracias. Ahora no volverá», suspiré aliviada.

El sábado, sonó el timbre. «Dios, otra vez él», pensé, pero era Álvaro. «¡Buenos días! Te invito a dar un paseo. Mi madre tiene una casa en Segovia. ¿Te apetece?». «¡Sí! Hace siglos que no salgo». «Te espero abajo». Al salir, vi un relucio todo terreno. «¡Qué coche!». «¿Esperabas un Seat destartalado?», rio él.

En media hora llegamos. «¡Esto no es una casa, es un palacio!». «Era de mi abuela. No hay huerto, solo flores y manzanos», explicó. Elena nos recibió con los brazos abiertos. «Nadia, qué alegría. He hecho pastas». Todo olía a hogar. «Sabía a infancia», sonreí. «Id al lago, es precioso».

El fin de semana fue un sueño. «¿Te gustó?», preguntó Álvaro de vuelta. «¡Mucho!». «Entonces, como tu prometido, te invito a pescar. ¿Te gusta?». «Probablemente sí». «Espera, ¿qué prometido?». «Desde que eché a tu ex». Reímos. Pasamos el verano allí, entre risas y pastas de Elena.

Un día, Álvaro me dio una empanada: «Prueba esta, de ternera». Al morder, algo duro rozó mis dientes. «Elena, se le cayó algo». «No, cariño, eso es tuyo». «¿Mío?». «Soy poco romántico», confesó él. «Mamá se ha ido al pueblo. Así que…». Me miró a los ojos: «¿Quieres casarte conmigo?». «Sí». «¿Y la empanada?». «También. Y… creo que tendremos un bebé». «¿Qué? ¿Por qué no me lo dijiste?». «No estaba segura, pero ahora sí».

Elena, al enterarse, lloró de felicidad. Nos casamos en una boda íntima. Vivimos en mi piso y alquilamos el de Álvaro. La casa de Segovia se llenó de risas infantiles. «Debo agradecer a tu ex», bromeó él una vez. «Sin él, no habría cambiado la cerradura». «Pues gracias, Sergio», reí, sintiendo el anillo calentar mi corazón.

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MagistrUm
El anillo que transformó el destino…