El anillo que cambió el destino…

El anillo que cambió un destino…

Alejandro llevó a su prometida Esperanza al pueblo cerca de Salamanca, donde vivía su madre. “¡Vaya casa!” —exclamó Esperanza al ver el caserón de dos plantas con postigos tallados. “Es normalita” —sonrió modestamente Alejandro—. “A mamá le encanta”. Una mujer de sonrisa cálida salió a recibirlos. “Ella es mi madre, Elena Martínez. Mamá, te presento a Esperanza”. “Pasad dentro, he hecho empanadas, algo para reponer fuerzas del viaje” —les invitó Elena. En la mesa, Esperanza tomó una empanada humeante de col y dio un mordisco. De pronto, sus dientes chocaron con algo duro. “¿Qué es esto?” —gritó, extrayendo del pan un objeto reluciente que le dejó sin aliento.

“¿Qué haces aquí?” —Esperanza, al volver del trabajo, encontró en su piso a su exmarido, Sergio. Estaba sentado en la cocina, bebiendo té tan tranquilo, como si el tiempo no hubiera pasado. “¿Quieres té? Todavía está caliente” —ofreció él, sin mirarla. “He dicho: ¿qué haces aquí?” —repitió ella, conteniendo la rabia. “Bebo té” —respondió él con calma. “¿Para qué has venido? ¿Y de dónde tienes llave? ¡Dijiste que la habías perdido!” —Esperanza apretó los puños. “La encontré” —encogió los hombros—. “Espe, quiero volver. ¿Puedo?”

“¿Saliste de paseo y ahora vuelves?” —replicó ella con sarcasmo—. “¿En serio?” —”Lo siento” —murmuró Sergio—. “He visto que contigo era mejor. Por favor”. —”No, gracias” —cortó ella—. “¿Terminaste el té? Adiós”. —”¿Tan rápido? No tengo adónde ir. El piso quedó para ti en el divorcio” —comenzó él. “Tus padres están” —recordó ella—. “Y por el piso te pagué todo. Ahora es mío”. El divorcio fue duro. El piso, comprado con hipoteca, fue el gran problema. Sergio quería quedárselo, alegando que su nueva mujer había tenido un hijo, mientras que ellos no tuvieron descendencia. Pero los padres de Esperanza aportaron casi todo el dinero, y en el juzgado, Sergio aceptó una compensación. Ella pidió un préstamo, saldó la deuda, y ahora el piso era solo suyo.

“¿Para qué quieres un piso tan grande sola?” —preguntó Sergio, entrecerrando los ojos con astucia. “¿Sola?” —se sorprendió Esperanza. “Mamá dijo que vives sola. ¿Y si empezamos de nuevo?” —sonrió, pero en sus ojos no había sinceridad, solo cálculo. “Ni lo sueñes” —cortó ella—. “Acaba el té y lárgate”. —”¿Tan dura? Vale, me voy. Pero nos veremos”. Esperanza comprendió que olvidó quitarle la llave. O quizás hizo copia. “Hay que cambiar la cerradura” —decidió, sintiendo el corazón apretarse por el recuerdo de su traición. El amor ya murió, solo quedaba amargura.

Al día siguiente, apareció su exsuegra, Teresa García, quien antes nunca se metía en sus vidas. “Espe, hola. Sigues tan guapa” —empezó—. “Mi Sergito es un tonto. Se lo dije: no dejes a una mujer así”. —”Eso es pasado” —respondió fría Esperanza—. “¿Qué queréis?” —”¿Os reconciliáis? Os iba tan bien”. —”No. Tengo mi vida, él la suya. No le debo nada”. —”Por lo que fue, déjale quedarse. Quizá todo mejore”. —”No mejorará”.

“Necesita ayuda” —continuó la suegra—. “Hasta el cuello de deudas, y esa… le limpió y lo dejó. El niño no era suyo. Por eso volvió”. —”Qué gracioso” —bufó Esperanza—. “¿Debo pagar sus errores? Que se apañe solo”. —”No tiene dónde dormir”. —”¿Y vosotros?” —”Con mi pensión no puedo mantenerle”. —”Pues yo tampoco. Y no entrará aquí. Adiós”. —”Piénsalo, es buen chico, lo ha entendido”. —”Lo pensaré” —gruñó ella, sabiendo que no lo haría. Todo terminó.

Por la mañana, vino un cerrajero. Mientras trabajaba, Sergio reapareció. “¿Tú quién eres?” —preguntó con descaro. “¿Y tú?” —replicó el hombre. “¡Alejandro, entra!” —llamó Esperanza desde dentro. El cerrajero entró, y ella, en voz baja, suplicó: “Hazme un favor. Es mi ex. Di que eres mi prometido. Te pago extra”. —”Sin problema, cariño” —guiñó Alejandro y volvió a la puerta. “¿Sigues aquí? ¿Qué quieres?” —”Vine a ver a mi mujer” —declaró Sergio. “Ah, ¿el ex? Ahora es mía. Pronto boda”. —”No me lo dijo”. —”No preguntaste. Vete, y tira la llave” —rió Alejandro. Sergio se fue, dando un portazo.

“Mil gracias” —suspiró Esperanza—. “¿Cuánto te debo?” —”Por hablar con tu ex? Una taza de té” —sonrió él—. “¿Dinero?” —”Con té basta. No bebo nada más fuerte. Mi padre, tras el divorcio, también venía, pidiendo dinero a mi madre, sin devolver la llave. Yo trabajaba, repartía periódicos, ahorré para la cerradura. De él nunca hubo ayuda”. —”Gracias, ahora no volverá” —dijo ella, aliviada.

El sábado, sonó el timbre. “Dios mío, otra vez él” —pensó Esperanza, pero en la puerta estaba Alejandro. “¡Buenos días! Te invito a pasear. Tenemos una casa en el campo, podemos ir. O por la ciudad. ¿Te apetece?” —”Al campo” —sonrió, animada—. “Hace siglos que no salgo”. —”Te espero abajo”. Al salir, se sorprendió: en vez de un coche viejo, la aguardaba un reluciente todoterreno. “¡Qué coche!” —”¿Esperabas un Seat destartalado?” —guiñó él.

El pueblo estaba a media hora. “¡Vaya casa, no es una casita!” —se maravilló Esperanza ante el caserón. “Era de mi abuela, ahora de mamá” —explicó Alejandro—. “No hay huerto, solo flores y manzanos. Venimos a descansar”. Elena les recibió con cariño: “¡Espe, qué alegría! Pasad, tengo empanadas”. La casa brillaba limpia, y el olor a horno le recordó a su infancia. “Está riquísimo, como antes” —sonrió. “Pasead, hay un lago precioso” —sugirió Elena.

El fin de semana fue un sueño. “¿Te gustó?” —preguntó Alejandro al volver. “¡Mucho!” —”Entonces, como tu prometido, te invito a pescar la semana que viene. ¿Te gusta?” —”Supongo que sí” —rió ella—. “Pero espera, ¿qué prometido?” —”Desde que eché a tu ex”. Se rieron. Todo el verano lo pasaron allí, a veces con Elena, que los mimaba con dulces.

Un día, Alejandro le ofreció una empanada: “Prueba esta, de carne”. Al morder, notó algo duro. “Elena, ¡se le cayó algo!” —dijo, sacando un anillo. “No, cariño, es tuyo” —sonrió la mujer. “¿Mío?” —suspiró Esperanza. “Eres poca romántica” —guiñó Alejandro—. “Fue idea mía. Mamá no está, se fue con una vec”Y así, entre risas y el brillo del anillo en su dedo, comprendió que la vida, al fin, le sonreía de nuevo.”

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MagistrUm
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