Ángel guardián
Lina no recordaba a sus padres. Su padre abandonó a su madre cuando estaba embarazada y nunca volvió a saber nada de él. Su madre falleció cuando Lina tenía apenas un año. De repente, le diagnosticaron una agresiva enfermedad oncológica y se apagó como una vela.
Lina quedó al cuidado de la abuela Dolores, la madre de su madre. El esposo de Dolores había muerto aún en su juventud, y ella dedicó toda su vida a su hija y a su nieta. Desde los primeros días nació entre ellas una estrecha conexión espiritual; la abuela sabía al instante lo que Lina deseaba y siempre se entendían sin palabras.
Todos querían a la abuela Dolores, desde los vecinos del barrio de Lavapiés hasta los profesores del instituto. Nunca hablaba a espaldas de nadie, no se dedicaba a los chismes y siempre era a quien acudían en busca de consejo. Lina se sentía afortunada por tener una abuela así.
En la vida de Lina las cosas no marchaban bien. Escuela, universidad, trabajo, siempre tenía prisa y algo que hacer. Hubo novios, pero nunca era el adecuado. La abuela le reprendía: «¿Qué te pasa, niña, siempre vas de marcha en marcha? ¿No encontrarás a un buen hombre? Mira qué guapa y lista eres». Lina respondía con una sonrisa, aunque en el fondo comprendía que ya necesitaba formar una familia; llevaba treinta años.
Un día la abuela dejó de despertar; su corazón se detuvo mientras dormía. Lina quedó paralizada, incapaz de aceptar lo ocurrido. Continuó yendo al trabajo y a los comercios, pero todo lo hacía en piloto automático. En casa sólo la esperaba la gata Mimi. La soledad la abrazó.
Una mañana, en el tren de cercanías, Lina leía un libro. Sentado frente a ella, un hombre de unos cuarenta años, de aspecto apuesto y ropa impecable, la observó con curiosidad. Por alguna razón, esa mirada le resultó agradable.
Comenzó a hablarle de literatura, un tema que a Lina le apasionaba y sobre el que podía conversar durante horas. «¡Esto parece sacado de una película!», pensó Lina, recordando la escena de «Los Santos Inocentes». Cuando llegó el momento de bajar, no quería volver a su apartamento. El desconocido, llamado Alejandro, la invitó a seguir la charla en una cafetería cercana, y ella aceptó encantada.
Desde entonces se desató una vertiginosa relación. Cada día se llamaban y se enviaban mensajes, aunque se veían con menos frecuencia porque Alejandro estaba a menudo ocupado en su trabajo. Lina sabía poco de su pasado; él evitaba hablar de familia o de su empleo, pero a ella no le importaba. Por primera vez se sentía realmente feliz con un hombre.
Un sábado Alejandro la llamó para invitarla a un restaurante el fin de semana, insinuando que sería una noche especial. Lina comprendió que estaba a punto de proponerle matrimonio. La emoción la inundó: por fin tendría marido, hijos, una familia como la de los demás. Lamentó que la abuela no pudiera vivir ese momento.
Esa noche, recostada en el sofá, Lina buscó el vestido perfecto en una tienda online. Se dejó llevar por la pantalla del móvil, eligió varios conjuntos y, cansada, se quedó dormida.
De pronto, vio aparecer a su abuela Dolores, vestida con su traje favorito, sentada en el sofá y acariciándole la cabeza. «¡Abuela! ¿Cómo estás aquí si ya no estás?», exclamó Lina. La anciana respondió: «Niña, nunca me he ido; siempre estoy contigo, te veo y te oigo, aunque tú no me veas. No te cases con ese hombre, es malo, escúchame». Y, como un suspiro, se desvaneció.
Lina despertó confusa. El sueño había sido tan vívido que no podía explicarlo. Pensó en la advertencia y, sin saber por qué, la inquietud se instaló en su pecho. No había escogido aún el vestido; el día se acercaba y las palabras de la abuela se repetían una y otra vez. Nunca había creído en los sueños proféticos, pero la conexión espiritual que tenían era innegable.
Llegó el sábado. Lina, sin el vestido que había imaginado, llegó al restaurante con un traje sencillo. Alejandro notó su ánimo apagado. «¿Algo te preocupa, cariño?», preguntó. Ella respondió que todo estaba bien. Alejandro intentó animarla con bromas, pero la atmósfera no mejoró. Al terminar la cena, como en una película, se arrodilló y le entregó una caja con un anillo.
En ese instante, Lina sintió mareos, un zumbido en los oídos y vio de nuevo a su abuela mirando por la ventana. Fue como una señal. «Lo siento, Alejandro, no puedo», balbuceó, y la abuela susurró: «Confía en mí». Sin poder explicarse, Lina se levantó y salió del restaurante.
Alejandro la siguió, enfurecido, y la agredió verbalmente, lanzándole insultos y diciendo que se quedaría sola con su gata Mimi. Luego la dejó allí, temblando.
Al día siguiente, Lina se dirigió al despacho de su antiguo compañero de clase, Andrés, que trabajaba en la Brigada de Policía Judicial y siempre había ayudado a sus compañeros. Le pidió que investigara a Alejandro, proporcionando su foto y datos.
Andrés la llamó esa misma tarde: «Lina, lo siento, pero Alejandro es un estafador. Se ha casado con mujeres solteras, les hace firmar contratos de alquiler y solicita grandes préstamos bajo el pretexto de invertir en su negocio, y luego las despeja de sus hogares. Tiene antecedentes penales por fraude. Has escapado a tiempo».
Lina quedó atónita. «¿Cómo pudo saber mi abuela que era un mal tipo?», pensó, asombrada por el milagro. Agradeció a la abuela por no haberla abandonado y por haberle salvado de una tragedia.
Con la mente más tranquila, Lina compró comida para Mimi y volvió a casa con paso firme, sabiendo que no estaba sola; su abuela siempre la acompañaba, aunque fuera en espíritu.
Dicen que los ánimos de los seres queridos que se han ido siguen observándonos, convirtiéndose en ángeles guardianes que nos protegen de peligros y desgracias. Quisiera creer que es así, porque a veces la vida nos muestra, con la ayuda invisible de quienes amamos, que la verdadera fuerza está en escuchar el susurro del corazón y confiar en la sabiduría de los que nunca nos abandonan.






