El viejo se iba… La anciana lo sabía, lo sentía en cada partícula de su alma, fundida a la del hombre con quien había compartido la vida.
Aparentemente serena, lo aceptó sin protestar. Por dentro temblaba, aunque sabía que no viviría mucho después de su partida. ¿Cómo podría? ¿Cómo vivir sin Alejandro, su amor, tan cercano y a la vez tan lejano? ¿Quién dice que el amor se enfría con los años? ¿Lo habrán escrito en esos libros de sabios? ¡No lo crean! Nada se enfría. El alma sigue palpitando como un pájaro al escuchar la voz del ser amado. No era poca cosa: sesenta años juntos, toda una vida.
Tan entrelazados estaban, que ni un instante podían estar el uno sin el otro. ¿Cómo lo dejaría ir solo? ¿Cómo quedaría ella aquí? Y, ¿para qué? ¿Para qué vivir sin Alejandro? Mientras separaba las cosas en tres pilas, la anciana pensaba: esto para los hijos, como recuerdo; esto para los vecinos, y esta pequeña montaña, para ella, mientras esperaba su hora, para recordar a su Alejandro.
—¡Catalinaaa! —escuchó la débil voz del anciano—. ¡Catalinaaa!
—Voy, mi vida, ya voy —respondió ella, alisándose la falda mientras se acercaba.
—¿Despertaste, Alejandro? ¿Quieres unos buñuelos, corazón?
—Catalina… perdóname… —musitó él con voz ronca, mirando al techo con ojos sin vista—. Perdóname…
—Pero, mi amor, ¿de qué hablas?
—No te quise… —susurró—. Fui tonto… Si pudiera volver atrás, todo sería distrito…
—Alejandro, claro que me quisiste. A tu manera, pero me quisiste. ¿Acaso habríamos vivido sesenta años juntos si no?
—Catalina… los niños…
—Vienen, corazón. Hasta envié un telegrama. Bueno, no fui yo, fue Nieves, la cartera. Miguel, Antonio, Sergio y Lucita llegarán al anochecer. Descansa un poco, y te traeré un caldito…
—No —negó con un hilo de voz—. Quédate… Perdóname, Catalina.
—Nunca te guardé rencor. Más bien, ¿y si no me hubiera entrometido en tu vida? Quizá habrías sido más feliz…
—No —meneó la cabeza—. Era nuestro destino…
Una lágrima opaca rodó por su mejilla surcada de arrugas.
Al caer la tarde, llegaron los hijos, ya casi ancianos.
La vieja los observaba: Miguel, el mayor, cano como la nieve, corpulento y serio, siempre así desde niño. Ella lo respetaba, incluso le inspiraba un poco de temor. Era profesor en Madrid, un hombre de ciencia.
—Miguel, hijo, ¡pero qué blanco estás!
—Los años no perdonan, madre. Ya soy abuelo, ¿o te olvidaste de que eres bisabuela?
—¡Ay, hijo, claro que no! Ahí están las fotos bajo el cristal. Hasta las envió tu Teresa…
A un lado, en otro marco, estaban todos: ellos jóvenes, los niños pequeños, los padres, los difuntos. El tío Enrique, Federico, el hermano que no volvió de la guerra, sin tumba ni despedida. Los abuelos, las tías, los primos… Y el vecino Demetrio, que puso el cristal nuevo con los retratos de los nietos y bisnietos.
—Así que, Miguel, no me des por muerta todavía.
—Nunca lo haría, madre. Mientras ustedes vivan, seguiremos siendo niños…
—Antonio, hermano, ¿y si vamos a pescar? —propuso Sergio, el menor, aún enérgico, bronceado, sin barriga, siempre viajando en su barco por medio mundo. Traía regalos que los viejos guardaban «por si acaso». Solo usaban el televisor japonés, que reunía a todo el pueblo tras el Telediario.
El anciano esbozó una sonrisa. Sergio siempre fue su favorito, tan alegre como él en su juventud.
—Sergio, hijo… ¿Y dónde está mi Lucita?
—Aquí estoy, padre —dijo ella, menuda, idéntica a su madre de joven.
—Hijos… perdonadme…
—¡Pero padre!
—Gracias a ti y a madre salimos adelante —dijo Miguel—. Ahora, levántate. Antonio dice que hay que arreglar el techo de la casita, Lucita y mamá harán empanadillas, y luego, tras la ducha, un traguito…
El viejo sonrió, recordando. Una larga vida. Toda ella lamentando haberse casado sin amor. Nunca se atrevió a acercarse a Estefanía, la deseada, la amada. Se quedó bajo el álamo, frente a su ventana, fumando tabaco en pipa, esperando… ¿Qué? Que ella adivinara, que saliera, que lo tomara de la mano. Se cruzaban miradas en las verbenas, se sentaban cerca… ¿Por qué no dio el paso?
Cuando otro hombre se adelantó, se casó con ella. Alejandro asistió a la boda. La novia, triste, no le quitaba los ojos de encima. Él se emborrachó, se peleó con su amigo Juan el Piojoso, y al día siguiente ni recordaban por qué.
Se reconcilió con Juan, pero perdió a su amor. Se casó con Catalina porque ella lo admiraba, aunque sabía que no era amada. Con los años, comprendió que no podía vivir sin ella, pero le pesaban los años arrebatados a su juventud. Nunca caminaron del brazo. Nunca se sentaron juntos en las fiestas.
La amó tarde, pero la amó. Solo que el orgullo, la timidez, no le dejaron decirlo. Ni a ella, ni a sus hijos, a quienes intentó compensar con ayuda, con protección.
—Catalina… —llamó de nuevo, débil.
—Aquí estoy, corazón. ¿Un caldito?
—No… quédate. Pronto me iré.
—¡Qué dices! Mira, los niños están aquí, Antonio arregla el tejado, Lucita y yo cocinamos…
—Es mi hora, Catalina… Perdóname, te quiero… —susurró con voz clara, como en su juventud—. Siempre te quise. No lo demostré, pero respiré por ti, viví por ti… Perdona a este tonto.
—¡Alejandrooo! —un grito desgarrador recorrió el patio, el pueblo, el campo, el río—. ¡No te vayas!
—¡Madre, cálmate! ¡Llama—¡Mamá, cálmate! —gritó Antonio, pero ya era tarde, el anciano había cerrado los ojos para siempre, y Catalina, con el corazón hecho añicos, solo atinó a abrazar su cuerpo frío, sabiendo que pronto lo seguiría.