El amor no tiene fronteras

Mira tú, Inés, como dicen por aquí, no todo Bilbao es hierro ni toda Inés es santa. Santos en este valle de lágrimas pocos. Así que no juzgues, más bien mírate por dentro. ¿Tan buena esposa fuiste para tu Juan, dime? — mi abuela Encarnación entrecerró los ojos, como si ya supiera la respuesta.

—¡Abuela, Juan se ha ido con mi amiga! ¿Dónde está la justicia? ¿Me tengo que callar? — protesté indignada.

—En cualquier caso, lo que no debes es echarte como una loca a su trabajo a chillarle al jefe lo mujeriego que es. Quedas como una boba, te lo digo yo. Eso ya lo viví… Mujeres engañadas corrían al sindicato lloriqueando, la nariz mocosa. Pero el amor no obedece decretos ni leyes. No te servirá, niña. Resígnate. El tiempo pondrá cada cosa en su sitio — mi abuela estaba serena. Mi noticia sobre el marido infiel y la amiga traidora no le alteró nada. Como si fuera de lo más normal.

Huy, “resígnate”, fácil decirlo. Mi amiga Inés… vaya víbora resultó ser, una lagartija. Enterró a su marido y ahora se rifa el mío. ¡Ni de broma te lo dejo! Ya Juan le echaba miraditas a Inés. Lo recuerdo, aquella vez que fuimos todo el grupo de excursión a la sierra. Mi Juan no podía apartar los ojos de ella. Se le caía la baba como un gato viendo la nata. La comía con los ojos, a mi amiga envuelta en su toalla blanca. Y yo a todo eso no le daba importancia.

Inés, sin duda, es guapa, suave, buena gente. ¿Y qué? Juan y yo llevamos dieciséis años casados, tenemos un hijo, Javier. Creí a pies juntillas que mi familia era sólida, que nada podría quebrarla.

Inés y Joaquín no tuvieron hijos. Sé que a ella esto le pesaba mucho. De Joaquín no sé qué decir, apenas hablaba del tema, lo llevaría a su manera. Éramos amigos, las dos familias. Íbamos mucho de picnic, pasábamos las vacaciones juntos. Nos lo pasábamos en grande. Pero como decía el abuelo, todo pasa. La desgracia acechaba a la puerta, sonriendo de medio lado.

—Daniela, a Joaquín se lo llevó la ambulancia. Infarto. Madre mía, ¡cuántas veces le dije: ‘Joaquín, adoptemos de la casa de acogida!’ Pero él callaba y se ponía más hosco. Ahora, no sé qué esperar. ¿Se salvará? — La pobre Inés sollozaba sin consuelo.

—Tranquila, Inés, mujer. Todo saldrá bien. Verás. Joaquín es un roble — intenté animarla de verdad.
—¡Ay, Daniela! ¡No sé vivir sin él! Él es la luz de mis ojos. ¡Me consuela, me anima! ¿Qué hago yo sola? — lloriqueaba Inés.

—No adelantes acontecimientos, Inés. Arréglate un poco. Pintalabios, las uñas, péinate bien… ¡Pon cara de felicidad y de cabeza al hospital donde está Joaquín! Él se enamorará otra vez de ti y se curará antes…

Aquella vez todo acabó bien. Trataron a Joaquín, se recuperó. La vida siguió su curso.

Poco después, Joaquín e Inés adoptaron a una niña de tres años, Dariana. La familia era la felicidad misma.

—¡Ahora sí que no da miedo palmarla! — dijo Joaquín de repente durante una cena.

—¿Qué dices, hombre? Ahora hay que vivir, criar a esta nena — nos sorprendió a todos con estas palabras tan raras.

—Que mi vida no fue en balde. Calenté un alma pequeña, la recogí. Confío en mi Inés, ella podrá sola con la peque. Le doy permiso para casarse otra vez, cuando me falte… — Joaquín hablaba con una tristeza honda en los ojos.
—¡Venga ya, Joaquín, no digas tonterías! Venga, amigos, ¡brindemos por las familias felices! — anunció mi Juan.

Y con eso olvidamos las palabras de Joaquín. Hasta que llegó su hora…

Hasta los tullidos llega la Huesuda. Joaquín no se pudo cuidar. Un segundo infarto masivo no le dio opción. Duerme el sueño eterno.

Se quedó Inés con la niña. Cumplió el luto como toca y se rehizo. Inés tenía entonces treinta años. Cambió de look por completo. De rubia pasó a morena azabache, renovó el vestuario y sonreía más a menudo. Seguíamos reuniéndonos a veces para comer en familia.

Mi Juan no veía la hora de encontrarse con Inés. Delante de ella, Juan soltaba chistes, reía fuera de tono, se afanaba por satisfacer a la viuda joven. Y a Dariana no la soltaba del regazo.

Yo no caía en los requiebros de Juan. Creía que solo quería ayudar, apoyar a la mujer de su difunto amigo. ¡Vaya sopas!

Inés nos invitó, a Juan y a mí, al cumple de Dariana. La niña cumplía diez.

Durante la cena todos reímos y deseamos a la cumpleañera que creciera sana y obediente.

—Papi, ¿y tú cuándo vienes a casa para siempre? — susurró Dariana… al oído de Juan.

Juan le dio un beso en la mejilla y le susurró también:
—Pronto, muñeca, pronto…

Fingí no haberlo oído. ¿Voy a montar un escándalo delante de la nena? Y menos en su día. Además, Dariana no tiene la culpa de los juegos de los mayores.

Al llegar a casa pregunté a Juan con cuidado:
—Juan, ¿nos dejas?
—¿Quién te lo dijo, mi cielo? — Juan lo negaba con una calma descarada.

Un día soleado en el parque, viendo a Diego jugar al fútbol con sus amigos, me di cuenta de que la paz verdadera es tesoro que se cultiva en el jardín interior, regado con la aceptación y el perdón silencioso, mientras una taza de té amargo en casa me esperaba con más calidez que cualquier recuerdo.

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