Querido diario, mi abuela siempre tuvo razón. Me dijo aquel día, con ese ojo medio cerrado de quien sabe demasiado: “Niña, que no todas las Lolas son de Sevilla, ni todos los Pablos, de Madrid. Santos en este valle de lágrimas, pocos. Antes de juzgar, mira dentro de ti. ¿Fuiste acaso tan perfecta esposa para tu Pablo?”. Palabras que pesan.
“¡Abuela, Pablo se fue con mi amiga! ¿Dónde está la justicia? ¿Debo callarme?”, protesté yo, indignada.
“Al menos, no corras como loca a quejarte a sus jefes, escandalizando que es un mujeriego. Vergüenza es lo único que ganarás. Ya conocemos esas historias… Vi esposas engañadas ir llorando a los sindicatos. Pero el amor ni obedecce órdenes ni conoce prohibiciones. No servirá, hija. Resígnate. El tiempo pondrá cada cosa en su sitio”, respondió ella, serena como un lago.
Mi noticia sobre el marido infiel y la amiga traidora no le alteró, como si hablase de la lluvia. Resignarme, decía. Fácil decirlo. Aquella amiga, Lucía, resultó ser una víbora. Enterró a su marido y se lanzó al mío. ¡No lo tendrá!
Recuerdo que Pablo la miraba. Fuimos todo el grupo a una sauna. Él no apartaba los ojos de Lucía, como gato panza arriba. La devoraba con la mirada, envuelta ella en su toalla. Yo no di importancia a aquellos gestos ambiguos.
Lucía, sin duda, guapa, dulce, comprensiva. ¿Y qué? Pablo y yo llevábamos dieciséis años, teníamos un hijo, Daniel. Creía a pies juntillas que mi familia era un roble, inmune a maldiciones.
Lucía y Sergio no tuvieron hijos. Ella sufría por ello. Sergio callaba, supongo que con su dolor de hombre. Nos juntábamos mucho, familias amigas. Excursiones, vacaciones compartidas. Reíamos como locos. Pero todo tiene su fin. La desgracia acechaba en la puerta, sonriendo burlona.
“Sofía, a Sergio se lo llevó la ambulancia. Infarto. Por Dios, cuántas veces le dije: ¡Tomemos un niño de un orfanato! Pero él callaba y se ponía hosco. Ahora, no sé qué esperar. ¿Saldrá adelante?”. Lucía lloraba desconsolada.
“Calma, Lucía. Todo saldrá bien. Sergio es fuerte”, consolé sinceramente.
“¡Ay, Sofía! Sin él no sé vivir. Mi luz de farol en la noche. Me apoya, me anima. ¿Qué será de mí sola?”, sollozaba.
“No entierres al vivo antes de tiempo. Contrólate. Un poco de maquillaje, de arreglo… ¡Sonríe y corriendo al hospital! Sergio se enamorará otra vez y sanará antes…”
Esa vez tuvo buen final. Repusieron a Sergio. La vida siguió.
Poco después adoptaron una niña, Alba, de tres años. Su dicha era completa. “Ahora ya ni da miedo morir”, dijo Sergio en la mesa durante una celebración.
“¿Cómo dices? ¡Ahora es cuando hay que vivir, criar a la niña!”, nos extrañamos sus palabras inesperadas.
“Que mi vida tuvo sentido. Calenté un alma pequeña. Confío en mi Lucía. Cuidará solita de Alba. Le doy permiso para volverse a casar si me falta…”. Hablaba con una tristeza honda en los ojos. Enigmas.
“¡Vaya ocurrencias, Sergio! ¡Amigos, brindemos por la dicha de nuestras familias!”, propuso
Y en mitad de esa calma comprendí que a veces, la mayor fortaleza reside en soltar aquello que ya no te pertenece, dejando que el sol nuevo alumbre caminos inesperados, aunque el caminante sea otro.