Mi amigo vendido. Relato del abuelo
¡Y me entendió!
Ahora, al pensar en aquello, siento dentro esa tristeza espesa y amarga que de niño no supe reconocer. En su día, me pareció una ocurrencia; una tontería de crío. Vendí a mi amigo. Él pensaba que era un juego, al principio; después entendió, como yo, lo que había hecho.
Los tiempos siempre van según le toca a cada uno. Hay quien suspira por resorts a toda costa y quien se conforma con pan de hogaza y un poco de jamón serrano para ser feliz.
Nosotros, en casa, íbamos sobreviviendo como podíamos, sorteando días mejores y peores.
Era pequeño entonces. Mi tío José María, el hermano de mi madre, me regaló un cachorro de pastor alemán, y yo sentía que el mundo entero cabía en mis manos. El cachorro se pegó a mí desde el principio, parecía entenderme con una sola mirada. Me miraba a los ojos atento, esperando cualquier gesto.
¡Túmbate! le ordenaba, y, después de un instante, él se tumbaba, mirándome como si su vida dependiera de ello.
¡Sirve! decía yo, y él se ponía de pie de inmediato, tambaleándose aún con las patas gruesas de cachorro, mirando ansioso mi mano, esperando un trozo de chorizo, un premio, cualquier cosa.
Pero no tenía con qué premiarle. En casa, apenas había para nosotros.
Eran otros tiempos.
Tío José María, el mismo que me había regalado el perro, un día me dijo:
No te apenes, chaval. Fíjate qué fiel es, qué noble. Así que haz una cosa: véndelo en el mercado, y luego, a escondidas, lo llamas y que se escape y vuelva contigo. Nadie te verá. Así tendrás unas monedas. Podrás comprar algo de merienda, para ti, para tu madre y también para él. Hazme caso, que sé lo que digo.
Yo, inocente, pensé que era buena idea. Ni se me pasó por la cabeza que aquello podía estar mal. Lo decía un mayor, además era como una broma, y yo podría por fin traer una barra de pan y algo de dulce a casa.
Le susurré a Fiel, en su oreja templada, que lo iba a entregar a unos señores, pero luego le llamaría y tendría que venir conmigo, escaparse y volver.
¡Y me entendió!
Ladró bajito, como diciendo «vale».
Al día siguiente, le puse la correa y lo llevé a la estación. Allí la gente vendía de todo: flores, tomates, manzanas
Cuando llegó la gente del tren, todos corrían y charlaban, algunos compraban, discutían precios.
Me adelanté un poco, llevé a Fiel más cerca del bullicio. Pero nadie se acercaba.
Casi toda la gente se esfumó, cuando, de pronto, apareció un hombre con cara seria y vino hacia mí.
A ver, chaval, ¿a quién esperas? ¿O es que quieres vender el perro? Fíjate, tiene pinta de buen cachorro. Te lo compro, venga y me metió unas pesetas en la mano.
Yo le entregué la correa. Fiel miró alrededor y soltó un estornudo alegre.
Venga, Fiel, anda, ve, amigo, ve le susurré. Luego te llamo, y sales corriendo. Él se fue con el hombre y yo, escondido, seguí de lejos para ver a dónde se lo llevaba.
Esa tarde volví con pan, un poco de jamón y caramelos a casa. Mamá frunció el ceño.
¿De dónde has sacado eso? ¿No habrás hecho ninguna tontería?
No, mamá, ¿cómo se te ocurre? He ayudado a llevar bultos en la estación y me han dado una propina.
Bueno, hijo, vete a dormir, que estoy agotada; toma, cena y a la cama.
Ni se fijó que Fiel no estaba en casa, ni preguntó por él.
Tío José María vino al día siguiente temprano. Yo me preparaba para ir al colegio, aunque en mi interior solo pensaba en salir corriendo a buscar a Fiel, llamarlo, traérmelo de vuelta.
¿Qué tal, campeón? ¿Vendiste a tu amigo? rió, revolviéndome el pelo. Me zafé de su mano, no respondí.
No había dormido nada en toda la noche, ni había probado el pan ni el jamón.
Nada era alegre, comprendí que había cometido una gran tontería.
No era extraño que mamá no soportara a mi tío José María.
No tiene remedio, no le hagas caso me decía ella.
Cogí la mochila y salí disparado de casa.
La casa estaba a unas tres manzanas y yo las crucé en un solo suspiro.
Fiel estaba detrás de una verja alta, amarrado con una gruesa cuerda.
Le llamé, pero me miraba con tristeza, la cabeza sobre las patas, movía la cola, intentaba ladrar pero no le salía la voz.
Le había vendido. Pensaba que era una broma, pero ya lo comprendía todo.
El dueño salió al patio y regañó a Fiel. Él agachó la cabeza y, en ese momento, supe que no le quedaba esperanza.
Aquella tarde en la estación cargué bultos otra vez. Pagaban poco, pero conseguí juntar lo suficiente. Fui hasta la casa, temblando, y llamé a la puerta. Salió el hombre, me reconoció.
¿Otra vez tú? ¿Qué te trae por aquí?
Señor, mire, he cambiado de idea. Aquí tiene le devolví las pesetas que me había dado por Fiel.
Él me miró con seriedad, cogió el dinero y, sin decir nada, soltó a Fiel de la cuerda.
Anda, chaval, llévatelo. Se pasa el día aullando. No sirve como guarda, pero atiende: quizá no te perdone lo que le has hecho.
Fiel me miraba decaído.
Ese juego nos resultó una lección.
Al poco se acercó, me lamió la mano y apoyó el hocico en mi vientre.
Han pasado muchos años desde entonces, pero jamás, ni en broma, he vuelto a pensar en vender a un amigo.
Y mamá, al verme llegar con Fiel fue feliz:
Ayer estaba tan cansada que ni me di cuenta, pero luego pensé: ¿y el perro? Ya no soy nadie sin él. Es de la familia, Fiel es nuestro.
Mi tío José María apenas volvió a visitarnos. Sus bromas dejaron de tener gracia.







