El Sabor Amargo de la Verdad: Un Drama en el Silencio de Zaragoza
En la acogedora cocina de un piso en las afueras de Zaragoza, solo el tintineo de una cucharilla rompía el silencio. Lucía, sentada a la mesa, hojeaba las noticias en su móvil mientras sorbía un té aromático. De pronto, apareció su marido, Javier, saliendo del baño tarareando una canción. Su rostro irradiaba una alegría extraña, como si guardase un secreto que nadie más conocía.
—¿Por qué estás tan contento? —preguntó Lucía, entrecerrando los ojos.
—Nada, solo estoy de buen humor —respondió él, evasivo, sirviéndose té. Se sentó frente a ella, sonriendo levemente—. Lucía, ¿has revisado tu correo últimamente?
—No, ¿por qué? —frunció el ceño.
—Míralo. Hay una sorpresa esperándote —añadió con misterio, bebiendo un trago.
Lucía, intuyendo algo raro, cogió el móvil. Un correo sin leer brillaba en la bandeja de entrada. Lo abrió, escaneó el texto y se quedó inmóvil. La taza le tembló en las manos, y el té se derramó sobre la mesa.
—
Lucía y Javier llevaban juntos ocho años. Su historia comenzó como la de muchos: romance, convivencia y luego una boda sencilla. Juntos se mudaron a Zaragoza, empezando desde cero. Vivían en un piso alquilado, ahorraban para comprar uno y compartían alegrías y penas.
—No sabes administrar el dinero —le espetó Javier un día—. Pásame tu sueldo, yo me encargaré de lo que necesitemos.
Lucía no discutió. Confiaba en él ciegamente. Así, Javier tomó el control de las finanzas. Gracias a su prudencia, consiguieron una hipoteca y luego un terreno para una casa de campo. Vivían con modestia, pero estables. Él le daba dinero para gastos menores, y Lucía sabía que él nunca se excedía.
Todo cambió sin que ella se diera cuenta. Un día, Javier volvió del trabajo antes de lo habitual, con el rostro serio.
—Lucía, mi madre se va a mudar con nosotros —anunció—. No puede vivir sola en el pueblo. ¿Qué tal si la instalamos en la casa de campo? Está en buenas condiciones, hay tiendas cerca…
—Claro —aceptó Lucía. Con su suegra, Carmen, tenía una relación cordial, y evitaban conflictos familiares.
Una semana después, Carmen se instaló en la casa. Lucía, ocupada con el trabajo, tardó en visitarla. Cuando al fin fue, se llevó un shock.
—Carmen, ¿qué está pasando aquí? —exclamó, tropezando con cajas amontonadas.
—Hola, Lucía —respondió ella, indiferente—. Nada especial. Javier dijo que me cedíais la casa, así que recogí vuestras cosas.
—¿Cederla? —Lucía sintió la sangre subirle a las sienes—. ¿Cómo que cederla?
—¿No te lo dijo? —sonrió Carmen—. Le di mi piso al hermano pequeño de Javier. No tenía dónde más ir.
—¿Cómo? —Lucía casi se ahogó de indignación.
El hermano, David, estaba casado, pero ella ignoraba que no tenían casa. Circulaban rumores sobre él, pero nunca les prestó atención.
—Así es —se encogió Carmen—. Tienen hijos, ¿no los dejarán en la calle?
Lucía calló. Al volver a casa, con el maletero lleno de sus cosas, estalló contra Javier.
—¿En qué estabas pensando? ¿Cómo se te ocurre cederle la casa a tu madre?
—¿Y tú por qué te alteras? —replicó él—. Es mi madre, tengo derecho a decidir.
—¿Y yo? ¿No tengo derecho? —gritó—. ¡Quiero participar en las decisiones!
—¡Qué independiente te has vuelto! —se burló—. Cuando hay que ahorrar, soy yo el malo, pero al decidir, ¡tú mandas!
Pasaron una semana sin hablarse. Lucía, más calmada, intentó razonar.
—Solo quiero estar informada —dijo suavemente—. La casa me importa. No quiero perderla, ¿entiendes?
Javier frunció el ceño, pero calló.
—Cuando hay que ayudar a tu familia, lo hacemos —continuó él—. ¿Pero a la mía no?
La discusión se reavivó. Lucía empezó a ir a la casa casi a diario, esperando presionar a Carmen para que se fuera.
—Nunca pensé que sería así —se quejó con su amiga Ana—. La bruja que atormenta a su pobre suegra.
—Defiende lo tuyo —la animó Ana—. Si no, te quitarán todo.
Animada, Lucía volvió a la casa. Carmen trabajaba en el jardín: todo estaba limpio, con flores nuevas. Lucía apartó esos pensamientos.
—¿Qué has hecho aquí? —estalló—. ¿Quién te dio permiso?
—Lucía, ¿qué pasa? —se sorprendió Carmen—. Javier dijo que podía…
—¡Me importa un bledo lo que dijera Javier! —la interrumpió—. ¡Él no decide solo! ¿Entiendes?
Vio el miedo en los ojos de Carmen, pero no pudo parar. Incluso le gustaba esa sensación de poder.
—¡Todo se aprueba por mí! ¡Por mí, no por él!
—Vale, Lucía —murmuró Carmen—. Preguntaré la próxima vez. Es que Javier…
—¡No me importa! —rugió—. ¡Y quita esas flores! ¡Estropean todo!
—Gasté mi dinero en ellas… —replicó Carmen.
—¡No es mi problema!
Lucía iba cada día. A Javier no le decía nada, y Carmen no se atrevía a quejarse.
—Tienen su vida, no quiero molestar —lloraba Carmen cuando Lucía se iba.
No había pedido la casa. Su hijo menor y su mujer ocuparon su piso. Vivían apretados, y la nuera siempre discutía. Carmen lloraba en silencio. Fue David quien llamó a Javier para decirle que su madre no tenía adónde ir. Javier no pudo negarse.
—Nos criaste —le dijo a su madre por teléfono—. No habrá objeciones. Quédate con ellos y ven aquí. Lucía no se opondrá.
Cuán equivocado estaba. Jamás imaginó lo que haría su esposa.
—¿Por qué llegas tan tarde? —preguntó Javier un día.
—No venía del trabajo —respondió Lucía—. Estuve con tu madre.
Ya veía a Carmen como una enemiga a la que había que echar.
—¿Para qué? ¿Llevaste comida? —se sorprendió—. Me pidió dinero, pero se echó atrás.
Javier sonrió, pensando que su mujer había cedido. La abrazó.
—Gracias, Lucía, por entenderlo.
—¿Entender? —se apartó—. ¡Iba a ver cómo tu madre malgasta lo nuestro!
El rostro de Javier se ensombreció.
—¿Inspeccionarla? —refunfuñó—. ¡Es una adulta!
—¿Adult—¡Y tú una desagradecida! —gritó Javier, saliendo de la cocina y dejando a Lucía sumida en el vacío de su propia amargura.