La luz de la tarde se filtraba suavemente a través de las cortinas. Rita colocó dos platos en la mesa y miró el reloj. Las ocho de la noche. Óscar había prometido llegar a las siete, pero en los últimos meses sus promesas no valían un duro. Rita llamó a su marido: «El abonado no está disponible». Suspiró y guardó uno de los platos en la nevera. Otra cena en soledad.
Desde fuera, su familia parecía perfecta. Más de diez años juntos, una casa bonita, ingresos estables. Los amigos los consideraban la pareja ideal en medio de sus propios problemas. Lo más extraño era que Rita también lo había creído. Hasta hace poco.
Todo comenzó como una tontería. En febrero, Óscar olvidó su aniversario por primera vez en diez años. Esa noche, Rita le preguntó directamente:
—¿Sabes qué día es hoy?
—Miércoles —respondió él sin levantar la vista del móvil.
Rita no dijo nada, se marchó intentando calmar la inquietud.
Luego notó que Óscar llegaba más tarde. Respondía con evasivas, evitando su mirada: «Demasiado trabajo». Rita quería entender, creía en su cansancio y cedía. Poco a poco, las cenas solitarias y el plato sobrante en la nevera se hicieron costumbre.
A mediados de marzo, Rita observó cambios en él: pelo cortado, camisas caras, colonia nueva.
—¿Cambio de look? —preguntó.
—En la oficina exigen estilo formal —mintió Óscar, pero en sus ojos había el miedo de un niño pillado en mentira.
Luego llegó esa noche. El móvil de Óscar sonó mientras se duchaba. Rita pasó junto a él, pero el nombre del remitente la golpeó:
«V».
Y el mensaje: «¿Hoy como siempre?».
No leyó más. Su intuición no fallaba. Esa noche llamó a su amiga Lucía, quien le aconsejó: «O le preguntas de frente o decides qué harás si te engaña».
Abril trajo la verdad definitiva. Óscar se volvió distante, educado, un extraño en casa. Ese miércoles, Rita llegó temprano del trabajo. Óscar entró sobre las siete y, al verla, se detuvo.
—Tenemos que hablar —dijo serio.
Rita asintió.
—Me voy. Hay otra mujer. La amo.
Tan simple. Tres frases lo resumían todo.
—¿Se llama Verónica? —preguntó Rita.
Óscar palideció.
—¿Cuánto tiempo?
—Tres meses. —Evitaba su mirada.— Es diferente.
—Vale —se levantó—. Pero no habrá vuelta atrás. Duerme aquí, mañana te vas.
Las lágrimas llegaron de noche. Por la mañana, Óscar recogió sus cosas y dejó las llaves sobre la mesa. El piso parecía vacío, pero Rita sintió alivio. El aire era más ligero.
Pasaron dos semanas. Rita se refugió en su trabajo. Hasta que chocó con Daniel, un colega de Óscar.
—Hola, Daniel. ¿Cómo está Óscar?
—¿No sabes? Lo despidieron hace tres semanas. Arruinó el proyecto.
—Qué raro —murmuró Rita.
—El amor lo distrajo. Verónica sabe cómo enredar —dijo Daniel.
—¿La conoces bien?
—Desde la universidad —respondió, arrepintiéndose al instante. Se despidió rápido.
La confirmación llegó dos días después de Nuria, la contable de la empresa.
—Fue un montaje, Rita. Daniel quería el puesto de Óscar. Verónica es su amiga de siempre. Lo envolvió, filtró documentos a la competencia. Óscar cargó con la culpa. Ahora Daniel es el jefe.
Esa misma noche llamaron a su puerta. Óscar estaba allí, demacrado.
—¿Puedo dormir aquí? No tengo dónde ir.
Rita lo dejó pasar.
—El sofá está libre.
Por la mañana, confesó: «Verónica me dejó al perder el trabajo. No tengo nada».
—Verónica y Daniel. ¿Viejos conocidos, no? —preguntó Rita.
Óscar bajó la mirada. —Me tendieron una trampa. Pero la culpa es mía. Lo arruiné todo.
—Quédate… en el sofá. Pero no pienses que olvido o perdono.
Así continuaron. Óscar en el salón, Rita en su habitación. Él ayudaba en silencio: limpiaba, cocinaba, arreglaba cosas. Había cambiado.
Pasaron dos meses. Óscar encontró un trabajo humilde. Rita empezó cursos de fotografía y yoga. Una tarde, él llegó con una caja. Dentro, su pastel favorito.
—Gracias. Pero no es un nuevo comienzo —dijo Rita.
—Lo sé —respondió él.
Una semana después, Rita cocinó para los dos. Fue su primera cena juntos en mucho tiempo. El dolor se amortiguó. Un mes más tarde, Rita estaba en el balcón. Óscar se acercó.
—Me pregunto… si algún día recuperaré tu confianza.
Rita guardó silencio.
—No lo sé. Reconstruirla es difícil. Quizá imposible. Pero no quiero vivir anclada al pasado.
—Entonces…
—No prometo nada —interrumpió—. Quizá perdone. O no. Pero ahora la decisión es solo mía.
De pronto, Rita sintió algo que hacía tiempo no experimentaba: seguridad en sí misma. Estaba firme sobre sus propios cimientos. Eso valía todo el dolor pasado. Lo que viniera, seguiría siendo ella. Una versión nueva, forjada en la pérdida y el dolor. Y eso era lo único importante.