El Acto Desenfrenado

Si no fuera por la curiosidad innata que le heredó su padre, el anticuário don Antonio, Alejandro habría pasado de largo, tomando el brillo extraño entre los escombros de una obra como un simple fragmento de vidrio. Pero no se inclinó y alzó aquel objeto negro como la tinta.

Era una antigua sigilación de plata oscura, con una gran piedra que el tiempo había apagado. A la luz de la farola, la gema destelló un tenue tono azul aterciopelado.

En los viejos libros, Alejandro entendía más de antigüedades que de gente. Sus dedos, habituales en el tacto, descubrieron al voltear la pieza la delicada inscripción y el grabado deslucido. El corazón le dio un salto. Miró de un tiro; el callejón estaba vacío, y metió el hallazgo en el bolsillo.

En casa, bajo la lupa, no quedó duda: era un zafiro auténtico. Su padre le repetía que esa piedra era talismán de fe, esperanza y amor.

El sello era antiguo, y tras limpiarlo con un paño suave la piedra reveló su verdadero color: un azul intenso casi celeste, aunque con una ligera neblina. No era una fortuna, pero sí una suma muy seria para su ajustado presupuesto: bastaría para el pago inicial de un piso en el centro de Madrid o para un viaje de lujo a las Islas Canarias.

¿Qué habríais hecho vosotros?

Alejandro buscó excusas para no contar a nadie sobre el hallazgo. La sigilación yacía entre la basura de una casa derribada sin dueño, y de todas formas acabaría en el vertedero. La encontró, y eso le daba derecho a quedársela.

Recordó a Almudena. Un mes antes ella, entre lágrimas, le había dicho: «Eres fiable, como un reloj de cuco. Pero ahora entiendo que la vida no es sólo estabilidad; también necesita actos locos, riesgos. Perdóname, me voy con Sergio».

«¿Un acto loco? esbozó Alejandro, girando la pesada pieza entre sus manos. Te montaré una locura que haría envidiar a todos tus Sergios. Me iré a Mallorca durante medio año, subiré fotos y tú solo tendrás que mirar y llorar».

Aún no conocía el valor exacto del anillo, pero en el anticuario al que llamó le dieron una cifra preliminar que le dejó sin aliento. Un susurro de ambición se coló bajo la lengua. Alejandro apretó la sigilación con el puño y sintió temblar sus manos.

Realizó una auténtica pericia: buscó información sobre el sello, comparó la piedra con fotos. Todo coincidía. Entonces se sentó y empezó a trazar planes. El proceso le resultó embriagador. Esa noche no cerró los ojos, imaginando el mar y las palmeras.

¿Y tú podrías dormir? Lo mismo

Alejandro estaba encaramado al alféizar, meditando. «Venderla sería despedirse de ella para siempre, y esa es una historia» Pero el pragmatismo pesaba más. «Hay que encontrar a alguien que valore su valor histórico, no que la funda».

El dueño de tal tesoro tendría mucho en qué pensar. Su imaginación necesitaba alas.

Baleares, entonces, estaba decidido.

¿Qué vendría después?

«Podría remodelar el piso, pensó. O comprar la lente que he estado ahorrando tres años para». Se levantó, se acercó a la ventana. Observando la ciudad dormida, siguió: «O simplemente depositar el dinero y no preocuparme por el mañana».

A la mañana lo despertó la llamada de un amigo, el que siempre le proponía excursiones y a él siempre le hacía la pelota del trabajo. «Esta vez digo que sí», se dijo, mirando la sigilación sobre la mesa, y volvió a dormirse, mecido por dulces ilusiones.

Al abrir los ojos, la primera cosa que encontró fue el anillo no había sido un sueño. Decidido a celebrar el inicio de una nueva vida, se dirigió al restaurante de lujo con ventanales panorámicos, aquel al que siempre había temido entrar por los precios.

Allí, en la barra, la vio. Almudena. Tomaba un café sola. Su rostro estaba triste y perdido.

¿La ves? dijo bajo, al camarero. Quiero pagar su cuenta. Y entrégale esto.

Sacó la sigilación de su bolsillo. La dejó sobre la palma, pesada y enigmática, como guardiana de los secretos de sus antiguos dueños.

¿Qué? Pero esto

Solo entrégalo. Dígale que viene de alguien capaz de un acto. Y que le desea toda la felicidad del mundo. Con cualquiera.

No esperó reacción alguna; se dio la vuelta y salió, sintiendo cómo la tierra se le escapaba bajo los pies. Acababa de entregar no solo un anillo, sino su boleto hacia la libertad. ¿Por qué? ¿Para demostrar que no era avaricioso? Que no era calculador? Que el reproche que le hicieron era injusto? O quizá, solo para ver en sus ojos asombro, no envidia. Que la verdadera locura no está en el egoísmo, sino en la capacidad de soltar.

Almudena quedó en el vacío del restaurante, sin poder moverse. En su mano reposaba la antigua sigilación, fría y real. Junto a ella había una nota del camarero: «De parte de quien es capaz de un acto».

Lo entendió todo.

Era la respuesta que no esperaba no una súplica de regreso, sino algo mayor. Un gesto que, a costa de una pérdida inmensa, demostraba que podía hacer el acto más desinteresado. Alejandro no compró el coche, no voló a Mallorca. Le entregó el anillo. Simplemente. Como señal ¿de perdón? ¿de amor? ¿de libertad?

Recordó a Sergio, que ayer había discutido con ella por la cuenta del café. Comprendió la fuerza silenciosa de tal gesto. Y supo que «el acto» no era para alardear, sino para revelar la potencia de la entrega.

Alejandro, ebrio, había dormido vestido de pijama. Soñó caminando por una playa donde bajo sus pies no había arena, sino zafiros sueltos Se despertó con la cabeza pesada y los bolsillos vacíos. Rememoró el anillo, el restaurante, su gesto loco.

Yacía, sin abrir los ojos, percibiendo un perfume familiar, aquel que ella había recibido de cumpleaños.

Abría los ojos y, apoyado en el codo, vio a Almudena en el umbral de su habitación, con la misma sigilación en la mano.

¿Tú? ¿Por qué? empezó Alejandro.

Le devolví a Sergio sus regalos, murmuró ella. Y esto extendió el anillo es ahora nuestro. Podemos venderlo y ir juntos a Mallorca. O podemos quedárnoslo. Si te parece bien.

Alejandro la miró, mudo.

Estaba completamente sobrio y, al mismo tiempo, inmensamente feliz. Había realizado el acto. Y ese acto, que le costó una fortuna, le devolvió algo mucho más valioso.

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