—Te has vuelto una señora. Has engordado. No quiero buscar a otra, y te juro que no tengo a nadie más.
—Pero esto ya no puede seguir así. Quiero admirar a la mujer que amo. Y contigo, lamentablemente, no puedo. Me aburres. —Fue la cruel declaración de su marido.
Isabel parpadeó rápidamente, tratando de contener las lágrimas. ¿Así le pagaba el hombre con el que había compartido casi quince años de su vida?
—¿Y qué propones? —preguntó con voz temblorosa—. ¿Divorciarnos?
—Creo que sería lo mejor…
—¿Y los niños?
—Les ayudaré. Los tendré los fines de semana.
—¡Así de fácil! —espetó Isabel, secándose las lágrimas con rabia—. Te aburres de tu mujer y estás dispuesto a abandonar a tus hijos. ¡Convertirte en un padre de domingo! No tienes ni vergüenza ni conciencia…
* * *
Isabel y Javier se conocieron en una boda. Una prima tercera de Isabel se casaba, y entre los invitados del novio estaba Javier. A pesar de la diferencia de diez años, Isabel ya sabía desde el primer momento que él era su destino. Elegante, culto, con modales de príncipe de cuento.
—Ay, hija, ¿tú crees que un hombre así se fijaría en ti? —decía su madre—. Eres una tontita, con esa carita tan común. Y Javier es un hombre de categoría.
Isabel, ofendida, fruncía los labios y apartaba la mirada. Años después, ya adulta, entendió que esas palabras habían minado su autoestima desde niña. Nunca le enseñaron a valorarse.
Pero en su juventud, Isabel no pensaba en eso. Las mariposas le revoloteaban en el estómago solo de imaginar a Javier. Se conocieron apenas seis meses antes de casarse. Isabel acababa de cumplir veinte.
—¡Ya verás cómo te abandona! —insistía su madre—. Perderás el tiempo con él. Es un pájaro de vuelo alto, y tú apenas terminaste un curso de costura. ¡Ni siquiera es una carrera de verdad!
—Gracias por el ánimo, mamá —respondía Isabel con ironía—. Pero ya soy una mujer casada y tomo mis propias decisiones.
Los primeros años fueron como unas vacaciones interminables: viajes, escapadas al campo, noches en el teatro. Isabel, por gusto, cosía vestidos sencillos, aunque Javier ganaba bien y no necesitaban el dinero. Después llegó Lucía, y la maternidad la absorbió por completo. Amaba ser madre y se entregó en cuerpo y alma a su hija: clases de estimulación temprana, luego patinaje artístico. Isabel no quiso llevarla a la guardería y se ocupó de su educación. Le robaba horas al sueño para correr y mantenerse en forma.
—Qué suerte tienes, Javi —le decían los familiares en las reuniones—. ¡Te sacaste la lotería con una mujer así! La casa siempre impecable, dedicada a la niña… Deberían tener otro.
—¡Claro que sí! —sonreía Javier, mirando con ternura a su esposa.
Pero no fue tan fácil.
—¿Ves? —se regodeaba su madre por teléfono—. Ni siquiera puedes darle un heredero a tu marido.
—Gracias por el apoyo, mamá. Ya bastante lloro cada día.
Tras dos años de intentos, aceptaron que solo tendrían a Lucía. La niña destacaba en el patinaje, e Isabel encontró consuelo en sus éxitos. La preparaba mentalmente para las competiciones, le cosía los trajes a mano, vibraba con cada victoria. Con apenas nueve años, la entrenadora ya pronosticaba un futuro brillante.
Javier también adoraba a su hija. Su esposa guapa y su niña prodigio eran su orgullo. Isabel, con los años, aprendió a realzar su belleza, y el sueldo de Javier le permitía mimarse un poco. Después de ocuparse de la casa y de Lucía, claro.
Todo cambió cuando descubrió que esperaba otro bebé. La alegría fue inmensa: después de tanto tiempo, ¡un milagro! Javier también estaba en las nubes.
Pero el embarazo fue difícil: náuseas, complicaciones, los últimos meses en reposo. El parto fue traumático; Isabel casi no lo supera. Por suerte, el pequeño Nicolás nació sano. A ella le costó dos años recuperarse. Al principio, Javier la cuidó con esmero, pero luego se desentendió: tenía que ocuparse de Lucía y del bebé. Sugirió que su suegra ayudara, pero Isabel se negó.
—¡Ni hablar! Mi madre jamás me dio un halago. No quiero que le llene la cabeza a Lucía con sus venenos.
Finalmente, Isabel se recuperó, aunque su figura ya no era la de antes. Por más que lo intentó, los kilos no desaparecían. A sus treinta y pico, se sentía ajada. Y la voz burlona de su madre resonaba: *Ahora sí que tu marido dejará de mirarte*.
Pero, contra todo pronóstico, Javier seguía tratándola bien, llamándola la mujer más bella que conocía. Isabel se sumergió aún más en la maternidad: llevaba a Nicolás a natación y robótica, mientras Lucía acumulaba medallas.
Con el tiempo, su hija se convirtió en una promesa del patinaje, lo que exigía más inversión. Isabel lo llevaba todo sobre sus hombros. Y, sin sorpresa, el tiempo para ella desapareció. Engordó, dejó de arreglarse, pero los frutos llegaban: Lucía ganaba oros regionales. Isabel, orgullosa, seguía diseñando sus trajes. Soñaba con crear uno tan bueno que su hija lo usara en competiciones oficiales, aunque la entrenadora seguramente lo vetaría.
Un día, Javier la miró de arriba abajo y dijo:
—Te has descuidado. Habrás ganado quince kilos, ¿no?
—¡A lo mejor veinte! —replicó Isabel—. ¿Qué esperabas? Ya no tengo veinte años, y el tiempo escasea.
—Pues empieza a cuidarte. Quiero una esposa guapa.
—Tú tampoco estás como antes —le recordó, señalando su incipiente calvicie y barriga. Los años no pasaban en vano, y la diferencia de edad cada vez se notaba más. Claro que él tenía excusa: era jefe, debía parecer “serio”.
Al principio, Isabel se enfadaba, luego lo tomaba como broma. Pero cuando Javier insistió en que se veía descuidada, empezó a dolerse. Incluso lloró a solas.
* * *
Y entonces llegó *esa* conversación, donde él confesó que necesitaba admirar a su mujer… e Isabel ya no cumplía.
—No es motivo para destruir una familia —rogó—. Piensa en los niños.
—Bueno… quizá haya solución —murmuró Javier. Y ella se aferró a esa posibilidad como un náufrago a un salvavidas.
*Volveré a ser la mujer de la que se enamoró*, pensó. *La juventud no regresa, pero al menos lo intentaré*.
Se sometió a una dieta estricta. No podía hacer ejercicio; no quería robarle tiempo a los niños. Contaba cada caloría, ayunaba un día a la semana. Los resultados llegaron, pero Isabel no se detuvo. Encontraba huecos para ir a la esteticista. Buscaba ropa de moda entre entrenamiento y entrenamiento de Lucía.
Poco a poco, volvió a sus cuarenta y cinco kilos de juventud. De Javier solo obtuvo un frío “bien hecho”. Pero al menos dejó de hablar de divorcio. Para Isabel, fue suficiente.
—Mamá, ¡ya no comes! —protestó Lucía, mirando con preocupación el medio pomelo que era el desayuno de su madre.
—Cuando crezcas, entenderás. Quiero estar delgada.
—¡Pero si nunca has estado gorda! Ahora pareces un fantasma.
Isabel notaba su palidez. Otra razón para ir a la esteticista. QuizáCon el tiempo, Isabel comprendió que su verdadera belleza no estaba en los kilos que perdía, sino en la fuerza con la que reconstruyó su vida y en el amor incondicional que sus hijos le devolvieron cada día.