El abuelo me dejó en herencia una casa en ruinas en un pueblo, mientras que mi hermana recibió un apartamento en pleno centro de Valencia. Mi marido me llamó fracasada y se fue a vivir con mi hermana. Tras perderlo todo, me dirigí al pueblo, y al entrar en la casa, quedé boquiabierta…
La notaría olía a papel viejo y polvo. Lucía se sentó en una silla incómoda, con las manos sudorosas por los nervios. A su lado estaba Alba, su hermana mayor, vestida con un traje de chaqueta caro y una manicura perfecta. Parecía haber ido a una reunión de negocios, no a escuchar un testamento.
Alba revisaba su móvil, lanzando miradas indiferentes al notario. Lucía jugueteaba con el asa de su bolso gastado. A sus treinta y cuatro años, seguía sintiéndose la hermanita tímida junto a Alba, exitosa y segura de sí misma. Trabajar en la biblioteca municipal no daba mucho dinero, pero a Lucía le encantaba su trabajo.
El notario, un hombre mayor con gafas, aclaró la garganta y abrió la carpeta. El silencio se hizo más profundo. Un reloj antiguo marcaba el tiempo en la pared, acentuando la tensión.
“Los momentos más importantes de la vida ocurren en silencio”, recordó Lucía las palabras de su abuelo.
El testamento de Francisco José Martínez comenzó el notario con voz monótona. Lega el apartamento de dos habitaciones en la calle Colón, número 15, junto con el mobiliario, a su nieta Alba Victoria Martínez.
Alba ni siquiera levantó la mirada del móvil, como si ya supiera que obtendría lo más valioso. Lucía sintió un pinchazo en el pecho. Otra vez segunda.
También lega la casa en el pueblo de Alborache, con todas las dependencias y un terreno de mil doscientos metros cuadrados, a su nieta Lucía Victoria Martínez continuó el notario.
Lucía se sobresaltó. ¿Una casa en el pueblo? ¿Aquella ruina donde el abuelo había vivido sus últimos años? Solo recordaba goteras, pintura desconchada y maleza.
Alba, por fin, apartó los ojos de la pantalla y esbozó una sonrisa burlona:
Bueno, al menos te ha dejado algo. Aunque no sé qué harás con ese chamizo. Quizá puedas vender el terreno.
Lucía calló. ¿Por qué el abuelo había decidido eso? ¿También la veía como una fracasada?
Firmaron los papeles. Alba salió rápidamente, dejando un rastro de perfume francés. Fuera, su marido, Javier, esperaba fumando junto a su coche viejo.
¿Qué te ha tocado? preguntó sin saludar.
Cuando Lucía le contó, su rostro se ensombreció.
¡¿Una casa en el pueblo?! ¡Vaya mierda! Tu hermana se lleva un piso en el centro que vale medio millón de euros, y a ti te dejan un caserón derruido. ¡Eres un desastre!
Sus palabras le cortaron como cuchillos. Siete años de matrimonio, y ahora la trataba como a una desconocida.
Javier, esto no lo decidí yo susurró.
Pero pudiste influir en tu abuelo. Siempre callada, siempre en segundo plano. Ni siquiera puedes heredar bien.
Subieron al coche en silencio. Esa noche, Javier le anunció que quería el divorcio.
Necesito una mujer que me ayude a crecer, no una bibliotecaria con sueldos miserables dijo con desdén. Por cierto, Alba y yo hemos estado hablando. Tenemos más en común.
Lucía pasó la noche en el sofá, llorando. Al día siguiente, partió hacia Alborache.
La casa estaba destartalada, pero al entrar, algo la sorprendió: olía a limpio, como si alguien la hubiera preparado. En el dormitorio, bajo una almohada, encontró una carta con su nombre, escrita por el abuelo:
*”Querida Lucía: Si lees esto, es porque ya no estoy. Te dejé la casa porque sé que apreciarás su verdadero valor. Recuerdas cuando de pequeña me preguntabas por tesoros escondidos? Pues bien, hay uno bajo el manzano del patio. Cava un metro y medio junto al tronco, hacia la casa. Allí encontrarás un cofre de metal.”*
Con manos temblorosas, Lucía desenterró el cofre. Dentro había joyas de oro, monedas antiguas y piedras preciosas. Un tesoro de valor incalculable.
Un experto en antigüedades le confirmó que valía más de 15 millones de euros. Javier y Alba, al enterarse, intentaron reconciliarse con ella, pero Lucía vio su avaricia.
No os daré ni un céntimo les dijo con firmeza. El abuelo me lo dejó a mí porque sabía que vosotros solo veríais el dinero, no el amor que hay detrás.
Restauró la casa, convirtiéndola en un hogar acogedor. Abrió una pequeña biblioteca para el pueblo y ayudó a los vecinos necesitados. Javier perdió el juicio por la herencia, y Alba dejó de hablarle.
Bajo el manzano, cada tarde, Lucía recordaba las palabras de su abuelo: *”El verdadero tesoro no es el oro, sino la libertad de ser quien eres.”* Y por primera vez en su vida, se sintió rica de verdad.
La vida le había enseñado que las apariencias engañan, y que a veces, lo que parece una ruina guarda el mayor de los tesoros: la oportunidad de empezar de nuevo.