El abuelo me dejó en herencia una casa vieja en un pueblo, en un estado ruinoso, mientras que a mi hermana le dejó un piso de dos habitaciones en pleno centro de la ciudad. Mi marido me llamó fracasada y se fue a vivir con mi hermana. Después de perderlo todo, me dirigí al pueblo, y al entrar en la casa, me quedé literalmente sin palabras…
La sala en la notaría estaba sofocante y olía a papeles viejos. Ana se sentó en una silla incómoda, sintiendo cómo sus palmas sudaban por los nervios. A su lado estaba Elena su hermana mayor, vestida con un traje de negocios caro y con las uñas perfectamente arregladas. Parecía que no había ido a la lectura del testamento, sino a una reunión importante.
Elena miraba algo en la pantalla de su móvil, lanzando miradas indiferentes al notario, como si tuviera prisa por marcharse. Ana retorcía nerviosa la correa de su bolso gastado. Con treinta y cuatro años, aún se sentía como la hermanita tímida al lado de Elena, segura y exitosa. Trabajar en la biblioteca local no daba mucho dinero, pero Ana amaba su trabajo.
Sin embargo, los demás lo veían más como un pasatiempo, especialmente Elena, que ocupaba un puesto en una gran empresa y ganaba mucho más en un año que Ana. El notario, un hombre mayor con gafas, carraspeó y abrió una carpeta con documentos. La sala se quedó en silencio. En alguna pared, un reloj viejo marcaba el tiempo suavemente, acentuando la tensión.
El tiempo pareció ralentizarse. De repente, a Ana le vinieron recuerdos de su abuelo diciendo: “Las cosas más importantes de la vida ocurren en silencio”.
El testamento de Nicolás Martínez comenzó con voz monótona. Lega el piso de dos habitaciones en la calle Principal, número 27, piso 43, junto con el mobiliario y enseres domésticos, a su nieta Elena Victoria.
Elena ni siquiera levantó la vista del móvil, como si ya supiera que obtendría lo más valioso. Su rostro permaneció impasible. Ana sintió un dolor familiar en el pecho. Otra vez. Siempre segunda.
Elena siempre fue la primera, siempre obtenía lo mejor. En el colegio, sacaba notas brillantes, luego entró en una universidad prestigiosa, se casó con un empresario adinerado. Tenía un piso elegante, un coche caro, ropa de marca. ¿Y Ana? Siempre en la sombra de su hermana.
Además, la casa en el pueblo de Valdeflores, con todas las dependencias y un terreno de mil doscientos metros cuadrados, la lega a su nieta Ana Victoria continuó el notario.
Ana se sobresaltó. ¿Una casa en el pueblo? ¿Aquella, casi en ruinas, donde el abuelo vivió solo sus últimos años? La recordaba vagamente solo la había visto un par de veces de niña. Entonces ya parecía a punto de derrumbarse. Pintura descascarillada, tejado que goteaba, el patio lleno de maleza todo le daba pena.
Elena, por fin, apartó la mirada de su móvil y sonrió con sorna:
Bueno, Ana, al menos te ha tocado algo. Aunque, sinceramente, no sé qué harás con ese trasto. Quizá puedas derribarla y vender el terreno.
Ana calló. Las palabras se atascaron en su garganta. ¿Por qué el abuelo decidió eso? ¿También la consideraba un fracaso? Quiso llorar, pero se contuvo no allí, delante de Elena y ese notario severo que la miraba con discreta compasión.
El notario siguió leyendo formalidades. Ana escuchaba distraída. El abuelo siempre había sido justo. ¿Por qué repartió la herencia así? Finalmente, terminó. Elena firmó rápido, guardó las llaves en su bolso elegante y se levantó.
Tengo una reunión con clientes dijo sin mirar a Ana. Mantenemos el contacto. No te deprimas, al menos te ha tocado algo.
Y se fue, dejando un rastro de perfume francés.
Ana permaneció sentada, sosteniendo las llaves de la casa del pueblo. Eran pesadas, de hierro, oxidadas. Nada que ver con las elegantes llaves de Elena. Afuera, su marido Miguel la esperaba fumando junto a su coche viejo, mirando el reloj con impaciencia.
¿Qué te ha tocado? preguntó sin saludar. Espero que algo decente.
Ana le contó el testamento. Con cada palabra, el rostro de Miguel se ensombreció.
¿Una casa en el pueblo? ¡¿En serio?! ¡Lo has vuelto a arruinar! Tu hermana se lleva un piso en el centro que vale al menos medio millón de euros, y tú, ¡una ruina!
Ana se encogió. Antes, Miguel apenas levantaba la voz, pero últimamente se irritaba por cualquier cosa, sobre todo si era por dinero.
Yo no elegí nada susurró. Fue decisión del abuelo.
¡Podrías haberle influido! ¡Demostrar que mereces más! Siempre has sido un ratón silencioso, incapaz de nada. Ni siquiera sabes conseguir una herencia decente.
Sus palabras cortaban como cuchillos. Siete años de matrimonio, y la trataba como a una desconocida.
Miguel, por favor, no me grites. Hay gente mirando.
¿Y qué podemos hacer con esa casa? preguntó él con sarcasmo. ¿Demolerla y vender el terreno?
Subieron al coche. Miguel condujo en silencio, refunfuñando. Ana miraba por la ventana, pensando en el abuelo. Nicolás fue un hombre tranquilo y bondadoso. Trabajó de tractorista, luego de maquinista, y al jubilarse se mudó a Valdeflores. Decía que en el pueblo el aire era limpio y se podía vivir en paz.
Ana recordaba veranear allí de niña. El abuelo le enseñó a distinguir setas, le mostraba dónde crecían las fresas, le hablaba de pájaros. Nunca le gritó ni la forzó a hacer algo que no quisiera. Gracias a él, Ana se sentía importante. A menudo le decía:
Eres especial, nieta. Tienes un alma delicada, ves belleza donde otros no. Es un don.
Ahora esas palabras le sonaban a burla cruel. ¿Qué tenía de especial si hasta su marido la consideraba un fracaso? En casa, Miguel encendió la tele sin más. Ana fue a la cocina a preparar la cena, preguntándose qué haría. ¿Vender la casa? ¿Quién compraría una ruina en un pueblo abandonado?
Durante la cena, Miguel apenas habló. Al terminar, dejó el tenedor y la miró serio.
Ana, he pensado mucho. Nuestro matrimonio no ha funcionado.
Ella sintió un vuelco en el corazón.
¿Qué quieres decir?
Necesito una mujer que me ayude a triunfar. No alguien que trabaja por cuatro duros en una biblioteca y hereda ruinas. Tengo treinta y siete años, quiero vivir bien.
Sabías con quién te casabas. Nunca fingí ser otra.
Y ese fue mi error. Creí que cambiarías, que ambicionarías más. Pero sigues siendo un ratón gris, conformándote con nada.
Ana sintió que algo se rompía dentro de ella.
¿Qué propones?
El divorcio. Ya hablé con un abogado. Mientras, puedes irte con amigas o a tu maravilloso pueblo.
Lo dijo con tal sarcasmo que Ana se estremeció. Miguel se levantó.
Espera susurró. ¿Y todo lo que compartimos? Siete años juntos. Nuestros sueños.
Siete años de errores cortó él. Por cierto, Elena tiene razón: no eres la mujer para mí. Ella es inteligente, práctica. No como tú.
Ana palideció.
¿Elena? ¿La has elegido a ella?
Últimamente hemos hablado mucho. Su marido viaja a menudo, se siente sola. Y a mí me parece interesante. Tenemos visiones simil