El abandono que cambió todo: la llegada inesperada de la suegra.

Hoy mi mundo se desmoronó. Antón nos abandonó a mí y a nuestra hijita pequeña. Justo cuando creía que no podía empeorar, apareció mi suegra, Valentina, supongo que para regodearse.
No encontraba consuelo. Mi pequeña Catalina dormía en mis brazos, pero yo seguía junto a la ventana, incapaz de apartarme. Llevaba una hora mirando al patio.
Horas antes, mi amado Antón llegó del trabajo. Yo estaba en la cocina, pero él no entraba. Cuando salí, lo vi haciendo la maleta.
—¿Adónde vas? —pregunté, desconcertada.
—Me voy. Te dejo por la mujer que amo.
—Antón, ¿bromeas? ¿Ha pasado algo en el trabajo?
—¿Es que no lo entiendes? Estoy harto de ti. Solo piensas en Catalina, ni me ves ni te cuidas.
—No grites, despertarás a Catalina.
—¡Ahí vas otra vez! Solo piensas en ella. ¡Tu hombre te abandona y tú…!
—Un hombre de verdad no dejaría a su mujer con un bebé —dije en voz baja, y me fui con mi hija.
Conocía el carácter de Antón. Si continuaba, habría un escándalo que despertaría a la niña. Las lágrimas asomaban, pero jamás le mostraría mi dolor. Tomé a Catalina de la cuna y me refugié en la cocina. Antón no iría allí, no tenía nada que llevarse.
Lo vi por la ventana subir al coche e irse. Ni siquiera miró atrás. Pero yo seguía ahí, esperando quizá que su coche reapareciera y dijera que era una broma. Jamás sucedió.
No pude dormir en toda la noche. No tenía a quién llamar. Mi madre me olvidó hace tiempo, feliz cuando me casé. Para ella solo existía mi hermano menor, su único niño. Amigas tenía, pero son madres como yo y no podrían ayudarme realmente.
Al amanecer intenté dormir. Llamé a Antón, colgó y mandó un sms: “No me molestes más”. Catalina se quejó entonces. No podía derrumbarme. Tengo a mi hija, ella me necesita. Debía pensar cómo seguir.
Al revisar mis ahorros —poco en el monedero y casi nada en el banco— sentí pánico. Aunque pidiera a la casera cinco días de gracia hasta mi subsidio, no sería suficiente. Y además, necesitábamos comer. Podría buscar trabajo online, pero Antón se llevó su portátil.
Me quedaban dos semanas de alquiler pagado para idear algo. Urgía hacerlo.
Pero mis llamadas a conocidos fueron inútiles. Nadie me contrataría con un bebé. Hasta para fregar suelos necesitaría dejar a Catalina dos horas con alguien, y no tenía a nadie. Mudarme a un piso más barato tampoco servía; ya alquilábamos algo modesto. La única opción era ir con mis padres. Pero yo me casé tarde, mi hermano lo hizo joven y vive con su familia en casa de mamá: dos gemelos más cinco adultos en un piso pequeño. ¿Dónde metería a Catalina y a mí?
Avisé a la casera que me iba cuando acabara el alquiler. Sentí desesperación. Podía alquilar una habitación en una residencia, casi invivible por los vecinos. Escribí a Antón pidiendo ayuda para nuestra hija. Ni respondió ni leyó mis mensajes. Parece me bloqueó.
Restaban cinco días. Empecé a embalar cosas. Pocas, pero necesitaba ocuparme. Entonces sonó el timbre.
Abro y queda estupefacta. En la entrada estaba Valentina, mi suegra. “¿Más problemas?” pensé, dejándola pasar.
Nunca llevamos bien. Sonreíamos con odio en el alma. Desde que me conoció, mostró desagrado. Como muchas madres, pensaba que su hijo merecía mejor. Por eso le dije que no viviríamos juntas; no encajaríamos. Alquilamos nuestro piso.
Cuando ella venía, siempre decía cosas como: “¿Nuria, has limpiado el polvo alguna vez?”. Jamás probaba mi comida, oía “esto solo para cerdos”. Durante mi embarazo pareció calmarse. Pero al nacer Catalina, dijo: “No parece de la familia, Antón debe ver si es suya”.
Solo cuando Catalina cumplió medio año, Valentina reconoció rasgos familiares y a veces la cogía. Antón me calmaba: “Mamá me crió sola, por eso es así; sopórtala unos momentos”. Yo nunca pedía su ayuda, aunque me hubiese aliviado.
Ahora estaba aquí, justo tras la marcha de Antón. A punto de regodearse. Pero me daba igual.
Su voz me sacó de mis pensamientos:
—Venga, prepara tus cosas. Aquí no es tu sitio.
—Valentina, disculpe, no entiendo.
—dije que recojas. Vienes conmigo.
—¿Con usted?
—¿Adónde ibas? ¿A casa de tu madre, donde viven como sardinas?
—¿Usted lo sabe…?
—Claro que lo sé. Lástima no enterarme antes. Hoy ese desgraciado me lo contó. Tengo un piso de tres habitaciones. Hay sitio.
No tenía alternativa. ¿Qué perdía?
Al llegar a casa de Valentina, sentí miedo. Me enseñó una habitación para Catalina y para mí. Cuando deshice las maletas y acosté a la niña, fui a la cocina.
—Nuria, sé que nuestra relación nunca fue buena. Pero trate de entenderme y, si puede, perdóneme.
—Valentina, usted solo deseaba lo mejor para su hijo.
—¡Lo mejor! —me interrumpió— Fui una egoísta. Hoy me llamó y me contó todo. Perdóneme también por haber criado a un hijo así. No sé dónde fallé. Su padre nos abandonó cuando Antón tenía tres meses. Él no debería ignorar lo duro que es para una madre sola. Pero el canalla repite la “proeza” de su padre. Vivan aquí lo que necesiten.
Jamás esperé que mi suegra estuviera de mi lado. No podía hablar. Solo lágrimas cayeron sobre la mesa.
—Y no llore —dijo severa.
—No es por pena, es gratitud.
—Eso tampoco. Considérelo mi penitencia. No tema, saldremos adelante. Tenemos techo propio. Cuando usted trabaje, yo cuidaré a Catalina.
Desde ese
Con el corazón rebosante, Valentina vivía esperanzada en que su familia seguiría creciendo, pues aún tenía mucho amor para dar.

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El abandono que cambió todo: la llegada inesperada de la suegra.