Eduardo García estaba parado en la puerta del salón, con el corazón a mil por hora, mientras observaba lo que sucedía delante de él. En el centro de la estancia se encontraba su hijo, su hijo silencioso, encajonado en su silla de ruedas, pero no estaba solo.
La criada, Carmen, la mujer a la que había contratado hacía años, la que nunca se permitía una palabra de más ni mostraba emoción más allá de una cortesía distante, estaba bailando con él.
Al principio, Eduardo apenas podía creer lo que veían sus propios ojos. Su hijo, Iker, encerrado en su mundo de silencio desde que Eduardo tenía memoria, se movía.
No sólo estaba sentado, no sólo miraba por la ventana como de costumbre; estaba bailando.
Un suave ritmo musical parecía guiarlo, meciéndolo delicadamente de un lado a otro. Sus manos reposaban sobre los hombros de Carmen, y ella, con una elegancia que Eduardo nunca había visto en aquella casa, lo mantenía cerca, girando con él en un lento y paciente vals.
La música una melodía desconocida y conmovedora llenaba el aire, atravesando la habitación como un hilo que unía lo imposible.
Eduardo se quedaba sin aliento. Todo en él gritaba: «¡Lárgate, cierra la puerta, no mires este espectáculo»…
Pero algo lo detuvo. Algo más profundo que el miedo, más profundo que los años de desilusión y dolor. Se quedó largo rato en el umbral, observando el silencioso entendimiento entre la criada y su hijo.
La luz que entraba por la ventana los bañaba en un dorado y plateado suave, sus siluetas se fundían con la música.
Era un momento de paz tan ajeno a Eduardo que parecía irreal, como haber encontrado un oasis después de una vida entera en el desierto del silencio.
Quiso decir algo, preguntar qué ocurría, exigir explicaciones a Carmen, al mundo que tantos años le había mantenido en la ignorancia, pero las palabras se le atascaban en la garganta. Sólo quedó allí, mirando cómo se movían juntos: su hijo, su hijo en la silla, y la criada que había despertado en él algo que ni siquiera sabía imaginar.
Y entonces, por primera vez en años, Eduardo García sintió que el peso en su pecho cambiaba. Ya no era solo dolor era otra cosa.
Una posibilidad. Una chispa. Una esperanza, o algo muy parecido.
La música se ralentizó, el baile llegó a su fin, y Carmen, con delicadeza, volvió a sentar a Iker en su silla, dejando sus manos sobre sus hombros un momento más de lo necesario.
Le susurró algo palabras que Eduardo no alcanzó a oír y, tras lanzar una última mirada al chico, salió de la habitación.
Eduardo seguía allí, como arraigado al suelo, atónito. No era simplemente un milagro era el comienzo de algo que ni siquiera se atrevía a soñar.
Su hijo estaba vivo no solo en cuerpo, sino también en alma. Y todo gracias a ella.
A la criada que había tocado el alma de su hijo de una forma que ningún médico, ni terapeuta, ni dinero o tiempo podrían lograr.
Le brotaron lágrimas al acercarse a Iker.
El chico seguía en la silla, con los ojos cerrados y una leve sonrisa en los labios como si acabara de vivir algo que Eduardo no podía comprender.
¿Te ha gustado, hijo? tremoló la voz de Eduardo al preguntar, antes de poder contenerse.
Iker, como siempre, no respondió. Nunca lo hacía.
Pero, por primera vez en años, Eduardo no necesitó respuesta.
Lo entendió.
En ese instante silencioso y conmovedor, Eduardo comprendió al fin: su hijo nunca estuvo realmente perdido. Sólo esperaba a que alguien llegara a él de una manera que pudiera entender.
Y ahora, cuando la habitación volvía a sumirse en silencio, Eduardo sabía que no podía volver a ser el mismo de antes.
Los muros de indiferencia emocional que había construido ya no existían.
Era un nuevo comienzo un nuevo capítulo para su hijo, para Carmen y para él mismo.
Respiró hondo, sintiendo cómo el peso abandonaba su pecho y, por fin, después de tantos años, sonrió.
La casa ya no estaba muda.
Estaba llena de música, de posibilidades. Estaba viva.