Ecos del pasado: la tragedia de una mujer

El eco del pasado: la tragedia de Carmen Ruiz

Carmen Ruiz se quedó frente a la puerta descascarada del portal, apretando un sobre entre sus manos temblorosas. El bloque de nueve plantas en el barrio residencial de Guadalmar le parecía ajeno, como de otro mundo. Pero allí, en el cuarto piso, vivía su hijo. Treinta años atrás lo había dejado: un niño pequeño con un flequillo rebelde. Ahora tenía treinta y cinco…

—Qué tontería— susurró, mirando las ventanas opacas del edificio. —Simplemente una estupidez sin remedio…

En el banco junto al portal, unas ancianas cotilleaban. Una de ellas la llamó:

—¿A quién busca, cariño?

—A Antonio… Antonio Gutiérrez— la voz de Carmen vaciló; el nombre de su hijo sonó como un eco del pasado.

—¿A Antoñito? —la anciana se animó—. Un buen chico, educado, siempre saluda. ¿Qué relación tiene con él?

Carmen calló, apresurándose a entrar en el portal. ¿Qué era ella para él? ¿Una madre que no lo había visto en treinta años? ¿Una desconocida con su mismo apellido? En el ascensor, sacó un espejo. Las canas en su pelo, las arrugas alrededor de los ojos… A los cincuenta y seis, el tiempo no se esconde con maquillaje. ¿Recordaría su rostro? ¿O solo tendría un recuerdo borroso?

Cuarto piso. Puerta a la izquierda. Seguro que estaba casado… A su edad, era lo normal. Carmen levantó la mano para tocar el timbre, pero los dedos le traicionaron, temblando. Se quedó así un minuto, dos, cinco. Al final, sin atreverse, bajó y dejó el sobre en el buzón.

“Antonio. Sé que no tengo derecho a pedirte nada. Pero dame una oportunidad para explicarme. Mamá. Llámame, aquí está mi número…”

Mamá. Qué extraño sonaba esa palabra después de treinta años sin pronunciarla. Carmen volvió al coche y se quedó allí hasta el anochecer, observando el portal. Un hombre alto con un maletín —igualito que su padre. Era él. Luego, una mujer joven con bolsas de la compra —quizás su esposa. Hablaban, reían. Una familia normal, una tarde normal. ¿Habría leído su carta? ¿Llamaría?

El teléfono sonó cuando ya se iba. Era Víctor, su exmarido.

—¿Para qué has venido? —su voz, tan familiar, sonaba cansada y fría.

—Víctor…

—No empieces. Solo dime: ¿para qué?

—Quiero ver a mi hijo —la voz de Carmen se quebró.

Él soltó una risa amarga, llena de dolor y desprecio.

—¿Tu hijo? ¿Treinta años sin querer verlo y ahora, de repente, sí?

—No lo entiendes…

—No, eres tú quien no entiende —su voz se hizo más baja pero más firme—. ¿Dónde estabas cuando enfermaba? ¿Cuando lo acosaban en el colegio? ¿Cuando entró en la universidad? ¿Dónde has estado todos estos años?

Carmen calló. ¿Qué podía decir?

—Me llamó. Dijo que tiró tu papel —añadió Víctor—. Vete, Carmen. Llegaste tarde. Treinta años tarde.

El tono de llamada cortó como un cuchillo. Carmen se quedó mirando las ventanas oscuras. Recordó al pequeño Antonio, llamándola por las noches. Cómo se levantaba, lo mecía, cantándole una nana… ¿Por qué se fue entonces? ¿Por qué no luchó por él?

Al día siguiente, volvió. Esperó a que Víctor saliera al trabajo y lo siguió. Aparcó frente a su oficina, entró detrás. No había cambiado: la misma postura recta, la misma mirada atenta. Solo las sienes, completamente blancas.

—Te pedí que te fueras —dijo al verla.

—Víctor, por favor. Solo quiero hablar con él. Explicarle…

—¿Explicarle qué? —hizo una mueca, como si le doliera—. ¿Cómo te fuiste con otro? ¿Cómo construiste una vida nueva? ¿Cómo nos olvidaste?

—¡No los olvidé! —las lágrimas brotaron—. ¡Pensaba en él todos los días!

—¿Pensabas? —sonrió con amargura—. Yo lo crié. Solo. Desvelándome cuando enfermaba. Llevándolo al colegio. Enseñándole a ser hombre. Y tú… pensabas.

Carmen bajó la cabeza. En la recepción solo se oía el tictac del reloj.

—¿Sabes lo que preguntaba de niño? —la voz de Víctor era casi un susurro—. “Papá, ¿por qué mamá no me quiere?” ¿Qué le contestaba?

—¡Lo quería! ¡Lo quiero! —Carmen jadeaba entre lágrimas.

—No, Carmen. Te querías a ti. A tu libertad. A tus sueños. A él, no.

Salió de la oficina, tambaleándose. En el coche, las manos le temblaban tanto que no podía arrancar. Ante sus ojos, el pequeño Antonio preguntando por qué su madre no lo quería. ¿Cómo pudo hacerlo? ¿Cómo?

Por la tarde, volvió a su casa. Vio a la esposa de Antonio en el patio —la reconoció del día anterior.

—¡Disculpe! —gritó Carmen, la voz quebrada—. ¿Podemos hablar un momento?

La mujer se giró, con mirada cautelosa.

—¿Quién es usted?

—Yo… —Carmen tragó saliva, las palabras quemaban—. Soy la madre de Antonio.

—Ah, la famosa madre —el tono de la mujer, que se llamaba Marta, destilaba amargura.

—Por favor, necesito hablar con él.

—¿Para qué? —Marta negó con la cabeza—. ¿Para hacerle daño otra vez?

—No, yo…

—Mire —Marta se ajustó la bolsa al hombro—, él nunca habla de usted. Nunca. Es un tema que no existe. Y yo, en su lugar…

—¡Mar! ¿Dónde te metes? —sonó una voz.

Ambas se sobresaltaron. En la entrada estaba Antonio —alto, de hombros anchos, tan parecido a un Víctor joven. Las miraba frunciendo el ceño.

—¡Antonio! —Carmen dio un paso hacia él, el corazón en la garganta—. Antonio, soy yo…

Él la miró con frialdad, como a una extraña.

—Sé quién es —dijo con calma—. Y no quiero hablar.

—Hijo…

—No me llame así —su voz se volvió cortante—. Usted me abandonó. Yo no le importaba. Ahora usted no me importa.

—¡Dame la oportunidad de explicarme!

—¿Explicar qué? —sonrió con amargura, igual que Víctor—. ¿Cómo se fue a empezar una vida nueva? ¿Cómo se casó? ¿Cómo en treinta años no llamó ni una vez?

—¡Llamé! El primer año…

—El primer año —asintió—. ¿Y después? ¿Dónde estaba cuando cumplí cinco, diez, quince? ¿Dónde estaba en mi graduación? ¿En mi boda?

Cada palabra era un martillazo. Carmen calló, tragando lágrimas.

—Voy a ser padre pronto —retrocedió hacia la puerta—. Yo jamás podría abandonar a mi hijo. Jamás.

—Antoñito…

—Esperó treinta años —agarró el pomo—. Ahora yo esperaré otros treinta para olvidar.

La puerta se cerró. Carmen se quedó en el pasillo vacío, las manos en el pecho. Detrás de la pared, se oía música. Alguien bajaba las escaleras, taconeando.

Bajó despacio. En el primer piso, las piernas le flaquearon. Se sentó en el alféizar, sacó el teléfono.

“Víctor —escribió a su”Y así, con el corazón hecho pedazos, Carmen comprendió que algunos dolores no tienen cura, y que el amor, cuando llega demasiado tarde, solo sirve para recordar todo lo que se perdió.”

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