**El eco de los secretos: un drama familiar en la gran ciudad**
Fernando López y su esposa Carmen salieron hacia Zaragoza para visitar a su hija. Ya en la entrada del edificio donde vivía su Lucía, Fernando notó lo nerviosa que estaba su mujer.
—Carmen, ¿pasa algo? —preguntó, mirándola con atención.
—No, es que hace mucho que no vemos a Lucía, y los nervios me traicionan —intentó sonreír Carmen, pero su voz temblaba.
Subieron al piso de su hija. Fernando pulsó el timbre con decisión. Nadie abrió.
—Qué raro, ¿no estará en casa? —murmuró, mirando a su esposa antes de tocar de nuevo.
El cerrojo sonó, la puerta se abrió lentamente, y Fernando se quedó paralizado por lo que vio.
***
El padre estaba allí, rojo de ira, el rostro encendido. Carmen le agarró el brazo, suplicando:
—Fernando, cálmate, ¡te lo ruego! ¡Con tu tensión! Hablemos con Lucía, ¿vale?
Pero Fernando se soltó bruscamente, su voz se volvió grave, amenazante. Lucía, en el umbral, sintió un escalofrío en la espalda: su padre nunca la había mirado así.
—¡Suéltame, Carmen! ¡Basta de sujetarme! Antes tendrías que haber sujetado a nuestra hija, no a mí.
—Fernando, cariño, ¡por favor! —Carmen miraba alternativamente a su marido y a su hija, sin saber cómo calmar la situación.
Hace medio año, Fernando sufrió una crisis hipertensiva. Los médicos le prohibieron estresarse. Pero ayer, de repente, anunció:
—Prepara las maletas, Carmen. No aguanto más. Tres meses de excusas, y no viene. Algo pasa. ¿Cómo puedes callarte?
Carmen callaba, sí. No por ignorancia, sino porque sabía demasiado. Junto a Lucía, habían ocultado la verdad, esperando resolverlo. Pensaron que, después, confesarían, habría gritos, pero todo mejoraría. ¿Y ahora? ¿Qué decir? ¿Qué hacer?
—Está cansada, estudia, trabaja, prometió venir pronto, ya la conoces —balbuceó Carmen, pero Fernando ya se ponía el abrigo.
Agarró su cartera, las llaves, el móvil, y le arrebató el suyo a su esposa:
—¡Y no se te ocurra avisarla! ¿Qué soy, su padre o no? La vi este verano, girándose frente al espejo, arreglándose el pelo, tocándose la oreja. ¡De quién, calla! Algo pasa. ¡Vamos!
En el tren, Carmen intentó explicar algo, pero al final suspiró:
—Te precipitas, Lucía quería contártelo cuando todo estuviera resuelto. No quería preocuparte por tu tensión.
—¡Basta de mi tensión, Carmen! ¡Soy su padre, quiero saber qué le pasa! ¡Tengo un mal presentimiento! —cortó Fernando.
—Bueno, llama a la puerta —susurró Carmen, apretando su mano.
La puerta no se abrió de inmediato. Lucía, al parecer, miró por la mirilla y dudó. Pero al fin abrió: no iba a dejar a sus padres fuera.
—¡Lo sabía! Lucía, ¿quién es? ¿De quién es el niño? ¿Por qué nos lo ocultaste? —la voz de Fernando temblaba de dolor y rabia.
Salió al rellano y se desplomó en las escaleras, llevándose una mano al pecho.
—Papá, ¿por qué te sientas ahí? ¡Vuelve! —Lucía, con una pequeña barriga visible, parecía perdida, impotente.
Su niña, su orgullo, se fue a estudiar, entró en la universidad con una beca, y ahora… ¿Qué hacer? Fernando tragó saliva. Nadie más la protegería. Debía encontrar a ese chico, hablar, ¡hacer algo!
—Papá, quería decírtelo después, cuando todo estuviera claro. Pero ahora… ¡Tuvo un accidente, está en el hospital! —Lucía rompió a llorar como una niña.
Fernando se levantó, se sacudió los pantalones y, de pronto, se calmó. ¿Y qué? Un niño. Lo importante era que todos estuvieran vivos. Lo criarían, saldrían adelante, ¡habían pasado cosas peores!
Lucía había nacido tarde, cuando ya no esperaban. En el colegio, era la más pequeña, pero seria—no se distraía, leía en los recreos, sacaba sobresalientes. Entró en la universidad, trabajaba, compartía piso con amigas. El verano pasado, ellas fueron al pueblo… todo parecía normal.
—Carmen, ¿lo sabías? ¿Lo sabías y callabas? —preguntó, arrepintiéndose al instante de su dureza.
Carmen bajó los ojos:
—Fernando, estabas enfermo, el médico dijo que debíamos cuidarte…
—Vale, entiendo. Vamos adentro, Lucía, cuéntanos todo con calma.
La hija explicó cómo conoció a Javier. Trabajaban juntos en la misma empresa. Él la ayudaba, luego empezaron a salir. Javier dijo que quería casarse con ella. Pero confesó: estaba casado. Se habían unido jóvenes—sus madres, amigas, los presionaron. Con Julia, su ex, eran como hermanos. Se divorciaron cuando ella se enamoró de otro, pero arrastraban el papeleo. Entonces Julia anunció que estaba embarazada y quería volver. El otro la dejó, y ella decidió quedarse con Javier.
—¿Y tú le crees? ¿Que el niño no es suyo? —preguntó Fernando, severo.
—Sí, papá, le creo. Javier no miente. Siempre estuvo conmigo; ella vivía en otra ciudad. Fue a hablar con ella, y ocurrió el accidente. Pero se recuperará, ¡lo sé!
—Bien, no te preocupes. Dame su nombre, ciudad, teléfono.
—¡Papá, no!
—No le haré nada, menos si está malherido. Quiero hablar. ¿No es el padre de mi nieto? ¿O quizá mi futuro yerno?
Fernando secó las lágrimas de su hija y sonrió:
—¿Recuerdas nuestra canción? «No llores, Luci, tu papá es fuerte como un roble».
—Sí, papá —Lucía esbozó una sonrisa entre lágrimas—. Toma, aquí tienes su número. ¡Gracias!
—Iré contigo —dijo Carmen al instante.
—Bien,