Echó a su hija a la intemperie, y cuando decidió recordarla, ya era demasiado tarde…

¡Papá, tengo hambre y quiero salir a jugar! sollozaba una y otra vez la pequeña Almudena, arrastrándose hasta su padre.

Él, mientras terminaba la última botella de cerveza y disparaba en su videojuego, tenía una partida crucial. Los chirridos de la niña se cruzaban con los disparos, y él no lograba entender cuándo cesarían. La ira se espesaba como niebla; cuando la pequeña agarró su manga exigiendo atención, él sintió que sus nervios se quebraban. ¿Cuántos años tenía? ¿Cinco? Ya era casi autosuficiente, ¿no podía prepararse una taza de avena? Él, a su edad, se paseaba por los garajes con los colegas, mientras su hija parecía una gota de agua sin decisión.

Cada distracción le costaba caro: perdió la partida. La furia le nubló la vista. Saltó de su silla y, como un zorro hambriento, cogió una rebanada de pan duro y la arrojó a la niña.

Cógela y mastica, ¿no alcanzas a cogerlo tú sola? gritó el hombre.

Vertió leche del frigorífico en un vaso, la dejó sobre la mesa y, cuando Almudena le recordó que su madre siempre calentaba la leche, él replicó que él no era su madre y que ella ya debía entenderlo. Volvió al ordenador, pensando que un niño satisfecho dejaría de interrumpirlo. Pero la rabia lo paralizaba. Tras una rápida visita al aseo, volvió, pero no llegó a sentarse en su sillón favorito.

Papá, quiero pasear. ¡Mamá siempre me lleva a pasear! murmuró la niña con los labios apretados.

¿Quieres pasear? ¡Perfecto! Sal y diviértete respondió él, viendo una oportunidad dorada para quedarse solo.

Hurgó en el armario de Almudena, encontró pantalones abrigados, una chaqueta, guantes y un gorro. Con una rapidez casi teatral, le vistió todo y la empujó al patio, ordenándole que volviera sólo cuando él la llamara. Regresó al juego, se colocó los auriculares, abrió una lata de refresco y disparó a los enemigos mientras la música le envolvía.

Almudena tembló de frío. Le parecía que su madre siempre le ponía ropa más cálida para esas épocas. No había sol; la tarde se desvanecía y, sin luna, la madre nunca la dejaba salir. Extrañaba a su madre, la extrañaba tanto como la recordaba. Sus labios temblaban, intentó abrir la puerta, pero su padre la había cerrado con llave. Para no morir de frío, decidió correr, pero la nieve, sin haber sido limpiada en días, le enganchaba los pies. Trató de hacer un muñeco de nieve, pero la nieve se deshizo como polvo, más arena que hielo. Se preguntó si la nieve sería en realidad arena helada. Golpeó la puerta de la casa, pero nadie le abrió, como si no la escucharan. El miedo la invadió. El cuerpo le empezó a entumecer y, aferrándose a sí misma, se dirigió a la verja entreabierta, buscando cualquier calor que le devolviera la vida a sus pies adormecidos.

Pensó en la vecina, doña Luisa, la anciana que solía ofrecerles leche, pero la casa estaba a oscuras. Llamó a la puerta, sin respuesta. Probó a ir más lejos del pueblo, pues su casa estaba en los límites de la aldea. Corría, lloraba, sin saber qué le depararía el futuro, y cuando la ventisca se levantó, se volvió y la niebla le escondió todo. Corría, inhalaba el aire helado, gritaba por su papá, pero su rostro aparecía en su imaginación, enfadado, diciendo: «¡Déjame en paz, no soy tu madre!». Comprendiendo que estaba sola, intentó protegerse del viento que la derribaba, pero cayó de rodillas. La nieve quemaba su piel y el viento, como un lamento, se colaba bajo su ropa.

Cuando Andrés recordó a su hija, ya eran las dos de la madrugada. Casi no lo recordaba, pero al ir al baño se sobresaltó al oír un fuerte golpeteo contra la ventana. Las ramas desnudas del jazmín bajo la ventana, cubiertas de escarcha, crujían con el viento.

«Un auténtico borrasca», pensó, y de pronto la idea de que había dejado a Almudena afuera le heló la sangre.

Salió al patio a gritar el nombre de Almudena, pero la niña no estaba. Un terror helado lo atrapó: era muy tarde, la nieve cubría todo y su hija no aparecía. Se obligó a sí mismo a no entrar en pánico, pensando que quizá se había ido con alguien del vecindario. Volvió a la casa, temblando por el frío exterior, y recordó que doña Luisa a menudo la cuidaba. Al ver la luz encendida en la ventana de su casa, se tranquilizó. Respondió fríamente al mensaje de su esposa, diciendo que ya dormían y que todo estaba bien.

Su matrimonio se había enfriado; ella le recordaba a su madre fallecida, reclamándole que fuera a trabajar en vez de «pasarse el día con el control en la mano». Él soñaba con ser jugador profesional, escuchando historias de cuánto ganaban los eSports, y le reprochaba a su esposa la falta de apoyo, diciendo que ella cantaría otra canción cuando él llegara a cortar los bancos.

Se tiró en la cama, roncó, y dejó la puerta sin llave por si Almudena volvía. A la mañana siguiente, lo despertó el grito indignado de Dina, hermana de su esposa.

¡Estás fuera de juicio! ¿Dónde está Almudena? vociferó.

¡Basta de gritar! No está en casa respondió él, volteándose, pero Dina lo agarró del brazo y él, medio dormido, cayó al suelo.

¡Te haré pagar cada hueso! amenazó, golpeándose la muñeca herida. Dina, una mujer de karate, no se amedrentaba con palabras. Desde pequeña entrenaba defensa personal; dominar a un hombre que le parecía una mona no le resultaba difícil.

¿Dónde está la niña? ¿A dónde llevaste a mi sobrina? Vine por Almudena.

Anduvo por el pueblo, donde quiera que pueda estar respondió él, evadiendo la culpa de haberla arrojado al frío.

Dina, con los ojos bien abiertos, estaba a punto de lanzarse contra él, creyendo que dejar a su hija en la nieve era algo cotidiano. Intentó preguntar a doña Luisa, pero la anciana negó haberla visto. Dina, recién llegada de un viaje de trabajo, no sabía nada del paradero de Almudena. Preguntó a los vecinos, pero todos negó haberla visto; la nevada hacía que nadie se atreviera a mirar fuera de sus casas.

Regresó a la vivienda, sacudió a Andrés, que estaba tranquilo frente al ordenador, y comenzó a golpearlo, llorando.

¡Qué insensible! ¿Dónde está la niña? gimoteó Dina.

¡Tranquila! No le ha pasado nada, volverá mintió él.

Dina decidió no avisar aún a su hermana, que estaba a punto de someterse a una delicada operación de corazón. Llamó a la policía; Andrés intentó arrebatarle el móvil, pero ella lo detuvo con una mirada fulminante. Los servicios de rescate prometieron llegar pronto para registrar la zona.

Los oficiales llegaron, interrogaron y, al comprender la gravedad, le pusieron esposas a Andrés.

¿Yo qué hice? protestó él.

Investigaremos si hubo maltrato; dejar a una niña solo en una tormenta es delito replicó el agente, con desdén.

Dina rompió a llorar, imaginando lo que le había ocurrido a Almudena. Los rescates hallaron un pequeño montículo de nieve anómalo, empezaron a excavar. Con sedantes que le dio doña Luisa, intentó calmarse, pero siguió temblando. Entró al cuarto de la niña, tomó su pijama y se cubrió de lágrimas. La última vez que había visto a Almudena, hacía un mes, la niña la abrazaba y decía que la quería mucho; ahora había desaparecido.

El investigador entró y mostró un par de guantes hallados en el bosque.

¿Son de la niña? preguntó.

Dina se quedó sin aliento; esos guantes los había enviado ella misma en un viaje. Se dejó caer contra el armario, el agente la sostuvo y la ayudó a sentarse en el sofá.

Todavía es pronto para darle el duelo dijo el oficial. Solo encontramos guantes; la nieve es profunda y no deja huellas.

Dina cruzó los brazos, se abrazó a sí misma y sollozó sin ruido. Ante sus ojos apareció la carita sonriente de Almudena; rezó a Dios para que la encontraran viva.

La búsqueda continuó hasta la madrugada sin resultados. Los rescates fueron reubicados y los policías se marcharon, dejando al padre desconsolado. Dina quedó sola en la casa de su hermana, culpándose por no haberle impedido casarse con Andrés. Sabía que él era un narcisista, orgulloso de sus músculos de la mili, pero sin cerebro. Su hermana, Olaya, estaba cegada por los lentes rosados del amor, defendía al marido pese a todo.

Dina no pudo dormir; mintió a su hermana diciendo que todo estaba bien y que había llevado a la sobrina a su casa. No podía imaginar cómo contarle a Olaya la posible muerte de Almudena.

A la mañana, el teléfono tocó. Era el inspector del caso de la niña desaparecida. Informó que una niña de cinco años había sido ingresada en el hospital regional y que Dina debía llegar de inmediato. Sin pensarlo, se dirigió al hospital; la guardia no le permitió entrar, así que esperó al inspector. Al entrar en la habitación, casi pierde el sentido: Almudena yacía en la cama, rodeada de máquinas. El joven doctor, Sergio, la observó.

¿Es su hija? preguntó suavemente.

Mi sobrina respondió Dina, intentando ponerse en pie.

Todo irá bien, es una niña fuerte aseguró el médico.

El inspector se retiró para hablar con el doctor; Dina se sentó al borde de la cama, tomó la mano de Almudena y lloró de alegría. La niña estaba viva, aunque enferma; la fiebre y una posible neumonía amenazaban, pero los rayos no mostraban inflamación todavía.

Sergio explicó que la niña tenía una quemadura parcial en las extremidades y riesgo de neumonía, pero que estaba bajo cuidados intensivos. Dina, entre sollozos, escuchó cómo el cuerpo de Almudena se estabilizaba. El doctor contó que había encontrado a la niña en la nieve gracias a su perro, Chico, un mestizo travieso que había ladado y tirado de la ropa de la pequeña.

Chico, ¿a dónde vas? gritó el veterinario cuando el perro corría hacia la niebla. El perro, sin obedecer, se lanzó al barro y, al intentar agarrar el brazo de la niña, la salvó de la hipotermia.

Dina, agotada, susurró:

Gracias, Chico gracias a ti no se habría perdido.

Sergio invitó a Dina a tomar un café en la cafetería del hospital. Ella aceptó, con el estómago vacío y sin dormir. Pensó en cómo contar la verdad a su hermana sin destrozarla; sabía que el accidente sería un golpe devastador para Olaya, que estaba a punto de operarse del corazón. El frío de la historia le recorría la columna.

El doctor, optimista, aseguró que la quemadura no era grave y que la niña se recuperaría sin cicatrices. Todo gracias al intrépido Chico, que había hallado a la pequeña antes de que la nieve la cubriera por completo.

Dina decidió que no tenía sentido ocultar la verdad, así que se dirigió a la casa de su hermana. Andrés, preso bajo fianza, intentó contactar a su esposa a través de la policía, pero su cariño no sobreviviría a la presión. Cuando Dina entró al hospital, Olaya la recibió con una amplia sonrisa.

Buenas noticias: no habrá cirugía, el tratamiento ha funcionado. ¿Dónde está Almudena? preguntó Olaya, mirando a Dina.

Dina bajó la mirada, empezó a relatar todo desde el principio, pero lo hizo al revés, para que su hermana no recibiera el golpe de una sola vez. Olaya, entre lágrimas, no podía creer que Andrés la hubiera dejado sola. No perdonaría jamás esa traición.

Podría perdonar su indiferencia, su falta de trabajo, sus juegos, pero lo que le ha hecho a la niña no lo olvidaré confesó Olaya.

¿Te importaría quedarte conmigo? preguntó, con la voz temblorosa.

Por supuesto, la casa es tuya también, la mamá nos dejó respondió Dina, ofreciendo su techo.

Olaya, al ser dada de alta, pidió el divorcio. Quería cuidar a su hija, pero el hospital aún la retenía. Dina prometió ser madre y padre provisional para Almudena.

Al caer la noche, Almudena despertó, abrazó a su tía y lloró. Contó que un perrito bonito la había salvado y que escuchó la voz de un tío amable, pero que no quería volver a ver a su papá, pues él la había tirado. La niña comprendía todo, y eso la hería aún más.

La neumonía no se confirmó; Almudena mejoró rápido. Olaya salió de la cárcel y, mientras Andrés seguía en la comisaría, ella empacó y se mudó al piso de su hermana. Presentó la demanda de divorcio, decidida a no volver a ese hombre.

Dina y Sergio iniciaron una relación inesperada. Tras el alta de Almudena, Sergio y Chico se convirtieron en visitantes habituales en la vivienda de Dina y Olaya. Almudena adoraba a Chico, pidiendo huesos y golosinas. Olaya vivía más ligera sin la carga de un marido inútil, y Andrés recibió una condena condicional y una pena de prisión. No se arrepintió; ahora disfrutaba de su soledad, sin que nadie le molestara. Pero pronto se quedó sin nada que vender y tuvo que buscar trabajo. Se volvió amargado, gruñía y, cuando su infidelidad salió a la luz, los vecinos lo golpearon, tachándolo de vergüenza masculina. Acabó encadenado a la cama por una lesión de columna y, desde allí, intentó recuperar a Olaya y a su hija, pero fue en vano; ella sabía a lo que era capaz y nunca volvería a confiar en él. Olaya se centró en la rehabilitación de Almudena, cuya psique había quedado marcada. Dina, en cambio, planeaba casarse, segura de su elección, pues Sergio había demostrado tener un corazón enorme.

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MagistrUm
Echó a su hija a la intemperie, y cuando decidió recordarla, ya era demasiado tarde…