Aquel día no tuve tiempo para pensarlo dos veces. La decisión fue rápida, pero no surgió del enfado, sino del dolor acumulado durante años, de la decepción y el cansancio. Eché a mi suegra de nuestra casa, y hoy, al recordarlo, no me arrepiento.
Me llamo Ana. Tengo treinta y seis años. Con mi marido Daniel, habíamos construido nuestra pequeña familia: tres hijos Elena, nuestra única hija, y los gemelos Mateo y Lucas. La vida estaba llena de dificilidades, pero también de amor y unión. Éramos felices, hasta que un día fatídico todo cambió.
Daniel tuvo un accidente de coche y murió al instante. Aún recuerdo aquella llamada: la voz fría del personal del hospital diciéndome que debía ir de inmediato. Cuando llegué, ya era tarde. En ese momento, el mundo se desmoronó sobre mí. Me quedé sola con tres niños, sin el pilar que había sido mi marido.
En esos días, sentí lástima por mi suegra, Carmen. Era mayor y quedarse sola la habría destrozado. Carmen tenía un carácter difícil: estricta, crítica, a veces insoportable. Pero me dije: “Es la madre de Daniel. Por su memoria, debo cuidarla, por difícil que sea.” Así que le propuse quedarse con nosotros. Aunque tenía una hija casada, Clara, que vivía en una ciudad cercana, nadie le ofreció vivir con ellos.
La convivencia no fue fácil. Yo trabajaba, y todo el peso de la casa caía sobre mí: los niños, las tareas, las finanzas… Todo. El dinero que ganaba con esfuerzo lo guardaba en un cajón pequeño de la estantería. Soñaba con ahorrar poco a poco para el futuro de mis hijos.
Pero algo no cuadraba. Cada vez que iba a sacar dinero, había menos del que creía. Primero pensé que me había equivocado al contar. Después, que quizá había gastado en algo. Pero mes tras mes, pasaba lo mismo. Cuanto más guardaba, más desaparecía. Estaba perdiendo la cabeza. Durante medio año, no entendía quién lo tomaba.
Hasta que llegó el día en que todo se reveló. Iba a ir a trabajar, pero me sentía mal y decidí quedarme en casa. Quería descansar un poco y salir más tarde. De pronto, escuché la voz de Carmen. Estaba al teléfono. Al principio no quise escuchar, pero su tono alto me obligó a detenerme.
Hablabla con un hombre desconocido.
Sí, ya lo he enviado. El dinero debe llegar pronto. Dáselo a Clara. Dice que quiere comprar muebles nuevos…
En ese instante, mi corazón pareció detenerse. Todo quedó claro. El dinero que había ahorrado con sudor y lágrimas, ella lo enviaba a escondidas a su hija Clara. El dinero destinado al futuro de mis hijos, desaparecía para mejorar la vida de otros.
Me senté y lloré. Pero esas lágrimas ya no eran de dolor, sino de fuerza. Comprendí que ya era suficiente. Años intentando ser paciente, comprensiva, repitiéndome: “Ella también es madre, ella también sufre”. Pero ese día entendí: no podía permitir que robara el futuro de mis hijos.
Cuando salió de la habitación, me planté frente a ella.
Carmen, lo he escuchado todo. Sé a dónde ha ido mi dinero.
Me miró sorprendida, intentando justificarse.
Ana, no lo entiendes… Clara lo necesita tanto. Solo quería ayudarla.
La miré fijamente.
¿Y mis hijos? ¿Has pensado en ellos? ¿Crees que Daniel, desde el cielo, querría que le robaran el futuro a sus hijos solo porque tu hija quiera muebles nuevos?
Carmen calló. En sus ojos vi una mezcla de rabia y vergüenza. Pero para mí ya no importaba. Pronuncié mis últimas palabras:
Esta casa ya no es tu lugar. Haz las maletas y vete.
Aquel día la eché de casa. Quizá algunos me entiendan, otros no. Pero estoy convencida de que hice lo correcto. No podía vivir más con esa injusticia. Tenía que proteger a mis hijos, su futuro, su paz.
Desde entonces, soy el único sustento de la familia. Sí, es duro. Pero sé que si Carmen algún día echa de menos a sus nietos y quiere verlos, no se lo prohibiré. Al fin y al cabo, los niños no tienen culpa de nuestros conflictos. Quieren a su abuela, y no les quitaré ese amor.
Pero mi decisión es firme. Nunca más permitiré que nadie tome lo que mis hijos y yo intentamos conseguir con tanto esfuerzo.
Hoy, al contar esta historia, también quiero escuchar opiniones. ¿Hice bien al echar a mi suegra? ¿Debería haber tenido compasión otra vez, como años atrás? Pero en lo más profundo de mi corazón sé que esta vez elegí el camino correcto.