Eché a mi cuñado de la mesa en plena celebración familiar por sus bromas groseras: así se rompió el silencio en nuestra boda de cristal

Luis, ¿has sacado la vajilla de porcelana buena? Sí, la de borde dorado, no la de diario. Y revisa bien las servilletas, que las he planchado para que se mantengan tiesas como en un buen restaurante dijo Clara, apurada en la cocina mientras se colocaba un mechón rebelde detrás de la oreja. El aroma del pato relleno de manzanas llenaba el piso, los vegetales para el acompañamiento burbujeaban en la cazuela, y el frigorífico rebosaba ensaladas que había picado durante la madrugada.

Luis, su marido, obediente, se subió a la banqueta.

Clara, ¿tanto formalismo hace falta? Solo viene la familia: David, mamá y la tía Carmen. Qué más les da comer de cualquier plato, con tal de que haya vino rezongó, sacando con esfuerzo la caja de la vajilla de La Cartuja.

No protestes. Hoy es nuestro aniversario, quince años, boda de cristal. Lo quiero impecable. Además, ya sabes cómo es tu hermano. Si pongo plato sencillo, va y dice que estamos en la ruina. Si pongo uno con una rajita, que somos unos dejados. Que por una vez no tenga excusa para sus chistes baratos.

Luis bufó bajando de la banqueta. Sabía que su esposa tenía razón. Su hermano mayor, David, era complicado, por decirlo suave. Y siendo sinceros, como resumía Clara ante sus amigas, David era un perfecto maleducado, convencido de que su grosería era prueba de sinceridad y nobleza.

Solo te pido que no le sigas el juego hoy dijo Luis, secando platos con un paño. No lo está pasando bien: le despidieron, su mujer le dejó Está más agrio que una aceituna.

Luis, ese mal momento le dura cuarenta años. Y su mujer se fue, simplemente, porque saltó el instinto de supervivencia contestó Clara probando la salsa. Aguantaré lo justo. Pero si vuelve a burlarse de mi aspecto o de tu sueldo, no respondo.

El timbre sonó puntual a las cinco. La primera en llegar fue la suegra, doña Encarnación, mujer dulce y devota de sus hijos, especialmente del mayor, el descarriado. Pronto apareció la tía Carmen con su esposo. David, cómo no, llegó cuarenta minutos tarde, cuando los demás ya miraban de reojo las tapas que se quedaban frías.

Entró haciendo ruido, entre olor a tabaco barato y frío de la calle.

¡Aquí estoy! ¡Para que digáis que no vengo! soltó con vozarrón. Se giró hacia Luis y le puso en las manos un paquete cutre envuelto en hojas del diario.

¿Eso qué es? se extrañó Luis.

Un juego de destornilladores del Todo a cien. Te vendrá bien, que eres un manazas y nunca encuentras ni el martillo.

Clara, que fue a recibirle al pasillo, forzó la sonrisa.

Hola, David. Anda, lávate las manos. Te hemos estado esperando.

David la miró de arriba abajo, con una sonrisa sarcástica que la hizo encogerse.

¡Vaya, Clarita! ¿De estreno? El vestido brilla más que el papel del oro. ¿O es para que no se noten las arrugas? Es broma, ¿eh? Todavía tienes tu punto, menuda figura.

Luis tosió incomodísimo:

David, siéntate, que el pato se enfría.

Ya sentado, David tomó la batuta. Se sirvió una copa de orujo antes del primer brindis y, con un tenedor de anchoa en la mano, arrancó su espectáculo.

¡A vuestro aniversario! Quince años, menuda condena. Mira que no haberos matado en todo ese tiempo. Yo, con Marta, cinco años y ya pensaba en tirarme por el balcón. Las mujeres, como las sanguijuelas: chupan y chupan. Y tú, Luis, por lo menos tienes suerte de que la tuya sabe cocinar. Aunque tragó anchoa y puso cara de asco. ¡Un poco salada! ¿Será que estás enamorada, Clarita, o es que ya te tiembla el pulso con la edad?

Doña Encarnación, al lado, intervino sumisa:

David, qué cosas dices. Clara cocina de maravilla. Prueba la ensaladilla de lengua, está riquísima.

¿De lengua? rió David. ¡Eso le va bien a Clara, que la tiene larga! Pero bueno, mamá, no le defiendas tanto. La crítica es buena. Por eso la gente me respeta, porque voy siempre con la verdad por delante.

Mientras servía la fuente, Clara sentía hervir la rabia. Buscó la mirada de su marido, que sólo encontraba interés en los dibujos del mantel. Luis le temía a su hermano. Temía al escándalo. Temía que se arruinara la celebración.

Tranquila pensó Clara. Solo es una noche. Por Luis. Por su madre.

David, ¿cómo va lo del trabajo? Dijiste que estabas en una entrevista la semana pasada.

David hizo un gesto despectivo mientras se servía otra copa.

Ni lo menciones. Una panda de inútiles. Fui, y me ponen a un crío de veinticinco a preguntarme si sé de ordenadores. Le digo: Mira, chaval, yo trabajaba mientras tú aprendías a leer. Y al final: No nos encaja su perfil. Pues que les den. Mejor monto yo algo. Ya ahorraré Por cierto, Luis, hablando de pájaros. ¿Me prestas quinientos euros hasta el mes que viene? Que tengo que arreglar la fontanería.

Clara se quedó congelada con la ensaladera en las manos.

David, aún no has devuelto los mil euros que te dimos para el coche hace medio año le recordó muy tranquila.

David enrojeció, pero atacó:

¡Ya salió la contabilidad! ¡Mira, Luis, cómo te vigila! Ni un movimiento sin su permiso. Yo solo lo pido a mi hermano, no a ti. O es que andas tan atado que ni para eso tienes permiso.

Luis tartamudeó, tornándose a uno y otro.

La verdad es que estamos justos ahora, David. Hemos terminado con la hipoteca y la compra de la comida

¡Vaya banquete! interrumpió David, apuntando a la mesa. ¡Vaya nivel! Caviar y salmón. ¡Millanarios! Pero al hermano ni pan. Esa es la verdad, Clarita. Todo para ti, todo para tu casa. Los demás, que se busquen la vida.

David, no te pongas así trató Encarnación de apaciguarle, sirviéndole una empanadilla. Come, hijo. Clara se ha desvivido cocinando.

Sí, claro Ya sé yo cómo se desvive ella Seguro que también lo hace con el jefe, ¿no, Clarita? soltó David, guiñando el ojo. El gesto resultó tan asqueroso que Clara notó un nudo en la garganta. Me han dicho que te han ascendido, ¿no? Subjefa ya. ¿Por mérito? ¿O por hacer horas extra con el jefe, extra?

El silencio cayó a plomo sobre la mesa. Ni la charlatana tía Carmen se atrevió a tragar.

Luis enrojeció hasta las orejas.

¿Pero qué dices, David? susurró.

¡Lo que todos piensan pero ninguno dice! bramó David, ebrio ya. Mira Luis, curras por cuatro duros y tu esposa hace carrera. ¿Tú crees que te quiere? Te aguanta porque le eres útil, buen mandado. ¡Mírate, si eres una alfombra!

Basta la voz de Clara sonó de repente tan firme que todos se quedaron petrificados. Dejó la ensaladera con precisión sobre la mesa. Ya está bien.

¡Ay, ay! ¡La jefa ha hablado! bufó David. ¿No encajas las verdades? Yo siempre dije que no sé qué te vio Luis. Ni cara ni cuerpo, el carácter ni te cuento. Marta era guapa, sí, ¡pero vaya víbora! Y tú una ratita vestida de reina por tener dominado al marido.

Clara miró a su esposo, esperando que por fin actuara, que se impusiera pero Luis seguía devorando el mantel con la mirada, los nudillos blancos en el tenedor. Otra vez el miedo infantil ante el hermano mayor.

Vale pensó Clara. Si no lo haces tú, lo haré yo.

Se levantó. Se alisó el vestido. Con voz calmada y helada, que hizo titilar hasta al sordo tío Paco, dictó sentencia:

Levántate y vete de mi casa.

David soltó una risa ahogada.

¿Perdona? ¿Se te ha subido el horno?

He dicho que te largues de mi casa. Ahora mismo.

¡Pero si también es la casa de mi hermano! chilló David. Luis, ¿oyes esto? ¡Que me echa! ¡A tu propio hermano!

Luis alzó la vista, el tormento en sus ojos. Miró a Clara, a su rostro pálido y decidido, y entendió: si hoy no daba un paso, en una hora todo habría terminado. El aniversario de cristal quedaría en añicos.

David dijo Luis ronco. Vete.

David quedó boquiabierto. Esperaba gritos, disculpas, lágrimas, pero no esa muralla.

¡Estáis locos! ¡Mamá, mira esto! ¡Me echan por una broma!

No era una broma, David Clara rodeó la mesa, indicando la puerta. Me has insultado, has humillado a tu hermano en SU casa y te has servido de todo para escupir veneno. Llevo quince años tragando tus faltas para cuidar la paz, pero solo queda tu grosería frente a nuestra paciencia. Se acabó. Fuera.

¡Idos al infierno! bramó David, tirando la copa. El vino tinto rasgó la blancura del mantel como una herida. ¡Os ahogaréis en tanto refinamiento! No me esperéis más, aquí no vuelvo.

Eso espero apuntó Clara. Y no te daremos ni un céntimo, ni hoy, ni nunca. Búscate la vida, empresario.

David, rojo como el vino derramado, se llevó la botella (Que ni eso se pierda, reflejaba su mirada), y salió dando portazos.

¡Luis, te arrepentirás! ¡Cambiando a un hermano por una mujer! ¡Calzonazos! ¡Bah!

La puerta dio tal golpe que tintinearon las copas en la vitrina.

Silencio. El único sonido fue el tic-tac del reloj y el resuello de Encarnación. Ella se tapó la boca con un pañuelo, lágrimas en los ojos.

Clara susurró. ¿Era necesario? Es bueno solo pierde el control, bebe de más

Clara la miró. La serenidad se resquebrajaba, las manos le temblaron, pero permaneció firme.

Doña Encarnación dijo suavemente, con determinación. Perder el control es reírse alto, no atropellar la dignidad de una mujer y menospreciar a su hermano en su propia casa. Si quiere compadecerle, me parece bien. Pero aquí, y en mi mesa, no.

Suegra gimoteó en silencio. De repente, la tía Carmen, siempre práctica, golpeó el plato con el tenedor.

¡Oye, Clara, qué bueno está el pato! exclamó. Se deshace en la boca. Y, mira, hiciste lo correcto. Hacía falta bajarle los humos. En tu boda ¡me pisó todos los pies y ni perdón!

El hielo se rompió. Luis, como si despertara, corrió a rellenar las copas. Sus manos temblaban, pero le dedicó a Clara una mirada agradecida y, por fin, de respeto, algo que hacía años que ella no sentía en él.

Perdóname le murmuró al servirle el mosto. Soy idiota. Tenía que haberlo hecho yo.

No pasa nada dijo ella, apoyando la mano en la de él. Lo importante es que estamos juntos. Y que él ya no está.

El resto de la noche transcurrió con inesperada calma. Sin David el aire se notaba más limpio; el grupo se aflojó, brotaron chistes sanos, recuerdos amables. Encarnación, al principio muy seria, se relajó con una copa de licor y una porción de tarta de Santiago, incluso tarareó con la tía Carmen cuando ésta arrancó una copla.

Al quedar solos, Clara cayó rendida en la silla, mirando la mancha de vino en el mantel.

Este mantel no se salva suspiró. Una pena, era regalo de mamá.

Luis la abrazó desde atrás.

Pues compramos otro. O mil más. Hoy has sido no sé decirlo. He sido un tonto años, aguantando que él lo estropeara todo. Es costumbre, desde críos siempre cedí porque era el mayor y todos decían déjale, que es complicado. Pero basta.

Lo sé, Luis. Es duro romper costumbres, pero somos familia. De cristal. Frágil, pero preciosa. Y no dejaré que nadie la destroce ni por un juego de destornilladores del chino.

Ambos rieron; la tensión se deshizo.

Y hablando de eso Luis levantó el paquete olvidado por David. Lo gracioso es que ya tengo un juego igual. ¡Me lo regaló él mismo hace tres Navidades! Lo debió coger al pasar y ahora me lo re-regala.

Mira sonrió Clara, la única cosa constante en la vida.

A la mañana siguiente, el móvil de Luis no dejaba de sonar; era David. Luis miró la pantalla y luego a Clara, que leía tranquila junto a su café. Bajó el volumen y puso el teléfono boca abajo.

¿No vas a contestar? preguntó ella.

No. Que duerma, que piense. O ni le cojo. ¡Cuánto silencio anoche!

Mamá se preocupará dijo Clara.

Le irá bien saber que también tengo voz. O mejor dicho, que los dos la tenemos. Al fin y al cabo, somos un equipo, ¿no?

Un equipo rió Clara. El equipo del pato y la tranquilidad.

Días después, Encarnación contó a Clara que David iba por toda la familia diciendo que le echó la loca de la nuera, pobrecito su hermano ahí dominado. Los parientes escuchaban y asentían, pero curiosamente, empezaron a llamar más y a mostrarse siempre educadísimos al visitar a Clara y Luis. Parece ser que la fama de en esta casa no se soporta la mala educación protegía mejor que cualquier alarma.

Por cierto, el mantel se salvó. Clara quitó la mancha con el viejo remedio de la abuela: sal y agua hirviendo. Igual que borraron en su vida a David. Con un poco de esmero, algo de escozor pero todo queda limpio y en paz.

Porque una familia se defiende, se protege y se respeta. Y la dignidad nunca se negocia ni por costumbre, ni por compromiso. Cuando pones un límite por dignidad, no solo te proteges; también enseñas a los demás cómo has decidido vivir tu vida.

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MagistrUm
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